Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

martes, 29 de mayo de 2012

"El traje del emperador" de Hans Christian Andersen y "Lo que sucedió a un rey con los burladores que hicieron el paño" de Don Juan Manuel

"El traje del Emperador" o "El traje nuevo del emperador", también conocido como "El traje invisible", es un cuento de Hans Christian Andersen publicado en 1837. Y aunque su autoría es conocida, a lo largo de los años, muchas han sido las "versiones retocadas" (por no decir malas traducciones) que fueron surgiendo en el mundo editorial, sin embargo, cada una de ellas mantiene intacta la esencia. 
La vanidad, el orgullo, la adulación, el miedo a la opinión ajena... son algunos de los elementos que aparecen en este cuento maravilloso.
Aquí les traigo dos traducciones o versiones. 
La primera aparece en "Andersen, Grimm y Hoffmann - Cuentos" editada por el Club Internacional del Libro (1998, Madrid) bajo el nombre  "El traje invisible", la elegí justamente porque su protagonista es un duque italiano, y no un emperador de una región sin nombre - a pesar de que el título original del cuento de Andersen en danés sea "Kejserens nye Klæder" (Kejserens= emperador)-. Pero ese cambio no es la única diferencia con otras traducciones; no parece ser una traducción "mala" sino la misma historia contada distinto y con agregado de detalles, ya verán a que me refiero cuando la lean. En un principio imaginé que por error le habían adjudicado a Andersen la autoría del cuento medieval español de Don Juan Manuel que aparece en el "Libro de los ejemplos del conde Lucanor y de Patronio" (1330-1335) y que no había leído, pero al buscar aquel cuento noté que no era ese el caso... Así que no se que decir al respecto. Tal vez algún especialista en literatura infantil pase por aquí y se tome un tiempo para aclarar el asunto...
La segunda es una traducción que saqué de un libro recopilatorio con todos los cuentos del autor y coincide con la que tengo en un librito que leía de niña.

Y, por último, de yapa, ya que me tomé el trabajo de rastrearlo, agregué al final "Lo que sucedió a un rey con los burladores que hicieron el paño", Cuento XXXII del "Libro de los ejemplos del conde Lucanor y de Patronio" que les mencioné arriba (Ya hablaré de este libro en algún otro momento)

:D


El traje invisible


En una comarca de Italia hubo un gran duque tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba enormes sumas en vestirse. Cuando pasaba revista a su ejército o cuando iba al teatro o de paseo, su principal cuidado era que le viesen elegante. Cambiaba de traje cinco o seis veces al día, y así, como se dice de un rey: "Está en Consejo de Ministros", se decía de él: "El Gran Duque está en su guardarropa". La Capital era un pueblo alegre y animado visitado por muchos extranjeros. Un día llegaron a ella dos bribones que dijeron ser tejedores, y declararon que sabían tejer la tela más hermosa del mundo. No sólo los colores y el dibujo eran de belleza sin igual, sino que los vestidos hechos con aquella tela poseían una cualidad maravillosa: se hacían invisibles para los pillos y los tontos.

- Esa tela es de inmenso valor - pensó el gran Duque - gracias a ella podré conocer a los pícaros que intervienen en mi gobierno, y sabré distinguir a los listos de los tontos. ¡Es necesario que tenga cuanto antes un traje de esa tela!

Llamó en seguida a los dos bribones, y sin regatear precios, les entregó una gran cantidad a fin de que pudiesen poner inmediatamente manos a la obra.
Los dos pícaros prepararon, en efecto, dos telares e hicieron como que trabajaban, aunque lo cierto era que nada absolutamente había entre las brocas.
Muy a menudo pedían seda fina y oro magnífico en grandes cantidades, pero todo esto lo reducían a dinero y hacían como que trabajaban hasta media noche con los telares vacíos.

- Es necesario que yo sepa cómo adelanta la obra - dijo un día el gran Duque.

Pero no dejó de asustarse al pensar que los pillos y los tontos no podían ver la tela. No era que dudara de sí mismo, pero como a Seguro se lo llevan preso, creyó prudente enviar delante de él a alguien que examinase el trabajo. Había corrido ya entre todos los habitantes de la población la noticia de las propiedades maravillosas de la tela, y todos estaban impacientes por saber hasta qué punto eran pillos o tontos sus amigos y vecinos. No hay que añadir que en particular cada cual se creía un portento de virtud e ingenio.

- Voy a mandar a mi primer ministro para que me saque de dudas - pensó el gran Duque - Él es el que mejor puede juzgar la tela, pues se distingue tanto por su honradez como por su talento.

El ministro entró en la sala donde los dos pícaros hacían como que trabajaban con los telares vacíos.

- ¡Dios mío! - pensó abriendo los ojos todo cuanto pudo - ¡No veo nada!

Pero se guardó muy bien de hablar en voz alta.
Los dos tejedores le invitaron a aproximarse, y le pidieron su opinión acerca del dibujo y los colores. También le enseñaron los telares, describiéndole una por una sus piezas, y el ministro quedó sin saber qué hacer, porque como allí no había nada, nada veía.
Como al mismo tiempo debía remorderle la consciencia por algunos pecadillos cometidos en el ejercicio de su cargo, hizo de tripas corazón, y se resolvió a fingir que lo veía todo.

- ¿Qué opina el Señor Ministro de nuestro trabajo? - dijo uno de los tejedores.
- ¡Me parece encantador, verdaderamente encantador! - respondió el Ministro poniéndose los anteojos - Este dibujo y estos colores son lo mejor que he visto. Voy a dar la enhorabuena al gran Duque, pues nunca se habrá visto tan bien vestido.
-¡La opinión del señor Ministro es para nosotros honrosa! - dijeron los dos tejedores.

Y se pusieron a enseñarle colores y dibujos que no éxistían, dándoles nombres.
El Ministro puso la mayor atención, a fin de acordarse y poder repetir el gran Duque todas las explicaciones.
En cuanto a los dos pícaros, no hay qué decir que continuaban pidiendo plata, seda y oro, pues aseguraban que se necesitaba una cantidad enorme para aquel traje; bien entendido que ellos se lo embolsaban todo. El telar estaba vacío, y continuaban haciendo que trabajaban.
Pasados algunos días el gran Duque envió otro alto funcionario para examinar la tela y ver si se concluía. Le sucedió al nuevo emisario lo mismo que al Ministro: miró y remiró pero no vio nada.

- ¿No es verdad que el tejido es admirable y que los colores se combinan perfectamente? - preguntaron los dos tunantes, mostrándole el soberbio dibujo y los magníficos colores que no existían.
- Yo no soy necio - pensó el alto empleado - al contrario, creo que me paso de listo en el desempeño de mi cargo, y quizá por eso no veo la tela. ¡Pero Dios me libre de darlo a entender!

En seguida hizo grandes elogios a la tela, y manifestó su admiración por la elección de los colores y por el dibujo.

- Es de una magnificencia incomparable! - dijo al gran duque.

Y por toda la población se habló de la belleza de aquella tela extraordinaria.
Por fin, el mismo gran Duque no pudo resistir al deseo de ver su traje, que ya debía de tocar a su fin. Acompañado por un importante séquito de personas distinguidas, entre las cuales se encontraban el Ministro y el alto funcionario, se dirigió al sitio en que los astutos fulleros hacían como que tejían, pero sin hilo de seda, ni de oro, ni ninguna clase de hilo.

- ¿No es verdad que esto es precioso? - dijeron los altos empleados - El dibujo y los colores harán resaltar admirablemente la natural elegancia de Vuestra Alteza.

Y señalaron con el dedo el telar vacío como si los demás pudieran ver alguna cosa.

- ¿Qué es esto? - pensó el gran Duque asustado - ¡Nada veo! ¡Esto es terrible! ¿Acaso seré un pillo? ¿Acaso seré un necio incapaz de gobernar? ¡Nunca pude sospechar tan espantosa desgracia!

Después de algunos momentos de reflexión tomó su partido y exclamó:

- ¡Esto es magnífico, verdaderamente digno de mí, y con gusto manifiesto mi satisfacción a estos hábiles tejedores!

Movió la cabeza con aire satisfecho, y miró el telar haciendo frecuentes signos de aprobación. Todas las personas de su séquito miraron lo mismo unos después de otros pero sin ver nada, y temiendo que se les tachase de pícaros o necios, repetían como el gran Duque: "Esto es admirable", y hasta le aconsejaron que no dejara de vestirse con aquella nueva tela en la primera gran procesión que había de celebrarse.

- ¡Es bellísima! ¡Es encantadora! ¡Es admirable! ¡No cabe mayor brillantez y hermosura! - exclamaban todas las bocas. Y la alegría era general.

Los dos pícaros que hacían de tejedores fueron agraciados con grandes cruces, y recibieron el título de gentileshombres y de tejedores de cámara.
Durante toda la noche anterior al día de la procesión estuvieron velando y trabajando alumbrados por espléndidos candelabros. Todo el mundo aparentaba que veía su trabajo. Por fin hicieron como que quitaban la tela del telar, cortaron en el aire con grandes tijeras, cosieron, con una aguja sin hilo, y después de esto, declararon que el vestido estaba concluido y en disposición de probarse.
Seguido de su corte, el gran Duque fue a examinar su traje, y los fulleros, levantando un brazo en el aire como si tuvieran en él alguna cosa, decían:

- Aquí está el pantalón, aquí la casaca, aquí el manto. A pesar del mucho oro y seda que tiene, es ligero como una tela de araña. No hay temor de que le pesa a Vuestra Alteza sobre el cuerpo, y esta falta de peso es una de las más recomendables cualidades de esta tela.
- ¡Es verdad! ¡Parece maravilloso que pese tan poco una tela de tan soberbio aspecto! - respondieron los cortesanos.
- Si Vuestra Alteza nos hace el honor de desnudarse - dijeron los bribones - le probaremos el vestido delante del espejo grande.

El gran Duque se desnudó, y los falsos tejedores hicieron como que le presentaban una prenda después de otra. Le cogieron el cuerpo como para ajustarle alguna cosa. Se volvió y se revolvió delante del espejo, pero a pesar de que abría y guiñaba los ojos, sólo se veía en ropas menores.

- ¡Qué hermosura! ¡Qué magnificencia! ¡Qué corte tan elegante! - exclamaron todos los cortesanos - ¡Qué dibujo! ¡Qué colores! ¡Qué traje tan precioso!

El gran maestro de ceremonias entró-

- El palio bajo el cual Vuestra Alteza debe asistir a la procesión, está en la puerta - dijo.
- Bien, estoy dispuesto - respondió el gran Duque - Creo que estoy bastante bien así.

 Y al decirlo daba diente con diente porque el día estaba más fresco de lo acostumbrado. Volvió a mirarse de reojo ante el espejo, y, por fin, marchó con ademán, altivo.
Los funcionarios palaciegos que debían llevarle la cola, hicieron como que recogían alguna cosa del suelo, después levantaron las manos. Antes se hubieran dejado hacer trizas que declarar que no veían absolutamente nada.
Mientras que el Duque, estornudando y tosiendo, caminaba entre orgulloso y mohíno con paso majestuoso en la procesión bajo un magnífico palio, todos los hombres en la calle y desde las ventanas exclamaban: ¡Qué traje tan rico y bello, y que graciosa es la cola! ¡Qué corte tan perfecto!. Ninguno quería declarar que no veía nada, pero muchos ahogaban con trabajo la risa que les retozaba en los labios al ver lo que realmente veían en vez de traje.
El que hubiese dicho la verdad, habría sido declarado necio o incapaz de desempeñar su empleo por pícaro, así es que nunca los trajes de gran Duque habían excitado semejante admiración.

- ¡Ay, como va el gran Duque!¡Está en camisa! - dijo a voces un niño pequeño.
- ¡Dios mío! ¿No oís la voz de la inocencia? - dijo el padre.

Y en breve empezó a murmurar la multitud, repitiendo las palabras del niño.

- Hay un niño que dice que el gran Duque no lleva vestido alguno.
- ¡Tiene razón ese niño, estábamos confundidos! - decían otros más resueltos.
- ¡No hay tal traje! - exclamó por fin todo el pueblo.

Al oír estos clamores, el gran duque se mordió los labios porque le parecía que la gente tenía razón. Sin embargo, no quiso darse por vencido, y pensó:

- De cualquier modo que sea, ya que he empezado, es necesario que continúe hasta el fin; porque volverse atrás significaría que soy realmente tonto de capirote.

En seguida se enderezó con más orgullo que antes, estornudó y tosió con más fuerza que nunca, y los cortesanos siguieron haciendo como que llevaban con respeto la cola de aquel manto que nadie veía.
Tampoco vio nadie en adelante a los falsos tejedores, que apenas comenzada la procesión, habían huido de la ciudad con toda la rapidez de sus piernas y bien repletos de dinero.



 El Nuevo Traje del Emperador

Hace muchos años vivía un emperador que no pensaba más que en estrenar vestidos, y dilapidaba su fortuna en telas riquísimas. El pasar revista a sus soldados, el ir al teatro, el pasear en su carroza por el parque, etc., sólo le interesaba como pretexto para lucir trajes nuevos. A todas las horas cambiaba de casaca, y así como de un rey lo más corriente es decir: "Está en la sala del Consejo", de él se había de decir siempre: "El Emperador está en su guardarropa".

La ciudad en que residía era muy alegre y cada día lo visitaban muchos forasteros. Un día se presentaron dos granujas, que se hicieron pasar por tejedores, diciendo que sabían tejer la tela más fina que pudiera imaginarse y que el traje hecho con aquel material tenía la virtud de ser invisible para todos aquellos que fuesen indignos del cargo que ocupaban o solemnemente estúpidos.

- Será un traje admirable - dijo el Emperador -. Si yo lo llevase descubriría a los hombres de mi imperio que son indignos de su cargo, y podría distinguir entre los inteligentes y los necios. ¡Caramba! Quiero que me hagan al momento un vestido completo de esa maravillosa tela.

Y anticipó una enorme cantidad de dinero a los estafadores para que se pusieran a trabajar sin tardanza. Montaron éstos los telares y fingían estar abrumados de trabajo. Pedían grandes sumas para la seda más fina y el más precioso oro, se guardaban el dinero y trabajaban junto al telar, donde no había nada, hasta muy entrada la noche.

- Me gustaría saber cómo está mi vestido - pensaba el Emperador. Pero al acordarse de que quien fuese inepto para el cargo que ejercía no podría verlo, le entraba una extraña inquietud. Creía que, por su parte, nada tenía que temer, pero pensaba que sería mejor mandar otro a que viese, antes que él, cómo iban las cosas. Nadie ignoraba la virtud que aquella tela poseía, y todos deseaban conocer por ella si sus compañeros eran unos indignos o unos imbéciles.

- Mandaré a mi honrado Primer Ministro - se dijo el Emperador -. Él podrá juzgar de la calidad de la tela, porque es inteligente y nadie ejerce su cargo con más competencia.

Y el buen ministro se presentó en la sala donde los dos perillanes trabajaban en los telares vacíos.

- ¡Bendito sea Dios! - exclamó para sí, santiguándose y abriendo mucho los ojos. - No veo nada - pero se guardó de confesarlo en alta voz.

Los dos estafadores le rogaron que tuviese la bondad de acercarse, pidiéndole la opinión sobre aquel admirable género y la entonación exquisita de sus colores. Señalaban a los telares vacíos, y el pobre anciano abría unos ojos de desesperado y no podía ver nada, porque nada había que ver.

"¡Dios del Cielo! - pensó -. ¿Cómo es posible que sea tan estúpido? Nunca me lo hubiera imaginado, y es necesario que nadie lo sepa. ¿Es posible que sea indigno de mi cargo? No, no puedo confesar que no puedo ver la tela".

- ¿Qué le parece? - preguntó un tejedor, al ver que movía la cabeza.
- ¡Oh! ¡Muy bonita... un encanto! - dijo el viejo ministro, mirando a través de las gafas -. ¡Qué modelo y qué colores! Le diré al Emperador que estoy muy satisfecho de su tarea.
- Nos alegramos de que le haya gustado - dijeron los tejedores. Y le dieron los nombres de los colores, con explicaciones sobre el modelo. El viejo ministro los escuchó muy atento para repetir al Emperador lo que decían, como así lo hizo.

Entonces, los muy granujas pidieron más dinero, porque les hacía falta para seda y oro del tejido. se lo quedaron todo sin poner ni una hebra en el telar; pero continuaron trabajando.

Al cabo de unos días mandó el Emperador a otro honrado cortesano a ver cómo iban las cosas y si la tela estaba acabada de tejer. Como el viejo ministro, miró y remiró, pero nada pudo ver, porque nada había que ver.

- ¿No le gusta? - le preguntaron los estafadores, mostrándole y explicándole la calidad del modelo imaginario.

"No tengo pelo de tonto - pensó el cortesano -. ¿Es que seré indigno de mi lucrativo cargo? esto es absurdo, pero me guardaré de confesarlo". Y elogió la tela y explicó la satisfacción que le producían aquellos colores y la elegancia del modelo.

- Sí - dijo al Emperador -, es una cosa admirable.

En la ciudad no se hablaba de otra cosa que de la tela famosa, y el mismo Emperador quiso verla cuando aún estaba en el telar. Con una comitiva selecta, en la que figuraban los dos consejeros que le habían precedido en la visita, fue a ver a los estafadores, que trabajaban ahora con toda su alma, pero sin hilos.

- ¿Verdad que es magnífico? - dijeron los dos hombres de Estado -. ¿Ve Su Majestad qué modelo y qué colores? - y señalaban al vacío telar, imaginando que los otros veían el tejido.

"¿Qué es esto? - pensó el Emperador -. No veo nada en absoluto. Es horrible. ¿Soy acaso estúpido? ¿Soy indigno de mi imperio? Esto sería lo más espantoso que pudiera ocurrirme."

- Sí, muy bonito - dijo el Emperador -. Merece nuestra más alta aprobación - e inclinándose muy satisfecho, examinó el vacío telar con gran detenimiento, para que no se dijera que no veía nada. Todos los de la comitiva miraban y remiraban, y aunque no pudieron ver ni más ni menos que los otros, decían como el Emperador:

- ¡Muy bonito! - y todos le aconsejaron que estrenara el traje en un solemne cortejo que pronto había de hacerse.
- ¡Es magnífico, hermoso, excelente! - corrió de boca en boca, y todos se mostraban contentos. El Emperador concedió a los dos estafadores la cruz de la Orden de la Encomienda y el título de Tejedores de la Corte imperial.

La vigilia del día señalado para el cortejo, los perillanes estuvieron trabajando toda la noche con más de diecisésis lámparas encendidas. La gente pudo observar la actividad que desplegaron para acabar oportunamente el nuevo traje del Emperador. Fingieron sacar la tela del telar, y durante muchas horas cortaron el aire con grandes tijeras y lo hicieron con agujas sin hilo, hasta que dijeron por fin:

-El nuevo traje del Emperador está a disposición de Su Majestad.

El Emperador entró en el taller con todos sus cortesanos, y los dos truhanes levantaban ora un brazo, ora otro, como si sostuvieran algo, diciendo:

- ¡Ved los pantalones! ¡Ved la casaca! ¡Ved el chaleco! Son tan finos como una telaraña. Caen como si no se llevase nada, pero ahí está su gracia.
- ¡Es verdad! - decían los cortesanos. Pero no veían nada, porque nada había que ver.
- Dígnese Su Majestad quitarse la ropa que lleva - dijeron los pillastres -, y tendremos el honor de ayudar a Su Majestad a vestir el nuevo traje ante el espejo.

El Emperador se lo quitó todo y los perillanes se dispusieron a vestirlo prenda por prenda, mientras él se miraba al espejo, volviéndose a un lado y a otro.

-¡Oh! ¡Qué bien le cae! ¡Qué elegante! - decían todos -. ¡Qué modelo y qué colores! ¡Es maravilloso! ¡Magnífico vestido!
- A la puerta esperan los soldados con los cuales ha de ir Vuestra Majestad al desfile - dijo el Jefe de Ceremonial.
- Estoy dispuesto - dijo el Emperador -. ¿Verdad que me cae admirablemente? - Y aún se volvió al espejo para que la gente viera que admiraba sus atavíos.

Los chambelanes que habían de sostenerle el manto se encorvaron hasta el suelo, como si cogiesen la cola. Luego, afectaron sostener algo en sus manos, porque no querían exponerse a que el pueblo creyese que no veían nada.

El Emperador se incorporó al cortejo, y todos los que lo veían desde la calle o desde las ventanas, exclamaban:

- ¡Qué vestido tan admirable lleva el Emperador! ¡Qué cola tan larga! ¡Qué bien le está!

Nadie quería que los demás supieran que no veían nada, para no descubrir o su estupidez o su incapacidad para el cargo que desempeñana.

- ¡Pero si no lleva nada puesto! - dijo una niña.
-¡ Santo Dios! ¿Oís lo que dice esta inocente criatura? - dijo el padre de la niña-

Y se produjo un gran rumor, pues todos se decían unos a otros:

- No lleva nada... ¡Una niña dice que no lleva nada!
- ¡Va desnudo! - acabó por gritar todo el pueblo. Y el Emperador estaba muy disgustado, porque le parecía que tenían razón; pero pensó: "Ahora que ya estamos desfilando, adelante con los faroles".

Y se estiró aún más, y los chambelanes siguieron detrás, tan serios como siempre, aguantando un manto que no existía.


Lo que sucedió a un rey con los burladores que hicieron el paño 

Libro de los ejemplos del conde Lucanor y de Patronio

Otra vez le dijo el Conde Lucanor a su consejero Patronio:

-Patronio, un hombre me ha propuesto un asunto muy importante, que será muy provechoso para mí; pero me pide que no lo sepa ninguna persona, por mucha confianza que yo tenga en ella, y tanto me encarece el secreto que afirma que puedo perder mi hacienda y mi vida, si se lo descubro a alguien. Como yo sé que por vuestro claro entendimiento ninguno os propondría algo que fuera engaño o burla, os ruego que me digáis vuestra opinión sobre este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que sepáis lo que más os conviene hacer en este negocio, me gustaría contaros lo que sucedió a un rey moro con tres pícaros granujas que llegaron a palacio.
Y el conde le preguntó lo que había pasado.
-Señor conde -dijo Patronio-, tres pícaros fueron a palacio y dijeron al rey que eran excelentes tejedores, y le contaron cómo su mayor habilidad era hacer un paño que sólo podían ver aquellos que eran hijos de quienes todos creían su padre, pero que dicha tela nunca podría ser vista por quienes no fueran hijos de quien pasaba por padre suyo.
»Esto le pareció muy bien al rey, pues por aquel medio sabría quiénes eran hijos verdaderos de sus padres y quiénes no, para, de esta manera, quedarse él con sus bienes, porque los moros no heredan a sus padres si no son verdaderamente sus hijos. Con esta intención, les mandó dar una sala grande para que hiciesen aquella tela.
»Los pícaros pidieron al rey que les mandase encerrar en aquel salón hasta que terminaran su labor y, de esta manera, se vería que no había engaño en cuanto proponían. Esto también agradó mucho al rey, que les dio oro, y plata, y seda, y cuanto fue necesario para tejer la tela. Y después quedaron encerrados en aquel salón.
»Ellos montaron sus telares y simulaban estar muchas horas tejiendo. Pasados varios días, fue uno de ellos a decir al rey que ya habían empezado la tela y que era muy hermosa; también le explicó con qué figuras y labores la estaban haciendo, y le pidió que fuese a verla él solo, sin compañía de ningún consejero. Al rey le agradó mucho todo esto.
»El rey, para hacer la prueba antes en otra persona, envió a un criado suyo, sin pedirle que le dijera la verdad. Cuando el servidor vio a los tejedores y les oyó comentar entre ellos las virtudes de la tela, no se atrevió a decir que no la veía. Y así, cuando volvió a palacio, dijo al rey que la había visto. El rey mandó después a otro servidor, que afirmó también haber visto la tela.
»Cuando todos los enviados del rey le aseguraron haber visto el paño, el rey fue a verlo. Entró en la sala y vio a los falsos tejedores hacer como si trabajasen, mientras le decían: «Mirad esta labor. ¿Os place esta historia? Mirad el dibujo y apreciad la variedad de los colores». Y aunque los tres se mostraban de acuerdo en lo que decían, la verdad es que no habían tejido tela alguna. Cuando el rey los vio tejer y decir cómo era la tela, que otros ya habían visto, se tuvo por muerto, pues pensó que él no la veía porque no era hijo del rey, su padre, y por eso no podía ver el paño, y temió que, si lo decía, perdería el reino. Obligado por ese temor, alabó mucho la tela y aprendió muy bien todos los detalles que los tejedores le habían mostrado. Cuando volvió al palacio, comentó a sus cortesanos las excelencias y primores de aquella tela y les explicó los dibujos e historias que había en ella, pero les ocultó todas sus sospechas.
»A los pocos días, y para que viera la tela, el rey envió a su gobernador, al que le había contado las excelencias y maravillas que tenía el paño. Llegó el gobernador y vio a los pícaros tejer y explicar las figuras y labores que tenía la tela, pero, como él no las veía, y recordaba que el rey las había visto, juzgó no ser hijo de quien creía su padre y pensó que, si alguien lo supiese, perdería honra y cargos. Con este temor, alabó mucho la tela, tanto o más que el propio rey.
»Cuando el gobernador le dijo al rey que había visto la tela y le alabó todos sus detalles y excelencias, el monarca se sintió muy desdichado, pues ya no le cabía duda de que no era hijo del rey a quien había sucedido en el trono. Por este motivo, comenzó a alabar la calidad y belleza de la tela y la destreza de aquellos que la habían tejido.
»Al día siguiente envió el rey a su valido, y le ocurrió lo mismo. ¿Qué más os diré? De esta manera, y por temor a la deshonra, fueron engañados el rey y todos sus vasallos, pues ninguno osaba decir que no veía la tela.

»Así siguió este asunto hasta que llegaron las fiestas mayores y pidieron al rey que vistiese aquellos paños para la ocasión. Los tres pícaros trajeron la tela envuelta en una sábana de lino, hicieron como si la desenvolviesen y, después, preguntaron al rey qué clase de vestidura deseaba. El rey les indicó el traje que quería. Ellos le tomaron medidas y, después, hicieron como si cortasen la tela y la estuvieran cosiendo.
»Cuando llegó el día de la fiesta, los tejedores le trajeron al rey la tela cortada y cosida, haciéndole creer que lo vestían y le alisaban los pliegues. Al terminar, el rey pensó que ya estaba vestido, sin atreverse a decir que él no veía la tela.
»Y vestido de esta forma, es decir, totalmente desnudo, montó a caballo para recorrer la ciudad; por suerte, era verano y el rey no padeció el frío.
»Todas las gentes lo vieron desnudo y, como sabían que el que no viera la tela era por no ser hijo de su padre, creyendo cada uno que, aunque él no la veía, los demás sí, por miedo a perder la honra, permanecieron callados y ninguno se atrevió a descubrir aquel secreto. Pero un negro, palafrenero del rey, que no tenía honra que perder, se acercó al rey y le dijo: «Señor, a mí me da lo mismo que me tengáis por hijo de mi padre o de otro cualquiera, y por eso os digo que o yo soy ciego, o vais desnudo».
»El rey comenzó a insultarlo, diciendo que, como él no era hijo de su padre, no podía ver la tela.
»Al decir esto el negro, otro que lo oyó dijo lo mismo, y así lo fueron diciendo hasta que el rey y todos los demás perdieron el miedo a reconocer que era la verdad; y así comprendieron el engaño que los pícaros les habían hecho. Y cuando fueron a buscarlos, no los encontraron, pues se habían ido con lo que habían estafado al rey gracias a este engaño.
»Así, vos, señor Conde Lucanor, como aquel hombre os pide que ninguna persona de vuestra confianza sepa lo que os propone, estad seguro de que piensa engañaros, pues debéis comprender que no tiene motivos para buscar vuestro provecho, ya que apenas os conoce, mientras que, quienes han vivido con vos, siempre procurarán serviros y favoreceros.
El conde pensó que era un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro y compuso estos versos que dicen así:
A quien te aconseja encubrir de tus amigos
más le gusta engañarte que los higos.
 

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