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domingo, 29 de julio de 2012

¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XXII (FINAL) - Philip K. Dick

Viene de "¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XXI - Philip K. Dick"



CAPÍTULO XXII

Capítulo Final


Dejó el receptor en su lugar, sin apartar la vista del punto donde había observado un movimiento, fuera del coche. Una cosa en el suelo, entre las piedras; un animal. Le latió con fuerza el corazón, demasiado cargado por el asombro. Yo sé qué es. Nunca he visto uno, pero lo sé por las viejas películas sobre la naturaleza que pasa la TV del gobierno.

Están extinguidos, se dijo. Buscó su arrugado Sidney, y pasó las páginas con dedos temblorosos.

SAPO (Bufonidae), todas las variedades... E

Extinguidos. El sapo era la criatura más preciosa para Wilbur Mercer, junto con el asno. Pero prefería el sapo.

Necesito una caja, se dijo. Giró; en el asiento trasero de coche aéreo no había nada. Saltó al exterior, fue a la baulera y la abrió. Había una caja de cartón que contenía una ampolla de combustible de repuesto; sacó la ampolla, puso dentro de la caja las hojas de una enredadera que encontró, y se acercó lentamente al sapo, sin separar de él la vista.

El sapo se combinaba perfectamente con la textura y el matiz del polvo omnipresente. Quizás había evolucionado, adaptándose al nuevo clima así como se había adaptado antes a todos los climas. Si no se hubiera movido no lo habría visto; sin embargo no estaba a más de dos metros de distancia. ¿Qué ocurre cuando se encuentra un animal al que se cree extinguido? Era muy raro. Algo así como una estrella de honor de las Naciones Unidas y dinero, una recompensa de millones de dólares. Y entre todas las posibilidades, hallar precisamente la criatura preferida por Mercer. Dios mío, pensó, no puede ser. 

Debe tratarse de un defecto cerebral mío, provocado por la exposición a la radiactividad. Soy un especial, pensó. Me ha ocurrido algo. Como al cabeza de chorlito Isidore con su araña. Lo que le pasó a él me pasa a mí. ¿Lo quiso así Mercer? Pero yo soy Mercer. Yo lo he querido así. He encontrado al sapo, porque veo a través de los ojos de Mercer.

Se puso en cuclillas al lado del sapo. Había apartado las piedrecillas con el trasero, cavándose un hoyo, de modo que sólo se veían el cráneo y los ojos a ras del suelo. Estaba como en trance, con su metabolismo disminuido al mínimo. Sus ojos no revelaban lo que hubiese visto. Rick pensó, horrorizado: se ha muerto, quizá de sed. Pero no; se había movido.

Depositó la caja en el suelo y con gran cuidado tocó unas piedrecillas cerca del animal, que aparentemente no se oponía. 

Por supuesto, ignoraba su existencia. Cuando lo alzó sintió su peculiar frialdad. El cuerpo parecía seco y arrugado; y tan frío como si hubiera vivido siempre en una gruta a muchas millas de profundidad, lejos del sol. Ahora el animal se retorcía; con sus débiles patas traseras intentaba liberarse instintivamente, y saltar. Era un sapo grande, adulto, inteligente. Capaz, a su modo, de sobrevivir en un mundo donde el hombre realmente no podía. Me pregunto dónde encuentra el agua para sus huevos... 

De modo que esto es lo que ve Mercer, pensó mientras cerraba cuidadosamente la caja, con muchas vueltas de cordel. La vida que nosotros ya no podemos distinguir, la vida cuidadosamente enterrada hasta los ojos en un mundo muerto. En cada ceniza del universo Mercer percibe seguramente la vida
escondida. Y después de haber visto a través de los ojos de Mercer, probablemente a mí también me ocurrirá.

Y ningún androide le cortará las patas a este sapo, como hicieron con la araña del cabeza de chorlito.

Depositó su caja en el asiento y se sentó ante los mandos. Es como volver a ser un muchacho. La carga que había sentido se había disipado; había desaparecido aquella fatiga opresora y monumental. Cuando Irán se entere... Cogió el videófono, pero se detuvo. 

Será una sorpresa. Y sólo llevará treinta o cuarenta minutos volver a casa. Encendió el motor, remontó y puso rumbo a San Francisco, mil kilómetros al sur.

Irán Deckard estaba ante el órgano de ánimos Penfield, con el índice de la mano derecha apoyado en el dial numerado. Pero no lo hacía girar. Se sentía demasiado angustiada. Su inquietud clausuraba el futuro y todas las posibilidades que contuviera. Y pensaba: si Rick estuviera aquí, me haría marcar el 3, y eso me infundiría el deseo de marcar algo importante, como júbilo incontenible, o quizás un 888: deseo de ver televisión sin reparar en el programa. Me pregunto qué programa habrá... Y adonde habrá ido Rick. Puede volver, y también es posible que no vuelva.

Oyó un golpe en la puerta.
 
Dejó a un lado el manual Penfield y se puso en pie de un salto, pensando: No necesito marcar nada: Ya tengo todo lo que quiero, si es Rick.

Corrió a la puerta y la abrió de par en par.

—Hola —dijo él. Tenía un tajo en la mejilla, la ropa gris y arrugada, hasta el pelo estaba saturado de polvo. Las manos, la cara..., había polvo por todas partes, excepto en los ojos, que brillaban como los de un chico. Parecía que hubiera estado jugando y que hubiera decidido volver a casa, que ya era hora... A descansar, bañarse y contar los maravillosos sucesos del día.
—Cuánto me alegro —dijo ella.
—He traído algo —sostuvo en alto la caja de cartón con ambas manos. Entró sin soltarla, como si hubiera en ella algo muy frágil o valioso. Quería tenerla perpetuamente en las manos. 
—Te prepararé una taza de café —dijo Irán. Apretó el botón de café de su cocina y en un instante tuvo una gran jarra. El se sentó sin separarse de su caja, y sin perder la mirada de asombrada alegría. Nunca, desde que lo conocía, le había visto esa expresión. Le había ocurrido algo desde su partida, la noche anterior. Y ahora había vuelto, y la caja había vuelto, y la caja había venido con él. En la caja estaba lo que le había ocurrido.
—Voy a dormir —anunció Rick—Todo el día. Hablé con Harry Bryant, me dijo que me tomara el día libre, y eso es exactamente lo que haré —con cuidado colocó la caja en la mesa y bebió el café, como ella quería. 

Irán estaba sentada frente a Rick.
 
—¿Qué hay en la caja? —preguntó.
—Un sapo.
—¿Puedo verlo?
 
El desató la caja y alzó la tapa.
 
—Oh —dijo Irán al ver el sapo; por alguna razón, se asustó—¿Muerde?
—Cógelo. No muerde; los sapos no tienen dientes —Rick alzó el sapo y se lo alcanzó.

Ella lo cogió, ocultando su aversión.
 
—Pensé que estaban extinguidos —dijo ella, mientras lo daba vuelta y miraba con curiosidad sus patas traseras: parecían casi inútiles—¿Los sapos saltan como las ranas? Quiero decir, ¿saltará de repente?
—Las patas de los sapos son débiles —respondió Rick—Esa es la principal diferencia entre un sapo y una rana. Eso y el agua. Las ranas viven cerca del agua, pero los sapos pueden sobrevivir en el desierto. Lo encontré en el desierto, cerca de la frontera de Oregon, donde no hay nada vivo —estiró la mano para coger el animal.

Pero Irán había descubierto algo: mientras lo sostenía, cabeza abajo, y tocaba su abdomen, abrió con la uña el diminuto panel de control. 

—Oh —dijo Rick, demudado—; ah, ya veo, tienes razón —miraba en silencio al seudo-animal. Lo cogió en su mano, y jugó con sus patas; y todavía en ese momento parecía no comprender. Luego lo puso cuidadosamente en su caja—Me pregunto cómo habrá llegado a esa desolada región de California... Alguien tiene que haberlo puesto allí, y no encuentro forma de explicarme por qué.
—Quizá no debí haberte dicho que era eléctrico —Irán le tocó el brazo. Se sentía culpable por el efecto, el cambio que había provocado en él.
—No —respondió Rick—Me alegro de saberlo. O mejor dicho, prefiero saberlo.
—¿Quieres usar el órgano de ánimos, para sentirte mejor? Siempre te ha servido, mucho más que a mí. 
—Estoy bien —sacudió la cabeza, como si tratara de aclarar sus ideas, aún sorprendido—La araña que Mercer le dio a Isidore, el cabeza de chorlito, también debía ser artificial. Pero no importa. Las cosas eléctricas también tienen su vida, por pequeña que ella sea.
—Parece que hubieras caminado cien millas —dijo Irán.
—Ha sido un día largo —respondió él.
—Ve a la cama y duerme.
—Ya ha terminado todo, ¿verdad? —Rick la miró con expresión de sorpresa.

Parecía esperar a que ella se lo dijese, como si lo supiera. Como si oírselo a sí mismo no significara nada. Sentía duda ante sus propias palabras. No se tornaban significativas mientras ella no las confirmara. 

—Ha terminado —dijo Irán.
—Dios, qué tarea maratónica —dijo Rick—Una vez empezada no había forma de concluir... Me llevaba adelante, hasta que finalmente retiré a los Baty, y no tuve nada que hacer. Y —vaciló, evidentemente asombrado por lo que había empezado a decir— esa parte fue la peor. Después de terminar, no me podía detener porque no quedaría nada si me detenía. Tenías razón tú, esta mañana, cuando dijiste que soy sólo un policía de manos groseras.
—Ahora no lo creo —respondió Irán—Sólo estoy feliz de que hayas vuelto a casa, a tu lugar —lo besó, y eso pareció gustarle a Rick. Su cara se iluminó, casi tanto como antes, antes de que ella le mostrara que el sapo era eléctrico.
—¿Crees que he hecho mal? Lo que hice hoy, ¿está mal?
—No.
—Mercer dijo que estaba mal, pero que igual debía hacerlo. Es extraño que a veces sea mejor hacer algo malo que bueno.
—Es la maldición que pesa sobre nosotros —respondió Irán—A eso se refiere Mercer.
—¿El polvo?
—Los asesinos que encontraron a Mercer cuando tenía dieciséis años y le dijeron que no podía invertir el tiempo ni traer de vuelta animales a la vida. Entonces, ahora, lo único que puede hacer es moverse al paso de la vida, e ir adonde ella va, a la muerte. Los asesinos arrojan las piedras. Son ellos quienes lo hacen, siempre lo persiguen... Así como a todos nosotros. ¿Fue una piedra la que te hirió la mejilla?
—Sí —respondió Rick débilmente.
—¿Te irás a la cama? ¿Quieres que te ponga el órgano de ánimos en 670?
—¿Qué es eso?
—Descanso reparador y merecido —dijo Irán. 

Rick se puso de pie, dolorido, con el rostro soñoliento y confuso, como si una sucesión de batallas se lo hubiera disputado durante muchos años. Poco a poco, avanzó en la ruta al dormitorio.

—Está bien —contestó—Descanso reparador y merecido —se tendió en la cama. Sus ropas y su pelo desprendieron polvo sobre las sábanas blancas. 

Mientras apretaba el botón que tornaba opacas las ventanas del dormitorio, Irán pensó que no sería necesario encender el órgano de ánimos. La luz grisásea del día desapareció.

Un instante después, Rick dormía. 

Irán se quedó a su lado un rato, hasta que tuvo la seguridad de que no despertaría ni se quedaría sentado, asustado, como le pasaba a veces por las noches. Luego regresó a la cocina y se sentó ante la mesa. 

El sapo eléctrico se movía en su caja. Irán se preguntó qué “comería”, y si necesitaba mantenimiento. Moscas artificiales, pensó. 

Abrió la guía telefónica y buscó en las páginas amarillas accesorios para animales eléctricos. Llamó, y cuando la vendedora atendió, dijo: 

—Quiero medio kilo de moscas artificiales que zumben y revoloteen.
—¿Para una tortuga eléctrica, señora?
—Para un sapo.
—Entonces, le sugiero nuestro surtido mixto de bichos reptantes y voladores, que incluye...
—Prefiero las moscas —respondió Irán—¿Puede enviarlas? No quiero salir: mi marido duerme y no quiero dejarlo solo. 

La vendedora agregó:
 
—Le recomendaría nuestra charca perpetua, salvo si se trata de un escuerzo, en cuyo caso tenemos un equipo completo de arena, piedrecillas multicolores y seudo-desechos orgánicos. Y si piensa usted alimentarlo regularmente, le sugiero que nuestro servicio de mantenimiento realice un ajuste periódico de la lengua. En un sapo, la lengua es vital.
—Muy bien —contestó Irán—Quiero que funcione perfectamente. A mi marido le encanta —dio su dirección y colgó. 

Y ya sintiéndose mejor, se sirvió por fin una taza de café negro y caliente. 


FIN

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