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domingo, 12 de agosto de 2012

El último unicornio - Cap VII - Peter S. Beagle

Viene de "El último unicornio - Cap VI - Peter S. Beagle"
 



CAPÍTULO VII


La ciudad de Hagsgate tenía forma de pisada; de una ancha zarpa surgían largos dedos rematados en uñas del tamaño de una azada. Y en verdad, así como las otras ciudades del territorio del rey Haggard parecían apenas arañar como gorriones la mísera tierra, Hagsgate tenía el aspecto de estar firmemente construida. Sus calles presentaban un pavimentado impecable, sus jardines florecían, sus orgullosas casas hubieran podido brotar directamente de la tierra, como árboles. Había luces en todas las ventanas. Los viajeros podían oír voces, el ladrido de los perros y el vigoroso frotar de estropajos sobre los platos hasta hacerlos brillar. Se detuvieron junto a una cerca para reflexionar.

—¿Suponéis que nos desviamos en alguna parte y esto no es Hagsgate? — suspiró Molly. Se cepilló inútilmente y con furia sus trapos y harapos y suspiró—. Sabía que debía haberme traído el vestido bueno.

Schmendrick se rascó la nuca antes de responder.

—Esto es Hagsgate. Debe de ser Hagsgate, pero no huele a brujería, no se intuye la magia negra. Pero entonces, ¿por qué las leyendas, por qué las fábulas y los cuentos de hadas? Muy confuso, especialmente si sólo has tenido medio nabo para cenar.

La unicornio no dijo nada. Más allá de la ciudad, más oscuro que la oscuridad, el castillo del rey Haggard se balanceaba como un lunático sobre unos zancos, y más allá del castillo el mar se deslizaba. El olor del Toro Rojo se filtraba en la noche, frío en comparación con los aromas a vida y cocina que llenaban la ciudad.

—La buena gente debe de estar en su casa —dijo Schmendrick—, pensando en sus beneficios. La saludaré.

Se adelantó y tiró la capa hacia atrás, pero antes de que pudiera abrir la boca una voz ronca le advirtió desde algún lugar inconcreto:

—Ahorra tu aliento, forastero, mientras te quede.

Cuatro hombres surgieron del otro lado de la cerca. Dos de ellos apoyaron sus espadas en la garganta de Schmendrick, mientras otro vigilaba a Molly con un par de pistolas. El cuarto se acercó a la unicornio para sujetarla por la crin, pero ésta se encabritó, llameando salvajemente, y el hombre se apartó de un salto.

— ¡Tu nombre! —ordenó a Schmendrick el que había hablado primero.

Era de mediana edad o tal vez más, como los otros, y vestía con ropas elegantes y de tonos oscuros.

— Gick —dijo el mago, temeroso de las espadas.
— Gick —musitó el hombre de las pistolas—. Un nombre extranjero.
— Naturalmente —dijo el primer hombre—. Todos los nombres son extranjeros en Hagsgate. Bien, señor Gick —continuó, acercando la espada al punto en que las clavículas de Schmendrick convergían—, si vos y la señora Gick nos quisierais confesar amablemente qué motivo os ha traído por aquí...
— ¡Apenas conozco a esta mujer! —rugió Schmendrick, que por fin había encontrado su voz —. Mi nombre es Schmendrick, Schmendrick el Mago, y estoy hambriento, cansado y malhumorado. Apartad esas cosas si no queréis encontraros un escorpión donde menos os lo pensáis.

Los cuatro hombres se miraron entre sí.

—Un mago —dijo el primero—. Uno auténtico.

Dos de los asaltantes asintieron, pero el que había intentado capturar a la unicornio gruñó:

—En estos días cualquiera puede decir que es un mago. Las antiguas convenciones han desaparecido, los antiguos valores han sido abandonados...

Además, un verdadero mago lleva barba.

—Bueno, si no es un mago —dijo el primer hombre alegremente—, pronto deseará serlo. —Envainó la espada y se inclinó ante Schmendrick y Molly—. Me llamo Drinn y posiblemente será un placer daros la bienvenida a Hagsgate. Decís que estáis hambriento y me lo creo. Eso tiene fácil remedio..., y después quizá nos podáis hacer una demostración de vuestra capacidad profesional. Venid conmigo.

Con una cortesía repentina, les condujo hacia una posada iluminada, mientras los otros tres les seguían muy de cerca. A ellos se sumaron más habitantes del pueblo, que salían a toda prisa de sus casas, dejando la cena a medias y la tetera en el ruego, de modo que cuando Schmendrick y Molly tomaron asiento ya se había congregado alrededor de un centenar de personas en los largos bancos de la posada, obstruyendo la entrada o saltando por las ventanas quienes no habían podido conseguir un sitio. La unicornio, inadvertida, paseaba tranquilamente en el exterior, un potro blanco de extraña mirada.

El hombre llamado Drinn se sentó en la misma mesa de Schmendrick y Molly, charlando mientras comían y llenándose los vasos de un áspero vino negro. Molly Grue bebía muy poco. Estaba sentada en silencio, y observaba las caras que les rodeaban; advirtió que ninguna aparentaba menos edad que la de Drinn, si bien algunas eran mucho más viejas. Había algo en todos esos rostros que los hacía muy similares, pero no conseguía dilucidar el qué.

—Y ahora —dijo Drinn al terminar la comida—, ahora debéis permitirme que os explique por qué os salimos al encuentro con tan malos modos.
— ¡Bah!, no hace falta —dijo Schmendrick, ahogando una risita. El vino le había puesto risueño y alegre, y sus ojos verdes chispeaban con un brillo dorado—. Lo que quiero saber es en qué se fundamentan todos esos rumores que pueblan Hagsgate de necrófagos y hombres lobo. Es la cosa más absurda que he oído en mi vida.

Drinn sonrió. Era un hombre áspero, con las mandíbulas duras y vacías como las de una tortuga.

—Es lo mismo —dijo—. Escuchad. La ciudad de Hagsgate padece una maldición.

Se hizo un silencio repentino en la sala. La luz amarillenta se reflejó en unas caras pálidas y estiradas como queso. Schmendrick rió otra vez.

—Una bendición, queréis decir. En este escuálido reino del viejo Haggard sois como otro país completamente diferente..., un remanso, un oasis. Estoy de acuerdo contigo en que existe un encantamiento aquí, pero bebo por él.
—No hagas ese brindis, amigo mío. —Drinn le detuvo antes de que levantara el vaso—. ¿Beberás por un infortunio que dura ya cincuenta años? Porque ése es el tiempo que ha transcurrido desde que la desgracia cayó sobre nosotros, cuando el rey Haggard construyó su castillo junto al mar.
—Cuando la bruja lo construyó, según creo. —Schmendrick movió un dedo ante él—. Hay que darle el mérito a quien se lo merece, después de todo.
—Ah, conoces la historia —dijo Drinn—. Entonces también sabrás que Haggard se negó a pagarle a la bruja cuando terminó su tarea.
—Sí —asintió el mago—, y ella le maldijo por su avaricia..., bueno, maldijo al castillo. Pero ¿qué tiene todo eso que ver con Hagsgate? La ciudad no había perjudicado en nada a la bruja.
—No —replicó Drinn—, pero tampoco la había beneficiado. No podía deshacer el castillo..., o no quería, porque se vanagloriaba de su talento artístico y proclamaba que su obra se había adelantado en muchos años a su tiempo. Sea lo que fuere, vino a ver a los gobernantes de Hagsgate y les conminó a que obligaran a Haggard a pagar la deuda contraída con ella. «Miradme y os veréis a vosotros mismos», dijo con voz áspera. «Ésta es la mejor prueba para una ciudad, o para un rey. Un noble que engaña a una fea y vieja bruja engañará a sus súbditos en lo sucesivo. Detenedle mientras podáis, antes de que os acostumbréis a él.»—Drinn bebió su vino y llenó pensativamente la copa de Schmendrick una vez más. Luego prosiguió—: Haggard no le pagó ninguna suma y Hagsgate, ¡ay!, no le prestó atención. Fue tratada con gentileza y remitida a las autoridades competentes, con lo cual montó en cólera y gritó que en nuestro deseo de no hacernos enemigos nos habíamos creado dos. —Hizo una pausa, cubriéndose los ojos con unos párpados tan finos que Molly se sintió segura de que podía ver a través de ellos, como un pájaro. Con los ojos aún cerrados, dijo—: Fue entonces cuando maldijo el castillo de Haggard, y maldijo nuestra ciudad también. Así la avaricia de Haggard causó la ruina de todos nosotros.

En el silencio resignado que se produjo, la voz de Molly Grue se abatió como un martillo sobre una herradura, como si estuviera regañando de nuevo al pobre capitán Cully.

—Haggard es aún menos culpable que vosotros —se burló de la gente de Hagsgate—, porque él era sólo un ladrón y vosotros erais muchos. Os ganasteis vuestra desventura a causa de vuestra avaricia, no la del rey.

Drinn abrió los ojos y le dirigió una mirada furiosa.

—Nosotros no ganamos nada —protestó—. Fue a nuestros padres y abuelos a quienes pidió ayuda la bruja, y puedo garantizarte que, a su manera, eran tan culpables como Haggard. Nosotros hubiéramos manejado las cosas de forma muy diferente.

Cada uno de los rostros de mediana edad de la sala miró con el ceño fruncido a todos los rostros viejos. Uno de los ancianos habló con una voz que resollaba y se aflautaba.

—Hubierais hecho lo mismo que nosotros. Había que recoger las cosechas y guardar el ganado, igual que hoy. Había que vivir con Haggard, igual que hoy. Sabemos muy bien cuál hubiera sido vuestro comportamiento. Sois nuestros hijos.

Drinn le fulminó con una mirada y otros hombres empezaron a gritar rencorosamente, pero Schmendrick los hizo callar a todos con una pregunta.

—¿Cuál fue la maldición? ¿Acaso tenía algo que ver con el Toro Rojo?

El nombre resonó como el hielo, incluso en aquella sala caldeada. Molly se sintió repentinamente muy sola. Llevada por un impulso añadió una pregunta de cosecha propia, aunque no tenía nada que ver con la conversación.

—¿Alguien ha visto alguna vez un unicornio?

Fue entonces cuando aprendió dos cosas, la diferencia entre el silencio y el silencio absoluto, y que había estado muy oportuna al plantear esa pregunta. Los rostros de Hagsgate intentaron permanecer indiferentes, pero no pudieron.

—Nunca vemos al Toro —respondió Drinn con circunspección—, y nunca hablamos de él. Nada que le concierna puede ser asunto nuestro. En cuanto a los unicornios, no existen. Nunca existieron. —Se sirvió más vino; luego, juntó las manos y dijo—: Voy a recitaros la maldición:

Vosotros, que de Haggard sois esclavos,
compartiréis su gloria y su fracaso.
Vuestra fortuna florecerá
hasta que el torrente la torre derribará.
Y de Hagsgate sólo uno habrá
de destruir el castillo capaz.  


Algunos le hicieron coro mientras recitaba la vieja maldición. Sus voces sonaban tristes y lejanas, como si no estuvieran en la sala, sino rodando en el viento, sobre la chimenea de la posada, indefensos como hojas muertas.

¿Qué hay de especial en sus caras?, se preguntó Molly. Estoy a punto de adivinarlo. El mago seguía sentado sin decir palabra, a su lado, y hacía girar la copa de vino entre sus largas manos.

—Cuando estas palabras se pronunciaron por primera vez —dijo Drinn—, hacía poco que Haggard estaba en el país, que por entonces era todavía suave y fértil..., excepto la ciudad de Hagsgate. Hagsgate era como es hoy el país, un lugar desnudo y seco, donde los hombres aseguraban con grandes piedras los tejados de sus cabañas para evitar que se los llevara el viento. —Sonrió burlonamente a los más viejos—. ¡Recoger las cosechas y guardar el ganado! Cultivabais berzas, nabos y unas pocas y diminutas patatas, y en todo Hagsgate sólo había una pobre y fatigada vaca. Los extranjeros pensaban que la ciudad estaba maldita, que habíamos ofendido a alguna bruja rencorosa.

Molly presintió que la unicornio paseaba por la calle, arriba y abajo, inquieta como las antorchas de las paredes, que no cesaban de serpentear y parpadear. Deseó salir corriendo hacia ella, pero en cambio preguntó con mucha serenidad:

—¿Y después, cuando todo se cumplió?
—Desde aquel momento, no conocimos otra cosa que la abundancia —respondió Drinn—. Nuestra inhóspita tierra se hizo tan fértil que jardines y huertos crecieron por sí solos, sin necesidad de plantar o cultivar. Nuestros rebaños se multiplicaron. Nuestros artesanos ganaron en inspiración mientras dormían. El aire que respiramos y el agua que bebemos nos protegen de cualquier enfermedad. Todas las desgracias se apartan de nosotros..., y esto ha sucedido mientras el resto del territorio, antes tan verde, se ha visto reducido a cenizas bajo el dominio de Haggard.

Durante cincuenta años sólo él y nosotros hemos prosperado, mientras que los demás se hallan bajo el influjo de la maldición.

— «Compartiréis su gloria y su fracaso.» Ya veo, ya veo... —murmuró Schmendrick entre sorbo y sorbo de vino, y luego rió—. Pero el viejo rey Haggard todavía reina y lo hará hasta que el mar se desborde. Vosotros no sabéis lo que es una maldición de verdad. Dejadme que os cuente mis penas. —Súbitas lágrimas brillaron en sus ojos—. Para empezar, mi mamá nunca me quiso. Lo intentó, pero yo sabía...

Drinn le interrumpió y justo en ese momento comprendió Molly lo que le resultaba tan extraño en la gente de Hagsgate. Todos vestían con prendas confortables y de buena calidad, pero los rostros que surgían de sus elegantes vestidos eran rostros de gente pobre, fríos como fantasmas y demasiado hambrientos para poder comer.

— «Y de Hagsgate sólo uno habrá de destruir el castillo capaz.» ¿Cómo podemos disfrutar de nuestra buena fortuna cuando sabemos que debe terminar, y que uno de nosotros será el que le pondrá fin? Cada día somos más ricos, y cada nuevo día nos acerca a nuestra perdición. Mago, durante cincuenta años hemos vivido pobremente, hemos evitado ataduras, hemos desterrado todas las costumbres; nos hemos estado preparando para el mar. No nos hemos tomado ni un momento de alegría por causa de nuestra riqueza, o por cualquier otra cosa, porque la alegría es otra de las cosas que perderemos. Compadeceos de Hagsgate, forasteros, porque en todo este desdichado mundo no hallaréis una ciudad más infeliz.

—Perdidos, perdidos, perdidos —salmodiaron los presentes— . Pobres, pobres de nosotros.

Molly Grue les miraba sin decir palabra, pero Schmendrick dijo respetuosamente:

—Es una buena maldición, un trabajo de profesional. Yo siempre lo digo, hayas hecho lo que hayas hecho, consulta con un experto. A la larga te compensa.

Drinn frunció el ceño y Molly le dio un codazo a Schmendrick. El mago parpadeó.

—Oh, bueno, ¿qué deseáis de mí? Debo advertiros que no soy un brujo muy diestro, pero me sentiré feliz de levantar la maldición que pesa sobre vosotros, si puedo.
—No te tomé por más de lo que eres —respondió Drinn—, pero tal como eres sirves igual que cualquiera. Me parece que dejaremos la maldición como está. Si nos libráramos de ella no nos haríamos pobres de nuevo, pero tampoco aumentaríamos nuestra riqueza, lo que sería igual de malo. No, nuestra auténtica misión es evitar que la torre de Haggard se derrumbe, y si el héroe que la destruirá sólo puede provenir de Hagsgate, entonces no se trata de algo imposible. Hay una razón por la que no permitimos a los extranjeros establecerse aquí. Los mantenemos alejados, por la fuerza si es preciso, pero generalmente por astucia. Esas historias tenebrosas acerca de Hagsgate que habéis oído las inventamos nosotros, y las extendimos tanto como pudimos para asegurarnos de que Hagsgate tendría muy pocos visitantes.

Sonrió orgullosamente con sus huecas mandíbulas. Schmendrick apoyó la barbilla en los nudillos y miró a Drinn con una ambigua sonrisa.

—¿Y qué me dices de vuestros hijos? —preguntó—. ¿Cómo evitaréis que uno de ellos crezca y cumpla la maldición? —Paseó la mirada por el local, estudiando cuidadosamente cada rostro preocupado que le observaba—. Pensad en ello. ¿No hay jóvenes en la ciudad? ¿A qué hora enviáis los niños a dormir?

Nadie le respondió. Molly podía oír el pulso de la sangre en los ojos y en los oídos y la crispación de los nervios en la piel, como el agua golpeada por la lluvia.

—No tenemos hijos —dijo Drinn—. No hemos tenido ninguno desde el día en que la maldición cayó sobre nosotros. —Se cubrió la boca para toser y añadió—: Nos pareció la manera más obvia de frustrar las intenciones de la bruja.

Schmendrick echó hacia atrás la cabeza y rió sin hacer ningún sonido, rió hasta hacer bailar las llamas. Molly comprendió que el mago estaba completamente borracho. La boca de Drinn desapareció y sus ojos adquirieron la dureza de la porcelana agrietada.

—No veo nada gracioso en nuestra situación. Nada en absoluto.
—Nada —borbotó Schmendrick, doblándose sobre la mesa y derramando el vino—. Nada, perdonadme, nada, nada en absoluto. —Ante la mirada airada de cien pares de ojos, intentó serenarse y responder con seriedad a Drinn—. Por tanto, me da la impresión de que no tenéis problemas. Ningún problema que os inquiete, en cualquier caso.

Un conato de risa asomó en sus labios, como el vapor de una tetera.

—Eso parece. —Drinn se inclinó y tocó la muñeca de Schmendrick con dos dedos—. Pero no te he dicho toda la verdad. Hace veintiún años nació un niño en Hagsgate. Nunca supimos de quién era hijo. Yo mismo lo encontré, mientras cruzaba la plaza del mercado una noche de invierno. Yacía en un tajo de carnicero, sin llorar, a pesar de que nevaba, arrullado y calentado por unos gatos callejeros. Estaban todos ronroneando en grupo, con un sonido lleno de sabiduría. Me quedé largo rato junto a la extraña cuna, meditando mientras la nieve caía y los gatos ronroneaban la profecía.

Se detuvo y Molly Grue dijo impacientemente:

—Te lo llevaste a casa, por supuesto, y lo criaste como si fuera tuyo.

Drinn puso las manos sobre la mesa, con las palmas hacia el cielo.

—Alejé a los gatos —dijo— y me marché a casa, solo.

El rostro de Molly se tornó del color de la niebla.

—Reconozco el nacimiento de un héroe cuando lo veo. —Drinn se encogió de hombros—. Presagios y portentos, serpientes en el cuarto de los niños. Le hubiera concedido una oportunidad al niño, de no ser por los gatos; era todo tan obvio, tan mitológico... ¿Qué debía hacer yo? ¿Llevar a término el destino de Hagsgate sabiéndolo? —Su labio se contrajo como si le hubieran clavado un anzuelo—. Tal como suele suceder, me equivoqué, pero por el lado de la ternura. Cuando volví al amanecer, el niño había desaparecido.

Schmendrick hacía dibujos con el dedo en un charco de vino, y probablemente no había escuchado nada. Drinn prosiguió.

—Por supuesto, nadie admitió haber abandonado un niño en la plaza del mercado, y aunque registramos cada casa desde el sótano hasta el palomar no lo encontramos. Hubiera podido llegar a la conclusión de que los lobos se habían llevado al bebé, o que todo había sido un sueño, incluyendo a los gatos, de no ser porque justo al día siguiente un heraldo del rey Haggard llegó cabalgando a la ciudad, con la orden de que nos alegráramos. Después de treinta años de espera, por fin el rey había tenido un hijo. —Rehuyó la mirada de Molly—. Nuestro bienamado, por cierto, era un chico.

Schmendrick se humedeció la punta del dedo y levantó la vista.

—Lír —dijo pensativamente—. El príncipe Lír. ¿No había otra forma de explicar su aparición?
—No es probable —bufó Drinn—. Cualquier mujer que quisiera casarse con Haggard sería rechazada hasta por el propio Haggard. Divulgó la historia de que el niño era su sobrino, que había adoptado generosamente al morir sus padres. Pero Haggard no tiene familia, no tiene parientes. Hay quienes dicen que nació de una nube, al igual que Venus surgió del mar. Nadie le daría un niño al rey Haggard para que lo criara.

El mago alargó el vaso con calma y, ante la negativa de Drinn, se sirvió él mismo.

—Bueno, pero tiene uno en alguna parte y es bueno para él. Pero ¿cómo pudo apoderarse de vuestro niño-gato?
—Recorre Hagsgate por las noches, no con frecuencia, pero sí de vez en cuando. Muchos de nosotros le hemos visto... El alto Haggard, gris como la madera que flota en la corriente, vagando solo bajo una luna de acero, recogiendo monedas caídas, platos rotos, cucharas, piedras, pañuelos, anillos, manzanas pisoteadas; cualquier cosa, cada cosa, sin ningún motivo. Fue Haggard el que robó el niño. Estoy tan seguro de ello como de que el príncipe Lír es aquel que derribará la torre y hundirá a Haggard y a Hagsgate juntos.
—Espero que lo sea —interrumpió Molly—. Espero que el príncipe Lír sea el niño que dejasteis morir, y que anegue vuestra ciudad, y espero que los peces os devoren a mordiscos como mazorcas de maíz...

Schmendrick le dio una patada en el tobillo con todas sus fuerzas, pues los que escuchaban habían empezado a sisear como ascuas y algunos se habían puesto en pie.

—¿Qué queréis de mí? —preguntó por segunda vez.
—Según creo, vais camino del castillo de Haggard. —Schmendrick asintió, y Drinn continuó—: Pues bien, un mago inteligente juzgaría sencillo trabar amistad con el príncipe Lír, que tiene fama de ser un joven impetuoso y dotado de una gran curiosidad. Un mago inteligente se informaría sobre toda clase de pociones, polvos, filtros, muñecos mágicos, hierbas, venenos y ungüentos. Un mago inteligente, y fíjate que he dicho «inteligente», nada más, un mago inteligente podría, en circunstancias favorables... —dejó la frase sin terminar, pero no por ello era menos explícita.
—¿Por una comida? —Schmendrick se levantó, volcando la silla. Se apoyó en la mesa con ambas manos, respirando violentamente —. ¿Es la tarifa habitual en estos días? ¿Cena y vino a cambio de envenenar a un príncipe? Tendrás que ofrecerme algo mejor, amigo Drinn. No asesinaría ni a un deshollinador por esos honorarios.

Molly Grue le agarró por el brazo y gritó:

—¿Qué estás diciendo?

Schmendrick apartó la mano con brusquedad, pero se las arregló para guiñarle un ojo disimuladamente.

—Nunca regateo con un profesional —dijo Drinn con una sonrisa, reclinado en la silla—. Veinticinco piezas de oro.

Negociaron durante media hora. Schmendrick exigía cien piezas de oro y Drinn rehusaba ofrecer más de cuarenta. Finalmente fijaron el precio en setenta monedas, la mitad pagada en el acto y la otra mitad al retorno triunfal de Schmendrick. Drinn sacó el dinero de una bolsa que llevaba colgada al cinturón y lo contó allí mismo.

—Pasaréis la noche en Hagsgate, por supuesto. Será un placer alojaros en mi casa.
—No es ésa mi opinión —negó Schmendrick con un movimiento de la cabeza—. Seguiremos hacia el castillo, ya que estamos muy cerca. Cuanto antes lleguemos, antes volveremos, ¿de acuerdo?

Le dirigió una astuta sonrisa de conspirador.

— El castillo de Haggard siempre es peligroso —advirtió Drinn—, pero aún es más peligroso de noche.
—También se dice eso sobre Hagsgate —replicó Schmendrick—. No debes creer todo lo que oigas, Drinn. —Se encaminó hacia la puerta de la posada, seguido de Molly. Entonces se volvió y dedicó una mirada agradecida a la gente de Hagsgate, sentada con sus vistosos trajes—. Me gustaría dejaros con este último pensamiento: la más profesional maldición jamás gruñida, graznada o rugida puede que no tenga efecto sobre un corazón puro. Buenas noches.

Afuera, la noche se extendía enroscada en la calle, fría como una cobra, tachonada de estrellas. No había luna. Schmendrick salió gallardamente, riendo para sí mismo y haciendo tintinear las monedas. Sin mirar a Molly dijo:

—Bobos. Asumir tan alegremente que todos los magos se toman la muerte como un pasatiempo... Si hubieran querido que les librara de la maldición..., ah, lo hubiera hecho por una comida. Lo hubiera hecho por un solo vaso de vino.
—Me alegro de que no lo hicieras —dijo Molly con rabia—. Se merecen su destino, se merecen algo peor. Abandonar a un niño en la nieve...
—Bien, si no lo hubieran hecho no habría podido llegar a ser un príncipe. ¿Has estado antes, alguna vez, en un cuento de hadas? —La voz del mago era cariñosa, pastosa a causa del vino, y sus ojos brillaban tanto como el dinero que había recibido—. El héroe tiene que convertir una profecía en realidad, y el villano es aquel que debe impedírselo..., aunque en otra clase de historias sucede más a menudo lo contrario. Y el héroe debe estar en apuros desde el mismo momento de su nacimiento, o de lo contrario no es un auténtico héroe. Es una gran satisfacción hacer averiguaciones acerca del príncipe Lír. He estado esperando esta historia para encontrar a un protagonista.

La unicornio apareció como aparece una estrella, moviéndose un poco por delante de ellos, como una vela en la oscuridad.

—Si Lír es el héroe, ¿qué es ella? —dijo Molly.
—Eso es diferente. Haggard, Lír, Drinn, tú y yo..., estamos en un cuento de hadas, y debemos ir adonde vaya. Pero ella es real. Ella es real. —Schmendrick bostezó, hipó y se estremeció, todo a la vez—. Deberíamos darnos prisa. Quizá hubiera sido mejor pasar la noche aquí, pero el viejo Drinn me pone nervioso. Estoy seguro de que le he decepcionado por completo, pero me da igual.

Molly tenía la impresión, perdida en ensoñaciones de las que no tardaba en recuperarse, que Hagsgate se estiraba como una garra para retenerles a los tres, haciendo espirales a su alrededor y desviándoles atrás y adelante, poco a poco, de modo que volvían sobre sus pasos una y otra vez. Tardaron cien años en llegar a la última casa al final del pueblo; cincuenta años después, habían atravesado a ciegas los campos húmedos, los viñedos y los encogidos huertos. Molly soñaba que las ovejas les miraban maliciosamente desde las copas de los árboles y que las vacas les salían al paso y les empujaban fuera del blanquecino sendero. Pero la luz de la unicornio flotaba delante, y Molly la siguió, dormida o despierta.

El castillo del rey Haggard acechaba en lo alto del cielo, un pájaro negro y ciego que merodeaba en el valle por las noches. Molly podía escuchar el batir de sus alas. Entonces el aliento de la unicornio agitó sus cabellos y oyó a Schmendrick preguntar:

—¿Cuántos hombres?
—Tres hombres —dijo la unicornio—. Nos han seguido desde que salimos de Hagsgate, pero ahora se acercan con rapidez. Escuchad.

Pasos demasiado suaves para su rapidez; voces demasiado apagadas para significar nada bueno. El mago se frotó los ojos.

—Tal vez Drinn haya empezado a sentirse culpable de haber pagado mal a su envenenador —murmuró—. Tal vez su conciencia no le deja dormir. Todo es posible. Tal vez tengo plumas.

Tomó a Molly del brazo y la introdujo en un hoyo de la cuneta. La unicornio se agazapó en las cercanías, inmóvil como un rayo de luna. Puñales centelleando como hilo de pescar en un océano oscuro. De repente, una voz airada y fuerte.

—Ya te lo dije, les hemos perdido. Les adelantamos una milla atrás, cuando oí aquel crujido. ¡Que me aspen si doy un paso más!
— ¡Cállate! —susurró ferozmente una segunda voz—. ¿Quieres que escapen y nos traicionen? Tienes miedo del mago, pero más te valdría tenerlo del Toro Rojo. Si Haggard descubre nuestra parte en la maldición, enviará al Toro para que nos pisotee a todos hasta reducirnos a migajas.
—No es que tenga miedo —respondió el primer hombre en un tono más suave—. Un mago sin barba no es un mago. Pero estamos perdiendo el tiempo. Abandonaron el camino y huyeron campo a través en cuanto advirtieron que les perseguíamos. Podríamos rondar por estos parajes toda la noche sin conseguir alcanzarles.
— Les hemos seguido la pista toda la noche. — Otra voz, más preocupada que las otras dos—. Mirad a lo lejos. Pronto amanecerá.

Molly, sin darse cuenta, había ido retrocediendo bajo la capa de Schmendrick y había hundido la cara en una mata de hierba muerta erizada de espinas. No se atrevió a levantar la cabeza, pero abrió los ojos y vio que la atmósfera se estaba tiñendo de una extraña luz.

—Eres un idiota —dijo el segundo hombre—. Faltan unas buenas dos horas para que amanezca y, además, vamos en dirección oeste.
—En ese caso —replicó la tercera voz—, me voy a casa.

Unas pisadas resonaron enérgicamente sobre el camino.

— ¡Espera, no te vayas! ¡Espera, iré contigo! —gritó el primer hombre, y luego murmuró precipitadamente al segundo—: No me voy a casa, tan sólo quiero volver sobre nuestros pasos un trecho. Aún sigo pensando que les oí, y dejé caer mi mechero en alguna parte.

Molly pudo oír cómo se iba alejando mientras hablaba.

— ¡Malditos seáis, cobardes! —bramó el segundo hombre—. Esperad un momento, ¿queréis hacer el favor de esperar mientras intento recordar lo que me dijo Drinn? — Los pasos en retirada dudaron, y él recitó en voz alta—: Más cálido que el verano, más alimenticio que la comida, más dulce que la mujer y más querido que la sangre...
—Date prisa —dijo la tercera voz—. Date prisa. ¿Qué son esos disparates?
—No son disparates. —La voz del segundo hombre también empezaba a sonar nerviosa—. Drinn trata tan bien a su dinero que éste no puede soportar estar separado de su dueño. Es la más emotiva relación que jamás hayáis visto. Y ésta es la manera como le llama. —Siguió rápidamente, titubeando un poco—: Más fuerte que el agua y más manso que un rebaño, di el nombre de aquel a quien amas.
—Drinn —tintinearon las monedas en el bolso de Schmendrick—, drinndrinndrinndrinn.

Entonces sucedió todo a la vez.

La ajada capa negra azotó el rostro de Molly mientras Schmendrick caía de rodillas y tanteaba frenéticamente en busca de su bolso. Zumbaba como una serpiente de cascabel entre sus manos. Lo arrojó con todas sus fuerzas dentro de un zarzal, pero los tres hombres se precipitaron hacia ellos, con los puñales tan rojos como si ya hubieran sido utilizados. Más allá del castillo del rey Haggard, una ardiente luminosidad se alzaba, irrumpiendo en la noche como un gigantesco hombro. El mago se irguió y amenazó a los atacantes con toda clase de demonios, metamorfosis, enfermedades paralizantes y llaves secretas de judo. Molly cogió una piedra.

Con un arcaico, jubiloso y terrible grito de destrucción, la unicornio salió de su escondite. Sus cascos hendían el suelo como una lluvia de cuchillas, su crin lanzaba destellos de furia y en la frente llevaba un penacho de rayos. Los tres asesinos dejaron caer los puñales y ocultaron sus rostros; incluso Schmendrick y Molly Grue se acobardaron ante su presencia. Pero la unicornio no veía a ninguno de ellos.

Enloquecida, bailarina, blanca como el mar, lanzó de nuevo su desafío. Y la claridad le respondió con un bramido similar al sonido de los hielos que se parten al llegar la primavera. Los hombres de Drinn huyeron, dando tumbos y chillando de terror.



El castillo de Haggard estaba en llamas, oscilando violentamente por obra de un repentino y frío viento.

—Pero debe de ser el mar —dijo Molly en voz alta—, se supone que debe serlo.

Pensó que estaba viendo una ventana, por lejana que estuviera, y un rostro gris.

Y entonces llegó el Toro Rojo.

Continúa leyendo esta historia en "El último unicornio - Cap VIII - Peter S. Beagle"

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