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viernes, 17 de agosto de 2012

El último unicornio - Cap X - Peter S. Beagle




Viene de "El último unicornio - Cap IX - Peter S. Beagle"


CAPÍTULO X

 
—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó el príncipe Lír.
—No mucho, por ahora —dijo Molly Grue—. Sólo necesitaba agua. A menos que queráis pelar patatas, lo que me iría de perlas.
—No, no quería decir eso. Bueno, sí, lo haré si quieres, pero le estaba hablando a ella. Quiero decir que, cuando le hablo, es lo que pregunto una y otra vez.
—Sentaos y pelad unas cuantas patatas —dijo Molly—. Así tendréis ocupadas las manos.

Se hallaban en la cocina, una pequeña y húmeda habitación que olía fuertemente a nabos podridos y a remolachas fermentadas. Una docena de platos de loza se apilaban en un rincón y un pequeñísimo fuego ardía bajo un trípode, tratando de hacer hervir una gran olla de agua gris. Molly estaba sentada frente a una tosca mesa cubierta de patatas, puerros, cebollas, pimientos, zanahorias y otras hortalizas, muchas de ellas pasadas y picadas. El príncipe Lír permaneció de pie ante ella, balanceándose sobre los pies y retorciéndose sus largos y elegantes dedos.

—He matado otro dragón esta mañana —dijo de sopetón.
—Fantástico —respondió Molly—. Magnífico. ¿Qué número hace éste?
— Cinco. Éste era más pequeño que los otros, pero me ocasionó más problemas. Me fue imposible acercarme a pie, de modo que tuve que cargar con la lanza y mi caballo sufrió horribles quemaduras. Fue divertido lo del caballo...
—Sentaos, Alteza —le interrumpió Molly—, y parad de hacer eso. Me estoy poniendo nerviosa sólo de veros. 


El príncipe Lír tomó asiento en el lado opuesto. Extrajo un cuchillo del cinturón y comenzó a pelar patatas melancólicamente. Molly le contempló con una ligera y lenta sonrisa.

— Le llevé la cabeza —siguió el príncipe—. Estaba en su aposento, como de costumbre. Cargué con aquella cabeza escalera arriba para depositarla a sus pies. —Suspiró y se hizo un corte en el dedo con el cuchillo—. Maldición. No me importó. Mientras subía la escalera era una cabeza de dragón, el más preciado regalo que se puede dar a alguien. Pero cuando ella la miró, se convirtió de pronto en una triste y maltrecha masa de escamas y cuernos, una lengua cartilaginosa, unos ojos sanguinolentos. Me sentí como un carnicero de pueblo que le lleva a su novia, como prenda de amor, un pedazo de carne fresca. Y luego me miró y me sentí culpable de haber matado al monstruo. ¡Culpable de haber matado a un dragón! 

Le dio un tajo a una patata gomosa y se hirió de nuevo.

—Cortad hacia afuera, no hacia adentro —aconsejó Molly—. Sabéis, realmente pienso que deberíais parar de matar dragones para lady Amalthea. Si cinco no la han conmovido, es probable que uno más tampoco lo haga. Probad otra cosa.
—Pero ¿qué me queda por probar? —preguntó el príncipe Lír—. He atravesado a nado cuatro ríos, todos ellos caudalosos y de un kilómetro y medio de ancho, por lo menos. He escalado siete montañas nunca escaladas antes, he dormido tres noches en el Pantano de los Ahorcados y he salido con vida de aquel bosque donde las flores te queman los ojos y los pájaros destilan veneno. He roto mi compromiso con la princesa a la que me había prometido en matrimonio..., y si piensas que no fue una empresa heroica es porque no conoces a su madre. He vencido a quince caballeros negros, ni uno más ni uno menos, que vigilaban quince vados con sus pabellones negros y desafiaban a todo el que quisiera cruzar. Y ya he perdido la cuenta de las brujas de los bosques impenetrables, de los gigantes, de los demonios disfrazados de damiselas; de las colinas de cristal, los acertijos fatales y las empresas terroríficas; de las manzanas mágicas, los anillos, las lámparas maravillosas, las espadas, las pociones, las capas, las botas, los collares y los gorros de dormir. Por no mencionar los caballos alados, los basiliscos y las serpientes de mar y todo el resto del repertorio. —Levantó la cabeza, mostrando tristeza y confusión en sus ojos azul oscuro—. Y todo para nada. No puedo tocarla, haga lo que haga. Por ella me he convertido en un héroe, yo, el abúlico Lír, el escarnio y la vergüenza de mi padre, pero, para el caso, igual me hubiera valido continuar siendo el mismo idiota aburrido. Mis grandes hazañas no significan nada para ella.

Molly cogió su cuchillo y empezó a cortar los pimientos.
—Quizá a lady Amalthea no se la gane con grandes hazañas.
El príncipe la miró fijamente, frunciendo el ceño con estupor.

—¿Hay alguna otra forma de conquistar a una doncella? —preguntó con la mayor seriedad—. Molly, ¿conoces otra forma? ¿Me la dirás? —Se inclinó sobre la mesa para cogerle la mano—. Me gusta mucho ser valiente, pero volveré a ser un perezoso cobarde si piensas que es mejor. Sólo el verla me impulsa a luchar contra la maldad y la perversión, pero también a sentarme en un rincón y ser desgraciado. ¿Qué debería hacer, Molly?
—No lo sé —dijo ella, desconcertada—. Gentileza, cortesía, buenas obras, esa clase de cosas. Y un buen sentido del humor. —Un gatito de color ceniciento, con una oreja torcida, saltó a su regazo, ronroneando atronadoramente, y apoyó la cabeza en su mano. Para cambiar de conversación, preguntó—: ¿Qué le sucedió a vuestro caballo? ¿Qué fue tan divertido? 


Pero el príncipe Lír estaba absorto en la contemplación del gato de la oreja torcida.

—¿De dónde ha salido? ¿Es tuyo?
—No —dijo Molly—, sólo le di de comer y lo sostuve algunas veces. Pensé que vivía aquí.


Frotó el corto cuello del gato y éste cerró los ojos.
—Mi padre odia los gatos. Dice que no hay nada igual a un gato, pues es una forma que a toda clase de demonios les gusta adoptar para conseguir entrar en las casas de los hombres. Lo mataría si supiera que lo escondes aquí.
—¿Qué le sucedió al caballo? —preguntó Molly.

El rostro del príncipe Lír se oscureció de nuevo.

—Fue algo extraño. Cuando vi que a ella no le complacía mi regalo, pensé que tal vez le interesaría saber cómo lo conseguí, de modo que le describí el paisaje, mi método de ataque, ya sabes, los silbidos de furor, las alas desnudas y el peculiar olor de los dragones, especialmente en una mañana lluviosa; y también cómo brotó la sangre negra cuando le clavé la lanza. Pero no prestó atención a lo que le contaba hasta que hablé del chorro de fuego que casi quemó por completo las patas de mi caballo. Entonces..., ah, entonces regresó del lugar al que se evade cuando le hablo y dijo que debía ir a ver mi caballo. Así que la conduje al establo donde el pobre bruto continuaba relinchando de dolor, y ella le puso las manos en el cuerpo, en las piernas. Y cesó de quejarse. Es horrible el sonido que hacen cuando están heridos. Al terminar es como una canción. 

El cuchillo del príncipe rutilaba entre las patatas. En el exterior, gruesas gotas de lluvia resonaban con fuerza alrededor de los muros del castillo, pero los que se encontraban en la cocina sólo podían oírlas, pues no había ni una ventana en la fría habitación. Tampoco había luz, excepto el raquítico resplandor del fuego que calentaba la olla. El gato dormitaba en el regazo de Molly como un puñado de hojas de
otoño. 

—¿Y qué sucedió entonces? —preguntó la mujer—. Cuando lady Amalthea tocó al caballo.
—No sucedió nada. Nada en absoluto. —El príncipe Lír pareció enfurecerse de repente. Dio un puñetazo en la mesa, que hizo saltar por todas partes puerros y lentejas—. ¿Esperabas que sucediera algo? Pues ella sí. ¿Esperabas que las heridas del caballo se curaran instantáneamente? ¿Que la piel quemada cicatrizara? ¿Que la carne negra estuviera impoluta como antes? Pues ella sí... ¡Te lo juro por la esperanza que deposito en ella! Y cuando las patas no se enderezaron bajo su mano, huyó. No sé dónde está ahora.

Su voz se fue suavizando a medida que hablaba, y la mano sobre la mesa se desplomó tristemente a su costado. Se levantó y fue a mirar la olla que estaba en el fuego.

—Está hirviendo —dijo—, si quieres echar las verduras. Lloró cuando las patas de mi caballo no se curaron, la oí sollozar, y, sin embargo, no había lágrimas en sus ojos cuando escapó. Había de todo, excepto lágrimas. 

Molly puso el gato en el suelo con delicadeza y empezó a agrupar las venerables verduras para la olla. El príncipe Lír la miraba trajinar alrededor de la mesa y a través del húmedo suelo, arriba y abajo. Cantaba una canción:
Si bailara con mis pies 
igual que bailo en sueños,
airosa y resplandeciente
como la Muerte disfrazada...,
sería como estar en un edén,
pero ¿acaso desearía
retroceder diez años en mi vida,
o ser esposa o ser sabia?


—¿Quién es ella, Molly? —preguntó el príncipe—. ¿Qué clase de mujer es, que cree, o sabe, a juzgar por lo que vi en su cara, que puede curar heridas con una caricia, y que llora sin lágrimas? 


Molly continuó con sus tareas, murmurando para sí misma.
— Cualquier mujer puede llorar sin lágrimas —respondió por encima del hombro— y la mayoría puede curar con sus manos. Depende de la herida. Es una mujer, Su Alteza, y eso es todo un enigma.

Pero el príncipe le impidió el paso y ella se detuvo, con el delantal lleno de hierbas y el pelo caído sobre los ojos. El rostro del príncipe se inclinó sobre ella, avejentado a causa de los cinco dragones, pero aún hermoso y estúpido. 

—Estás cantando —dijo—. Mi padre te adjudica el trabajo más enojoso y todavía cantas. Nunca ha habido cantos, gatos y aroma de buena cocina en este castillo. Lady Amalthea es la responsable, como es responsable de que salga a cabalgar por las mañanas en busca de peligros.
—Siempre fui una buena cocinera —dijo Molly con dulzura—. Vivir en los bosques durante diecisiete años con Cully y sus hombres... 
—Quiero servirla, como tú haces —prosiguió el príncipe Lír, como si Molly no hubiera hablado—, para ayudarla a encontrar lo que ha venido a buscar. Quiero ser lo que ella más necesita. Díselo así. ¿Se lo dirás? 

Mientras hablaba, una pisada sin sonido resonó en sus oídos y el roce de un vestido de raso conturbó su rostro. Lady Amalthea se hallaba en el umbral de la puerta.

Una temporada en los fríos dominios del rey Haggard no la había enturbiado ni oscurecido. Más bien el invierno había aumentado su belleza hasta el punto de herir a quien la contemplaba, como una flecha imposible de extraer. Su cabello blanco estaba recogido con una cinta azul y su vestido era de color lila. No se le ajustaba bien. Molly Grue era una costurera mediocre y el raso la ponía nerviosa. Pero el deficiente trabajo, las frías piedras y el olor a nabos no hacían sino resaltar el encanto de lady Amalthea. La lluvia brillaba en su cabello.

El príncipe Lír hizo una reverencia; una inclinación veloz y poco elegante, como si alguien le hubiera golpeado en la boca del estómago. 

—Mi señora —musitó—, deberíais cubriros la cabeza para salir con este tiempo.

Lady Amalthea se sentó a la mesa e inmediatamente el gatito del color del otoño dio un salto, ronroneando de forma rápida y muy suave. Ella extendió la mano, pero el gato se apartó sin dejar de ronronear. No parecía asustado, pero tampoco dispuesto a permitir que le acariciaran el áspero pelaje. Lady Amalthea le hizo señas de que se aproximara y el gato agitó la cola como un perro, pero no quiso acercarse. 

—Debo partir —dijo el príncipe Lír con voz ronca—. A dos jornadas a caballo de aquí hay una especie de ogro que se dedica a devorar las doncellas del pueblo. Dicen que sólo podrá matarlo aquel que empuñe la Gran Hacha del Duque Alban. Por desgracia, el propio Duque de Alban fue uno de los primeros en ser consumido, se había disfrazado de campesina para engañar al monstruo, y no hay grandes dudas acerca de quién maneja la Gran Hacha ahora. Si no vuelvo, pensad en mí. Adiós.
—Adiós, Su Alteza —dijo Molly.

El príncipe hizo otra reverencia y abandonó la cocina, en pos de su noble misión. Sólo miró atrás una vez.

—Sois cruel con él —dijo Molly.

Lady Amalthea no se dignó mirarla, ocupada como estaba en ofrecer la palma de su mano al gato de la oreja torcida, que se estremecía deseando ir hacia ella.

—¿Cruel? —preguntó—. ¿Cómo puedo ser cruel? Eso es para los mortales.
—Pero entonces levantó los ojos, inundados de pena y de algo muy próximo a la burla—. También lo es la amabilidad. 

Molly Grue se ocupó de la olla, removiendo la sopa y sazonándola, mientras temblaba de frío.

—Podíais haberle dicho una palabra gentil, como mínimo —remarcó, sin alzar la voz—. Se ha sometido a grandes pruebas por vos.
—Pero ¿qué quieres que le diga? —preguntó lady Amalthea—. No le he dicho nada y, sin embargo, cada día aparece con más cabezas, más cuernos, pieles y colas, más joyas encantadas y más armas mágicas. ¿Qué hará si le hablo?
—Desea que penséis en él —dijo Molly—. Los caballeros y los príncipes sólo conocen una manera de ser recordados. No es culpa suya. Pienso que actúa muy bien. 

Lady Amalthea volvió sus ojos hacia el gato. Sus largos dedos retorcieron una costura del vestido de raso. 

—No, él no desea mis pensamientos —dijo suavemente—. Me desea a mí, tanto como el Toro Rojo, y sin mucho mayor discernimiento. Pero aún me asusta más que el Toro Rojo, porque tiene un corazón bondadoso. No, nunca le haré falsas promesas.

La pálida marca de su frente era invisible en la oscuridad de la cocina. La tocó y apartó la mano rápidamente, como si quemara. 

—El caballo murió —le dijo al gatito—. No pude hacer nada por él.

Molly se giró al instante y puso sus manos sobre los hombros de lady Amalthea. Bajo la delgada tela su piel estaba fría y dura como una piedra cualquiera del castillo del rey Haggard.

—Oh, mi señora —susurró—, es porque no tenéis vuestra auténtica forma. Cuando volváis a ser como antes todo volverá..., todo vuestro poder, toda vuestra fuerza, toda vuestra seguridad. Volverá a vos. 

De haberse atrevido, la habría estrechado entre sus brazos y la habría acunado como a una niña. Jamás habían pasado tales pensamientos por su cabeza. 

—El mago sólo me proporcionó una apariencia humana, una apariencia, no el espíritu —respondió lady Amalthea—. Si hubiera muerto entonces, habría seguido siendo una unicornio. El viejo lo sabía, el hechicero. No dijo nada por rencor a Haggard, pero lo sabía. 


La cinta azul se desató y sus cabellos se derramaron a lo largo del cuello y sobre los hombros. La imagen casi engañó al gato, que alzó una pata para juguetear con ella, pero en seguida se arrepintió y se sentó sobre sus ancas, con la cola enrollada alrededor de sus patas delanteras y la lastimada cabeza ladeada. Sus ojos eran verdes, con reflejos dorados.

—Pero eso fue hace mucho tiempo —dijo la joven—. Ahora soy dos: yo y esa otra a la que llamas «mi señora». Pues está aquí tan realmente como estoy yo, aunque una vez sólo fue un velo que me cubría. Deambula por el castillo, duerme, se viste, come y piensa sus propias cosas. Aunque no tiene el poder de curar o de calmar, posee otra magia. Los hombres le hablan, la llaman «lady Amalthea» y ella les responde o no les responde. El rey siempre la vigila con sus claros ojos, preguntándose qué es, y el hijo del rey se atormenta amándola y preguntándose quién es. Y cada día ella escudriña el cielo y el mar, el castillo y el patio, el torreón y la cara del rey, en busca de algo que nunca puede recordar. ¿Qué es? ¿Qué es lo que busca en este extraño lugar? Lo sabía hace un momento, pero se le ha olvidado. 

Miró a Molly Grue y sus ojos ya no eran los ojos de la unicornio. Todavía eran adorables, pero de una forma definida, como la belleza de una mujer. Se podía sondear y medir su profundidad, y describir perfectamente su grado de oscurecimiento. Molly vio miedo, desazón y desconcierto cuando miró dentro de ellos, y también su reflejo; pero nada más.

—Unicornios —dijo—. El Toro Rojo los ahuyentó a todos, excepto a vos. Sois el último unicornio. Vinisteis a buscar a los otros y a liberarlos. Y lo conseguiréis. 

Poco a poco, el mar profundo y secreto retornó a los ojos de lady Amalthea, colmándolos hasta hacerlos tan viejos, oscuros, insondables e indescifrables como el mar. Molly fue testigo de la transformación y tuvo miedo, pero apretó los encorvados hombros con mayor fuerza todavía, como si sus manos pudieran absorber la desesperación como un pararrayos. Y, mientras lo hacía, el suelo de la cocina retumbó con un ruido que ya había oído antes, parecido al rechinar de unos dientes, o unas muelas. El Toro Rojo se agitaba en sueños. Me pregunto si sueña, pensó Molly.

—Debo ir a él —dijo lady Amalthea—. No hay otra salida y no hay tiempo que perder. Con esta forma o con la mía auténtica debo enfrentarme otra vez con él, incluso si mi pueblo ha perecido y no queda nada por salvar. Debo ir a él, antes de que me olvide para siempre, pero no sé la manera y estoy sola. 

El gato azotó el aire con la cola y produjo un ruido que no era ni un maullido ni un ronroneo.

—Iré con vos —dijo Molly—. Yo tampoco sé la forma de llegar hasta él, pero debe de existir alguna. Schmendrick también vendrá. Él nos abrirá paso si nosotras no podemos.
—Espero no necesitar la ayuda del mago —replicó desdeñosamente lady Amalthea—. Le veo cada día haciendo el idiota para el rey Haggard, divirtiéndole con sus errores, cometiendo fallos garrafales incluso con los trucos más insignificantes. Dice que es todo lo que puede hacer hasta que el poder le inspire. Pero nunca volverá a suceder. Ya no es un mago, sino el payaso del rey.

Molly sintió que el calor invadía su cara y se dio la vuelta para examinar la sopa. Después de deshacer el nudo que se le había formado en la garganta respondió: 

—Lo está haciendo por vos. Mientras meditáis, os deprimís y os convertís en otra persona, él inventa chismes y bromas para Haggard, divirtiéndole para que tengáis tiempo de encontrar a vuestro pueblo, si es posible. Pero debéis hacerlo antes de que el rey se canse de sus gracias, como se cansa de todo, y lo arroje a sus mazmorras o a otro sitio más tenebroso. Hacéis mal en burlaros de él. Y, aunque esto nunca podrá ocurriros a vos, todo el mundo os quiere.
Su voz era como el lamento tenue de un niño.
Por un momento las dos mujeres se miraron mutuamente; una, bella y distante en la gélida habitación de techos bajos; la otra, sintiéndose como en su casa en semejante decorado, un irritado escarabajo en la pulcritud de su propia cocina.

Entonces oyeron el resonar de unas botas, el golpeteo de las armaduras y las voces cascadas de unos viejos. Cuatro hombres de armas del rey Haggard irrumpieron en la cocina.

Tenían no menos de setenta años. Eran flacos, débiles y frágiles como una costra de nieve, pero todos vestían de pies a cabeza la miserable cota de malla del rey Haggard y acarreaban sus torcidas armas. Saludaron alegremente a Molly Grue y le preguntaron qué había preparado para cenar, pero, ante la presencia de lady Amalthea, los cuatro se callaron de inmediato e improvisaron profundas reverencias que les hicieron jadear.

—Mi señora —dijo el más viejo—, disponed de vuestros siervos. Somos hombres fatigados, hombres gastados, pero, si desearais presenciar prodigios, no tendríais más que pedirnos lo imposible. Volveremos a ser jóvenes, si tal es vuestro deseo.

Sus tres compañeros asintieron entre murmullos.
—No, no —susurró ella en respuesta—, nunca volveréis a ser jóvenes.

Y se alejó con rapidez entre el rumor de pliegues de su vestido, el cegador y alborotado cabello ocultándole el rostro.

— ¡Cuánta sabiduría! —declaró el hombre de armas de mayor edad—. Es consciente de que ni siquiera su belleza puede luchar contra el tiempo. Un raro y triste conocimiento para alguien tan joven. Esta sopa huele deliciosamente, Molly.
—Huele demasiado bien para este lugar —gruñó otro de los hombres mientras tomaban asiento alrededor de la mesa—. Haggard odia la buena comida. Dice que ningún manjar es lo bastante bueno para justificar el dinero y el esfuerzo empleados en prepararlo. «Es una ilusión», dice, «y un gasto. Vivid como yo, desengañado». ¡Brraaahh! —hizo muecas y se estremeció, y los demás rieron. 
—Vivid como Haggard —dijo otro de los comensales en el momento en que Molly Grue le servía la sopa en el cuenco—. Ése será mi destino en el otro mundo si no me porto bien en éste.
—¿Por qué sigues a su servicio, entonces? —inquirió Molly Grue. Se sentó con ellos y apoyó la barbilla en sus manos—. No os paga ningún salario y os da de comer lo menos que puede. Os envía a robar a Hagsgate en su nombre aunque haga el peor tiempo, porque nunca gasta ni un penique de la riqueza que guarda en su cámara acorazada. Lo prohibe todo, luces y laúdes, fuegos y fiestas, cantar y pecar, libros y cerveza, hablar de la primavera y jugar con lo que sea. ¿Por qué no le abandonáis? ¿Qué os obliga a permanecer aquí?
Los cuatro viejos se miraron nerviosamente unos a otros, carraspeando y suspirando.

—Es la edad —dijo el primero—. ¿Adonde podríamos ir? Somos demasiado viejos para vagabundear por los caminos en busca de trabajo y albergue.
—Es la edad —coincidió el segundo—. Cuando eres viejo, todo lo que no molesta es un consuelo. Hace mucho que el frío, la oscuridad y el aburrimiento dejaron de afectarnos; en cambio, el calor, las canciones, la primavera..., no, sólo significarían trastornos para nosotros. Hay cosas peores que vivir con Haggard.
—Haggard es más viejo que nosotros —apuntó un tercero—. Algún día el príncipe Lír reinará en este país, y no pienso irme de este mundo hasta que haya visto ese día. Siempre le he tenido cariño al chico, desde que era pequeño. 

Molly se dio cuenta de que no tenía hambre. Echó un vistazo a los rostros de los ancianos y escuchó los sonidos que emergían de sus labios repugnantes y de sus apergaminadas gargantas mientras sorbían la sopa; que el rey Haggard tomara sus comidas solo le produjo una alegría repentina; siempre se preocupaba, inevitablemente, de aquellos a quienes alimentaba.

—¿Habéis oído ese rumor de que el príncipe Lír no es en realidad el sobrino adoptado de Haggard? —preguntó con cautela, pero los hombres de armas no se mostraron sorprendidos ante sus palabras.
—Sí —replicó el mayor—. Conocemos la historia. Quizá sea cierta, pues el príncipe no se parece en nada al rey. Pero ¿y qué? Es preferible que gobierne el país un extranjero secuestrado en la cuna que un auténtico hijo del rey Haggard.
— ¡Pero si el príncipe fue traído de Hagsgate —gritó Molly—,quiere decir que es el hombre que ejecutará la maldición que pende sobre este castillo! 

Y repitió el verso que Drinn había recitado en la posada de Hagsgate:
Y de Hagsgate sólo uno habrá
de destruir el castillo capaz.

Pero los viejos menearon sus cabezas y rieron, mostrando unos dientes tan mellados como sus cascos y petos. 

—No será el príncipe Lír —dijo el tercero—. El príncipe puede matar un millar de dragones, pero no puede destruir castillos o destronar reyes. No va con su carácter. Es un hijo obediente que trata, ¡ay de él!, de ser digno del hombre al que llama su padre. No será el príncipe Lír. El verso debe referirse a algún otro.
—Incluso si el príncipe Lír fuera el hombre —añadió el segundo—, incluso si la maldición le hubiera señalado como mensajero, aun en ese caso fracasaría. Porque entre el rey Haggard y cualquier hado se interpone el Toro Rojo. 

Un brusco silencio se adueñó de la habitación, oscureciendo todos los rostros con su sombra poderosa y enfriando la sabrosa y caliente sopa con su aliento. El gato de colores otoñales dejó de ronronear en el regazo de Molly y el débil fuego estuvo a punto de apagarse. Las frías paredes de la cocina parecieron encogerse. 

El cuarto hombre de armas, que aún no había hablado, interpeló a Molly en la oscuridad.

—Ahí tienes la auténtica tazón por la que seguimos al servicio de Haggard. No desea que le abandonemos, y lo que Haggard desea o no sólo le concierne al Toro Rojo. Somos los esbirros de Haggard, pero también los prisioneros del Toro Rojo. 

Molly acariciaba con mano firme al gato, pero su voz sonó pastosa y tensa al formular la siguiente pregunta: 

—¿Qué significa el Toro Rojo para el rey Haggard?
—No lo sabemos —respondió el hombre de armas más viejo—. El Toro siempre ha estado aquí. Le sirve como ejército y de baluarte a Haggard; es su fuerza y la fuente de su fuerza; y debe de ser su único amigo también, porque estoy seguro de que baja a su guarida, al alba, por una escalera secreta. Pero si obedece a Haggard por elección o por fuerza, si el amo es Haggard o lo es el Toro..., eso nunca lo hemos sabido.

El cuarto hombre, que era el más joven, se inclinó hacia Molly con sus rojizos y húmedos ojos llenos de vehemencia. 

—El Toro Rojo es un demonio —dijo— y su precio por servir a Haggard será el mismo Haggard.

Otro de los hombres le interrumpió para insistir en que las evidencias demostraban que el Toro era el esclavo hechizado de Haggard y que lo sería hasta que rompiera el encantamiento y destruyera a su primitivo dueño. Todos empezaron a gritar y a escupir la sopa. Y entonces Molly preguntó, sin alzar la voz, pero de una manera que les hizo callar en el acto:

—¿Sabéis lo que es un unicornio? ¿Habéis visto uno alguna vez?
Sólo el gato y el silencio, entre todas las cosas vivientes que ocupaban la estancia, parecieron mirarla con una chispa de comprensión. Los cuatro hombres parpadeaban, eructaban y se frotaban los ojos. Desde las profundidades les llegó el rumor del Toro que se agitaba, inquieto, en su sueño.

Una vez terminada la cena los hombres de armas saludaron a Molly Grue y abandonaron la cocina; dos fueron a dormir y los otros dos a hacer la ronda nocturna bajo la lluvia. El más viejo esperó a que los demás salieran y le dijo en voz baja a Molly:

—Cuida a lady Amalthea. Cuando llegó aquí era tal su belleza que hasta este castillo maldito también se hizo bello..., como la luna, que solamente es una piedra brillante. Pero ha permanecido demasiado tiempo en este lugar. Sigue siendo tan bella como siempre, pero las habitaciones y los tejados que la rodean son demasiado sórdidos para su presencia. —Suspiró largamente y pareció que gimoteaba—. Esa clase de belleza me es familiar —continuó—, pero nunca había visto otra de este tipo. Cuídala bien. Debería marcharse de aquí. 

Cuando se quedó sola, Molly apoyó su rostro sobre el pelaje del gatito. El fuego se estaba debilitando, pero no se levantó para reavivarlo. Pequeñas y veloces criaturas correteaban por la habitación, con un sonido similar a la voz del rey Haggard; y la lluvia golpeaba los muros del castillo, retumbante como el Toro Rojo.

Entonces, como en respuesta, oyó al Toro. El bramido hizo añicos el suelo bajo sus pies. Molly tuvo que agarrarse desesperadamente a la mesa para evitar que ella y el gato cayeran. Lanzó un terrible grito. 

—Está saliendo —dijo el gato—. Sale cada noche para cazar la extraña bestia blanca que se le escapó. Lo sabes perfectamente. No seas tonta. 


Oyeron de nuevo el ansioso rugido, pero esta vez de más lejos. Molly miró fijamente al gatito. No estaba tan asombrada como lo hubiera estado otra persona; en estos días era una de las mujeres más difíciles de sorprender. 

—¿Siempre has podido hablar? —preguntó al gato — . ¿O fue la presencia de lady Amalthea la que te dio el habla? 

El gato se lamió una pata delantera pensativamente.

—Fue su presencia la que me dio la sensación de poder hacerlo —respondió al cabo de un rato—, y dejémoslo así. De manera que es una unicornio. Es muy hermosa.
—¿Cómo sabes que es un unicornio? —preguntó Molly—. ¿Y por qué tenías miedo de que te tocara? Te vi. Ella te asustó.
—Dudo que sea capaz de seguir hablando durante mucho tiempo —replicó el gato sin rencor—. En tu lugar, no perdería el tiempo en tonterías. Respondiendo a tu primera pregunta, las apariencias no engañan a ningún gato salido de su primer pellejo, al contrario de los seres humanos, que se complacen en ellas. En cuanto a la segunda pregunta... —titubeó y, de repente, pareció muy interesado en asearse; no pronunció una palabra hasta que se hubo lamido bien la piel, y repitió la operación para alisarla. Ni siquiera entonces miró a Molly, sino que se examinó las garras—. Si me hubiera tocado —dijo muy lentamente— le habría pertenecido para siempre. Quería que me tocara, pero no podía permitírselo. Ningún gato lo haría. Dejamos que los seres humanos nos acaricien porque es agradable y les tranquiliza..., pero no a ella. El precio es mayor de lo que un gato puede pagar. 

Entonces Molly lo cogió otra vez. El gato ronroneó junto a su cuello durante tanto rato que Molly empezó a temer que hubiera terminado de hablar para siempre.

Pero en seguida dijo: 

—Te queda muy poco tiempo. Pronto dejará de recordar quién es o por qué vino a este lugar, y el Toro Rojo ya no rugirá más. Tal vez se case con el buen príncipe, que la ama. —El gato apretó con fuerza su cabeza contra la rígida mano de Molly—. Haz esto. El príncipe es lo bastante valiente como para amar a una unicornio. Un gato es capaz de apreciar lo absurdo de la valentía.
—No —dijo Molly Grue—. No, eso no puede ser. Ella es el último de todos los unicornios.
—Bueno, pues entonces debe hacer lo que vino a hacer —replicó el gato—. Debe encontrar el camino que utiliza el rey para llegar hasta el Toro. 

Molly lo agarró con tanta violencia que el gato dio un chillido de protesta casi ratonil.

—¿Sabes el camino? —preguntó, con la misma impaciencia del príncipe Lír cuando le había planteado a ella la misma pregunta—. Dime el camino, dime adonde debemos ir.

Puso el gato sobre la mesa y le quitó las manos de encima.

Pasó mucho tiempo antes de que el gato contestara, pero sus ojos se fueron haciendo más y más brillantes, un temblor dorado recubría su verdor. Sacudió su oreja torcida y el extremo negro de la cola, y nada más. 

—Cuando el vino se beba a sí mismo —respondió—, cuando la calavera hable, cuando el reloj suene a la hora correcta..., sólo entonces hallará el túnel que conduce a la guarida del Toro Rojo. —Dobló las garras bajo el pecho y añadió—: Hay un truco para encontrarlo, por supuesto. 
—Apostaría por ello —dijo Molly severamente—. Hay una horrible y vieja calavera medio destrozada que cuelga en lo alto de una columna del gran vestíbulo, pero no ha dicho nada desde hace años. El reloj de pie que hay cerca está loco y suena cuando le da la gana, las doce cada hora, las cinco a las cuatro, o enmudece durante una semana. Y el vino... Oh, gato, ¿no sería más sencillo enseñarme el túnel? Sabes dónde está, ¿no?
—Claro que lo sé —contestó el gato con un prolongado y sonoro bostezo—. Claro que sería más sencillo que te lo enseñara. Ahorraría cantidad de tiempo y de problemas.

Su voz se estaba haciendo lenta y pesada, y Molly comprendió que, como el rey Haggard, había perdido el interés. 

—Dime una cosa —preguntó rápidamente—. ¿Qué se hizo de los unicornios? ¿Dónde están ahora?

El gato bostezó una vez más.
—Cerca y lejos, lejos y cerca —murmuró—. Al alcance de los ojos de tu señora, pero casi fuera de los límites de su memoria. Se están acercando y se están alejando.

Cerró los ojos.
Molly contuvo la respiración, y la sintió como una soga que lastimara su garganta.

—Maldito, ¿por qué no me ayudas? ¿Por qué has de hablar siempre con acertijos?

El gato abrió lentamente un ojo, verde y dorado como el sol en el bosque.
—Yo soy lo que soy. Te diría lo que quieres saber si pudiera, porque has sido amable conmigo. Pero soy un gato, y ningún gato de ningún lugar le dio jamás a nadie una respuesta sencilla.

Sus últimas palabras se confundieron con un profundo y regular ronroneo, y se quedó dormido con un ojo parcialmente abierto. Molly lo acunó en su regazo y lo acarició y, aunque continuó ronroneando en sueños, no dijo una palabra más.


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3 comentarios:

  1. Cuando leas este capítulo querras hacerte con el resto

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  2. Cuando leas este capítulo querras hacerte con el resto

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    1. Hola, no entendí el comentario :D. por las dudas aclaro que el libro está completo en el blog

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