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sábado, 25 de agosto de 2012

El último unicornio - Cap XIII - Peter S. Beagle

Viene de "El último unicornio - Cap XII - Peter S. Beagle"



CAPÍTULO XIII


El camino era lo bastante ancho para caminar uno al lado del otro, pero lo hacían de uno en uno. Lady Amalthea marchaba en cabeza por propia elección. El príncipe Lír, Schmendrick y Molly Grue, por este orden, seguían detrás, iluminados únicamente por su pelo, pero la joven no tenía ninguna luz delante para orientarse. Sin embargo, avanzaba con tanta facilidad como si hubiera recorrido el camino en ocasiones anteriores.

Ignoraban en qué lugar se hallaban. El viento frío parecía real, y también el olor húmedo que transportaba; la oscuridad dificultaba su progresión mucho más que el reloj. El mismo sendero era tangible, hasta el extremo de magullarles los pies y, en determinados puntos, estaba obstruido por piedras auténticas y por fragmentos de tierra desprendida de los bordes de la caverna. Pero su ruta era el imposible delirio de un sueño; en pendiente y sesgada, dando vueltas sobre sí misma; cayendo casi a pico y luego elevándose un poco; en suave descenso y retrocediendo para devolverles de nuevo, quizá a su lugar de origen, bajo el gran vestíbulo donde el rey Haggard estaba furioso aún ante un reloj caído y una calavera destrozada. Brujería, probablemente, pensó Schmendrick, pero nada de lo que hace una bruja es real, en último término..., en caso de que sea el último. Si no lo es, todo esto será real. 

Mientras avanzaban a tientas y a ciegas le hizo un relato sumario de sus aventuras al príncipe Lír, empezando por su propia y extraña historia y su extraño destino. Narró la destrucción del Carnaval de la Medianoche y su huida con la unicornio, el encuentro con Molly Grue, el viaje a Hagsgate y la historia de Drinn acerca de la doble maldición, que recaía sobre el castillo y sobre la ciudad. Se detuvo en esta parte, pues más allá se extendía la noche del Toro Rojo, una noche que terminaba, para bien o para mal, en la magia..., y en una muchacha desnuda que se debatía en su cuerpo como una vaca en las arenas movedizas. Tenía la esperanza de que el príncipe se interesara más en conocer los hechos de su heroico nacimiento que en los orígenes de lady Amalthea.

El asombro del príncipe Lír parecía sospechoso, lo cual hacía las cosas más difíciles.

—Desde hace mucho tiempo sé que el rey no es mi padre —declaró—, pero, no obstante, he tratado con todas mis fuerzas de ser su hijo. Soy enemigo de todo aquel que conspira contra él, y las habladurías de un patán no son suficientes para incitarme a provocar su ruina. En cuanto a lo otro, creo que ya no existen unicornios y sé que el rey Haggard nunca ha visto uno. ¿Cómo podría un hombre que ha contemplado un unicornio, al menos una vez, dejando aparte los miles que arrastra cada marea, ser tan triste como lo es el rey Haggard? ¿Por qué, si sólo la vi una vez y nunca más...? 

Hizo una pausa, algo confuso, porque se dio cuenta de que la conversación derivaba hacia algo tan doloroso que no podrían seguir el hilo de la narración. Molly escuchaba atentamente, pero lady Amalthea no daba señales de oír lo que los dos hombres hablaban.

—Sin embargo, el rey oculta algún suceso feliz de su vida —señaló Schmendrick—. ¿No habéis observado jamás un indicio..., un rastro en sus ojos? Yo sí. Reflexionad un momento, príncipe Lír.

El príncipe seguía en silencio. Se hundieron más en la siniestra oscuridad. No siempre sabían si estaban subiendo o bajando, o si el pasadizo volvía a doblar, hasta que las prominentes rocas, contra las cuales chocaban sus hombros, se convertían súbitamente en la desagradable barrera de una pared. No les llegaba el menor sonido del Toro Rojo, ni destellos de su maligna luz, pero cuando Schmendrick se tocó la cara húmeda el olor del Toro se desprendió de sus dedos.  


—A veces, después de haber estado en la torre —dijo el príncipe Lír—, hay algo en su rostro, en su expresión. Una claridad que no es del todo una luz. Me acuerdo que, cuando era pequeño, esto no sucedía cuando me miraba, o cuando miraba a otra persona. Y yo tenía un sueño. —Hablaba muy lentamente, arrastrando los pies—. Solía tener un sueño, siempre el mismo sueño, en el que estaba asomado a mi ventana en mitad de la noche y veía al Toro, veía al Toro Rojo...

No terminó la frase.
—Veíais al Toro conduciendo a los unicornios hacia el mar —dijo Schmendrick—. No era un sueño. Haggard los tiene a todos, a merced de las mareas, para su disfrute..., a todos, excepto uno. —El mago aspiró una larga bocanada de aire—. Ése uno es lady Amalthea.
—Sí —respondió el príncipe Lír—. Sí, lo sé.
—¿Qué quiere decir que lo sabéis? —preguntó airadamente Schmendrick—. ¿Cómo es posible que sepáis que lady Amalthea es un unicornio? Ella no puede habéroslo dicho, porque no lo recuerda. Desde que os encaprichasteis con ella sólo piensa en ser una mujer mortal. —Sabía que la verdad era completamente diferente, pero en ese momento no le importaba—. ¿Cómo lo sabéis?

El príncipe Lír dejó de caminar y le miró de frente. Estaba demasiado oscuro para que Schmendrick pudiera ver algo más que el frío y lechoso resplandor en el lugar que ocupaban sus ojos.

—No sabía lo que era hasta ahora. Pero supe, desde la primera vez que la vi, que era algo más de lo que yo veía. Unicornio, sirena, lamía, hechicera, Gorgona... Ningún nombre que le des puede sorprenderme o aterrorizarme. Yo amo a quien amo.
—Un hermoso sentimiento —dijo Schmendrick—, pero cuando la transforme en lo que es, para que pueda luchar contra el Toro Rojo y liberar a su pueblo...
—Yo amo a quien amo —respondió firmemente el príncipe Lír—. No tienes ningún poder sobre lo que es fundamental. 

Antes de que el mago pudiera replicar lady Amalthea se interpuso entre los dos, sin que ninguno de ellos la hubiera visto u oído retroceder por el pasadizo. Relucía y temblaba como el agua en movimiento. 

—No seguiré adelante.

Hablaba al príncipe, pero fue Schmendrick el que replicó.

—No hay elección. Sólo podemos continuar adelante. —Molly Grue se aproximó, con la mirada inquieta, y el pálido sobresalto de un pómulo—. Sólo podemos continuar adelante.
—No debe cambiarme —hablaba al príncipe, rehuyendo la mirada del mago—. No le permitáis que utilice sus poderes. Al Toro no le interesan los seres humanos... Pasaremos de largo y huiremos. El Toro quiere unicornios. Decidle que no me transforme en unicornio.

El príncipe Lír se retorció los dedos hasta hacerlos crujir.

— Es verdad —confirmó Schmendrick—. Así podríamos escapar del Toro Rojo, incluso ahora, como escapamos antes. Pero si lo hacemos no habrá oportunidad. Todos los unicornios del mundo serán sus prisioneros para siempre, excepto uno, y finalmente morirá. Envejecerá y morirá.
—Todo muere —repuso ella, hablando siempre para el príncipe Lír—. Es bueno que todo muera. Quiero morir cuando mueras tú. No dejes que me hechice, no permitas que me haga inmortal. No soy una unicornio, no soy una criatura mágica. Soy humana, y te quiero. 
— No sé mucho sobre encantamientos, excepto cómo romperlos —dijo el príncipe Lír suavemente—, pero sé que hasta los más grandes magos no pueden hacer nada contra lo que nos une a ti y a mí..., y, al fin y al cabo, el pobre Schmendrick no debe preocuparnos. No tengas miedo, no tengas miedo de nada. Hayas sido lo que hayas sido, ahora eres mía. Puedo tocarte.

Lady Amalthea miró al mago y, a pesar de la oscuridad, éste percibió un destello de terror en sus ojos. 

—No, no somos lo bastante fuertes. Me transformará y, ocurra lo que ocurra después, tú y yo nos separaremos para siempre. No te amaré cuando sea una unicornio, pero tú me seguirás queriendo porque no podrás evitarlo. Seré más bella que cualquier cosa en el mundo y viviré eternamente.

Schmendrick empezó a hablar y el sonido de su voz la hizo temblar como la llama de una vela.

—No lo haré. No lo haré así.
Ella paseó su mirada del uno al otro y habló con gran firmeza.
—Si queda algo de amor en mí cuando me haya cambiado lo sabrás, porque dejaré que el Toro Rojo me lleve hacia el mar con los otros. Así, al menos, estaré cerca de ti. 


—No hay necesidad de todo eso. —Schmendrick habló en un tono ligero, obligándose a reír—. Dudo que pudiera cambiarte, aun en el caso de que lo desearas. El mismo Nikos nunca pudo transformar un humano en unicornio..., y tú eres verdaderamente humana ahora. Puedes amar, tener miedo, prohibir que las cosas sean como son y exagerar las cosas. Dejémoslo así, terminemos la búsqueda. ¿Es peor el mundo sin unicornios? ¿Sería mejor si volvieran a correr en libertad? Una buena mujer más en el mundo es preferible a todos los unicornios desaparecidos. Acabemos con ello. Cásate con el príncipe y sé feliz hasta el fin de tus días. 

La iluminación del pasadizo parecía aumentar, y Schmendrick imaginó al Toro Rojo avanzando con sigilo en su dirección, grotescamente cauteloso, posando sus pezuñas en el suelo con la coquetería de una garza. El leve rubor en la mejilla de Molly Grue se disipó cuando la mujer escondió el rostro.

—Sí —dijo lady Amalthea—, ése es mi deseo.
—No —exclamó el príncipe Lír al mismo tiempo.
La palabra se le escapó con tanta brusquedad como un estornudo y ascendió a la superficie con el tono agudo de un interrogante; la voz de un muchacho tímido, mortalmente aturdido ante un espléndido y terrible regalo. 

—No —repitió, y esta vez la palabra fue pronunciada con otra voz, la voz de un rey; no la de Haggard, sino la de un rey afligido, más por lo que no podía dar que por lo que no podía tener—. Mi señora, soy un héroe. Simplemente es un oficio, como tejer o fabricar cerveza, y como todos tiene sus trucos, sus mañas y sus secretos. Hay formas de intuir a las brujas y de reconocer la presencia de un veneno; existen ciertos puntos débiles en todos los dragones y ciertas argucias que emplean encapuchados desconocidos para ponerte a prueba. Pero el verdadero secreto del héroe consiste en saber el orden de las cosas. El porquero no puede casarse con la princesa antes de emprender sus aventuras, el chico no puede llamar a la puerta de la bruja cuando se ha marchado de vacaciones. El tío malvado no puede ser puesto en evidencia y frustrado en sus intentos antes de cometer alguna maldad. Las cosas deben suceder en el momento adecuado. Las búsquedas no pueden ser abandonadas así como así; no se puede permitir que las profecías se pudran como la fruta no recogida; puede pasar un tiempo antes de que los unicornios sean rescatados, pero no toda la eternidad. No puede haber un final feliz en mitad de la historia. 

Ante el silencio de lady Amalthea, fue Schmendrick el que preguntó primero.
—¿Por qué no? ¿Quién lo dice?
—Los héroes —replicó tristemente el príncipe Lír—. Los héroes lo saben todo sobre el orden, sobre los finales felices... Los héroes saben que algunas cosas son mejores que otras. Los carpinteros saben acerca de hebras, cortes y líneas rectas. —Alargó una mano hacia lady Amalthea y dio un paso en su dirección. Ella no retrocedió ni volvió la cara; de hecho, levantó más la cabeza, y fue el príncipe el que apartó la mirada—. Tú fuiste la que me enseñaste. Nunca te miré sin dejar de ver la dulce armonía del mundo, o sin apenarme por su degradación. Me convertí en un héroe para servirte a ti y a todos los que son como tú. También para hallar la manera de iniciar una conversación.

Pero lady Amalthea siguió sin hablarle.
Una luminosidad blanca como la cal invadía la caverna. Podían verse con toda claridad; el miedo les hacía aparecer extraños y sebosos. La belleza de lady Amalthea se desvanecía bajo la apagada y sombría luz. Tenía un aspecto más mortal que cualquiera de los otros tres.

—Viene el Toro —anunció el príncipe Lír.
Se adentró en el pasadizo con los andares determinados e impacientes de los héroes. Lady Amalthea le siguió, caminando con la ligereza y el orgullo que las princesas han aprendido a practicar. Molly Grue se apretó junto al mago y le tomó la mano, del modo como solía acariciar a la unicornio cuando se sentía sola. Él le sonrió con aire de autocomplacencia.

—Déjala tal como es. Déjala así.
—Díselo a Lír —respondió alegremente—. ¿Fui yo quien dijo que el orden lo es todo? ¿Fui yo quien dijo que ella debe desafiar al Toro Rojo porque será lo más adecuado y preciso? No me interesan los rescates reglamentados y los finales felices oficiales. Se lo dejo a Lír.
—Pero tú le obligaste a hacerlo —puntualizó ella—. Sabes que lo que más desea en el mundo es que lady Amalthea abandone la búsqueda y se quede con él, y así habría sucedido si no le hubieras recordado que es un héroe; ahora se siente obligado a hacer lo que hacen los héroes. Él la ama y tú le complicaste la vida.
—Nunca hice eso, y calla, que te puede oír.

Molly se sentía torpe y mareada ante la cercanía del Toro. La luz y el olor se habían transformado en un mar pegajoso en el que se debatía como los unicornios, desesperada y eterna. El sendero empezaba a descender hacia la luz del fondo. Muy por delante, el príncipe Lír y lady Amalthea marchaban codo con codo hacia el desastre, con la calma de las velas al consumirse. Molly Grue se rió con disimulo. 

—También sé por qué lo hiciste —siguió—. No serás mortal hasta que la transformes de nuevo, ¿verdad? No te importa lo que le suceda a ella o a los demás con tal de llegar a ser un auténtico mago, ni aunque transformes al Toro en una rana toro, porque si lo haces no será más que un vulgar truco. Lo único que te importa es la magia. ¿Qué clase de mago es ése? Schmendrick, no me siento bien. Tengo que sentarme.

Schmendrick tuvo que llevarla en brazos durante un rato, porque no podía andar y sus ojos verdes repiqueteaban en su cabeza. 

—Exacto. Sólo me interesa la magia. Yo mismo habría capturado a los unicornios para Haggard si mi poder hubiera aumentado el grosor de medio cabello. Es verdad. No tengo preferencias ni lealtades. Sólo tengo la magia. 

Su voz era dura y triste.

—¿De veras? — Molly se revolvió como en sueños, presa del pánico, contemplando la oscilante luz—. ¡Qué horrible! —Estaba muy impresionada—. ¿Realmente eres así?
—No —dijo el mago, entonces o más tarde—. No, no es verdad. ¿Cómo podría ser así y tener tales preocupaciones? Molly, ahora debes caminar. Está allí. Está allí. 


Lo primero que Molly vio fueron los cuernos. Se cubrió la cara para rehuir la luz, pero los pálidos cuernos se abrieron paso implacablemente a través de las manos y los párpados hasta alcanzar el centro de su cerebro. Vio al príncipe Lír y a lady Amalthea de pie frente a los cuernos, mientras el fuego florecía en las paredes de la caverna y se elevaba hasta la oscuridad sin límites. El príncipe Lír desenvainó la espada, pero comenzó a arder en su mano. La dejó caer y se rompió como el hielo. El Toro Rojo golpeó el suelo con una pata y todos se desplomaron.
Schmendrick había confiado en que encontrarían al Toro esperando en su guarida o en algún lugar ancho, con suficiente espacio para presentar batalla, pero había subido silenciosamente por el pasadizo hasta dar con ellos; y ahora se extendía ante su vista, no sólo de una pared en llamas a la otra, sino, de alguna manera, en las mismas paredes y más allá de ellas, expandiéndose sin fin. Sin embargo, no se trataba de un espejismo, era el Toro Rojo todavía y siempre, que echaba humo, respiraba con tremendo estruendo y agitaba su ciega cabeza. Su mandíbula retruñía con el terrible sonido de algo enorme revolcándose en el barro. 

Ahora. Ahora es la hora, tanto si provoco la destrucción como un gran bien. Esto es el final. El mago se puso lentamente en pie, ignorando al Toro, escuchando sólo a su oculto yo como a una concha marina. Pero ningún poder se insinuó o habló en él. Solamente oyó el lejano y tenue aullido del vacío en su oreja, el mismo sonido, el único sonido que el viejo rey Haggard habría oído jamás al despertar o en sueños. No volverá a mí. Nikos estaba equivocado. Soy lo que aparento.

Lady Amalthea se alejó un paso del Toro, pero no más, y lo contempló serenamente mientras daba zarpazos con una pata delantera y exhalaba enormes, retumbantes y húmedos chorros de aire por las amplias ventanas de su nariz. Parecía desconcertado ante la presencia de la muchacha, casi enloquecido. No bramó. Lady Amalthea, bañada en la luz helada del monstruo, levantó la cabeza cuanto pudo para examinarlo en toda su magnitud. Sin volverse, buscó con su mano la del príncipe Lír. 

Bien, bien. No hay nada que yo pueda hacer y me alegro. El Toro la dejará pasar y ella se marchará con Lír. No podía ir mejor. Sólo me apenan los unicornios. El príncipe todavía no había advertido la mano que le ofrecían, pero en seguida volvió la cabeza y la vio, y la tocó por primera vez. Él no supo jamás que era lo que le ofrecía, pero ella tampoco lo supo. El Toro Rojo se encogió y cargó.

Llegó sin avisar, acompañado del ruido de los cascos al arañar la tierra; y, de ser ésa su intención, podría haber aplastado a los cuatro en ese único y silencioso ataque, pero permitió que se dispersaran y se apoyaran en las rugosas paredes. Pasó de largo sin dañarles, aunque fácilmente habría podido expulsarles a cornadas de sus frágiles refugios, como a otros tantos caracoles. Flexible como el fuego, giró donde no había espacio para girar y se lanzó sobre ellos por segunda vez, el hocico casi a ras del suelo, el cuello hinchado como una ola. Fue entonces cuando bramó. 


Huyeron y él les siguió; no tan rápido como cuando había cargado, pero lo bastante para que cada uno de los perseguidos se sintiera solo y sin amigos en la salvaje oscuridad. La tierra vibraba bajo sus pies y gritaban con toda la fuerza de sus pulmones, pero ni así podían escucharse. Cada bramido del Toro Rojo hacía que tierra y piedras se desprendieran y se derrumbaran sobre ellos y, a pesar de todo, trepaban dificultosamente como insectos heridos y el monstruo continuaba la persecución.

Mezclado con su loco estrépito les llegó otro sonido, el lastimoso quejido del castillo al estirar sus raíces, restallando como una bandera al viento de su ira. Y a través del pasadizo se coló muy débilmente el olor del mar. 

¡Lo sabe, lo sabe! Le engañé una vez de esa forma, pero no volverá a ocurrir. Mujer o unicornio, la empujará hacia el mar, tal como era su propósito, y mi magia no le disuadirá de hacerlo. Haggard ha ganado. 

Así pensaba el mago mientras corría, perdidas todas las esperanzas por primera vez en su larga y poco común vida. El camino se ensanchó de repente y desembocaron en una especie de gruta que no podía ser otra cosa que la madriguera del Toro. El hedor de su sueño era tan espeso y antiguo que contenía una nota de repugnante dulzor. La caverna adquirió tintes rojizos, como si su luz hubiera frotado las paredes hasta desgastarlas y se hubiera engastado en las grietas y en las hendiduras. Más allá continuaba el túnel y se adivinaba el confuso destello del agua al romper.

Lady Amalthea cayó tan irrevocablemente como se rompe una flor. Schmendrick saltó a un lado y fue rodando por el suelo para arrastrar a Molly Grue junto a él. Chocaron con fuerza contra un bloque de roca desprendido y se encogieron tras él; el Toro Rojo pasó a su lado lleno de furia, sin volverse, pero se detuvo entre una zancada y la siguiente. Este repentino silencio, roto únicamente por la respiración
del Toro y el distante rumor del mar, habría resultado absurdo de no ser por la causa que lo provocaba. 

Lady Amalthea yacía de costado, con una pierna doblada bajo el cuerpo. Se movía lentamente sin hacer el menor ruido. El príncipe Lír se interponía entre su cuerpo y el Toro, desarmado, pero con las manos en alto, como si aún sostuvieran la espada y el escudo. Una vez más en esa noche eterna dijo el príncipe: 

—No.

Parecía muy aturdido y al borde del desfallecimiento. El Toro Rojo no podía verle, y le hubiera matado sin saber siquiera que se encontraba en su camino. 

Asombro, amor y una gran tristeza sacudieron en ese momento a Schmendrick el Mago, se introdujeron en su interior y le llenaron, le llenaron hasta que se sintió rebosar y florecer con algo que no era ninguna de las tres emociones. En un principio no lo creyó, pero llegó hasta él de todas formas, tal como le había alcanzado y abandonado ya dos veces, dejándole mucho más estéril que antes. Esta vez era demasiado potente para dominarlo, fluía a través de su piel, brotaba de los dedos de las manos y los pies, se manifestaba por igual en sus ojos, en el pelo, en los omóplatos. Era demasiado potente para dominarlo, demasiado para utilizarlo; y de pronto se encontró sollozando por el dolor de su avaricia imposible. Pensó, o dijo, o cantó:

—No sabía que estaba tan vacío para llenarme tanto.
Lady Amalthea yacía donde había caído, aunque ahora intentaba incorporarse, y el príncipe Lír aún la protegía con las manos desnudas levantadas contra la forma enorme que se cernía encima suyo. La punta de la lengua del príncipe sobresalía en una esquina de la boca, prestándole la seria apariencia de un niño que está desmontando algo. Muchos años más tarde, cuando el nombre de Schmendrick había alcanzado mayor prestigio que el de Nikos y los forajidos se rendían ante su sola mención, nunca era capaz de practicar la magia sin ver al príncipe Lír bizqueando a causa del resplandor y con la lengua entre los dientes. 

El Toro Rojo piafó de nuevo. El príncipe Lír cayó de bruces y se levantó sangrando. El bramido del Toro fue creciendo y bajó súbitamente la hinchada y ciega cabeza y colgó como una de las balanzas del destino. El valiente corazón de Lír estaba suspendido entre los cuernos, como si ya goteara de sus puntas, como si el mismo príncipe estuviera aplastado y descuartizado; su boca estaba torcida, pero continuaba inmóvil. El rugido del Toro aumentó de volumen a medida que bajaba los cuernos. 


Entonces salió Schmendrick de su escondrijo y dijo unas palabras. Eran palabras breves, más bien mediocres en musicalidad o aspereza, inaudibles para el mago, a causa del espantoso alarido del Toro Rojo, pero sabía lo que significaban y sabía que podría pronunciarlas otra vez cuando quisiera, de la misma forma o con una construcción diferente. Las dijo dulcemente, con alegría, y al hacerlo sintió que la inmortalidad se desprendía de él como una armadura, o como un sudario.

Al oír la primera palabra del conjuro, lady Amalthea dio un agudo y amargo grito. Trató de llegar hasta el príncipe Lír, pero éste la protegía dándole la espalda y no la oyó. Molly Grue, desconsolada, se aferró al brazo de Schmendrick, pero el mago siguió hablando. Y en el mismo instante en que el prodigio tomó cuerpo, en el lugar donde ella había estado, blanco como el mar, tan infinitamente bello como poderoso era el Toro, aún lady Amalthea se aferró por un segundo a su forma provisional. Ya no estaba allí y, sin embargo, su rostro todavía flotaba como un suspiro en la luz fría y hedionda. 


Habría sido mejor que el príncipe Lír no se volviese hasta que ella desapareciera, pero lo hizo. Vio a la unicornio, que se reflejó en él como en un espejo, pero era a otra a quien llamaba, a la ausente, a lady Amalthea. La voz del príncipe determinó el fin de la muchacha; se desvaneció cuando gritó su nombre, como si hubiera anunciado la llegada del nuevo día.

Los acontecimientos se sucedieron rápidos y lentos a la vez, como en los sueños, donde realmente son indistintos. La unicornio permaneció muy quieta, mirándoles a todos con los ojos perdidos y ausentes. Parecía más hermosa de lo que Schmendrick recordaba, puesto que nadie puede retener en su memoria a un unicornio durante mucho tiempo; y, de hecho, ya no era igual que antes, como tampoco lo era el mago. Molly Grue se movió hacia él, dedicándole palabras dulces y sin sentido, pero la unicornio no dio señales de reconocerla. El maravilloso cuerno se erguía deslustrado como la lluvia. 

Con un bramido que resonó en las paredes de su madriguera y las reventó como la lona de un circo, el Toro Rojo cargó por segunda vez. La unicornio atravesó la caverna y se hundió en las tinieblas. El príncipe Lír, que se había apartado a un lado, no tuvo tiempo de saltar y fue barrido por el impulso del Toro en su persecución. Cayó a tierra sin sentido, con la boca abierta.

Molly quiso ir a socorrerle, pero Schmendrick la sujetó y la arrastró siguiendo los pasos del Toro y de la unicornio. Ninguna de las dos criaturas estaba a la vista, pero el túnel aún retumbaba con el eco de su carrera desesperada. Aturdida y desconcertada, Molly se rindió ante el arrojo del extraño, que ni la dejaba caer ni aflojaba el paso. Podía sentir, sobre su cabeza y a su alrededor, el quejido del castillo sobre la roca como un diente suelto. El verso de la bruja repiqueteaba en su memoria una y otra vez.
Y de Hagsgate sólo uno habrá
de destruir el castillo capaz.

De pronto notaron la arena bajo sus pies y el olor del mar, frío como el otro olor, pero tan delicioso y amigable que ambos pararon de correr y estallaron en grandes carcajadas. Por encima de sus cabezas, en lo alto del acantilado, el castillo del rey Haggard se elevaba hacia el cielo verde y gris de la mañana, salpicado de nubes delgadas y lechosas. Molly estaba segura de que el propio rey les estaría espiando desde una de las trémulas torres, pero no pudo verle. Algunas estrellas temblaban todavía en el turbio cielo azul que se extendía sobre el mar. No había marea, y la playa desierta tenía el brillo gris y húmedo de un crustáceo desnudo, pero en el extremo de la orilla el mar se doblaba como un arco, indicando que el reflujo había terminado. 


La unicornio y el Toro Rojo estaban frente a frente en la curva del arco, pero la unicornio daba la espalda al mar. El Toro avanzaba poco a poco, sin cargar, empujándola casi tiernamente hacia el agua, sin llegar a tocarla. La unicornio no se resistía. El cuerno carecía de brillo, y mantenía la cabeza baja; el Toro volvía a ser su dueño igual que lo había sido en la llanura de Hagsgate, antes de que se transformara en lady Amalthea. Podría haber sido el mismo amanecer sin esperanza, excepto por el mar.

Aunque todavía no estaba derrotada. Retrocedió hasta que una pata entró en contacto con el agua. Entonces saltó a través del resplandor mortecino del Toro Rojo y galopó a lo largo de la playa, tan veloz y ligera que el viento que levantaba al pasar borraba sus huellas en la arena. El Toro fue tras ella. 

—Haz algo —dijo una voz ronca a Schmendrick, repitiendo las palabras que Molly había pronunciado mucho tiempo atrás. El príncipe Lír se hallaba a su lado, la cara ensangrentada y con los ojos de un loco. Parecía el rey Haggard—. Haz algo. Tienes poderes. La transformaste en unicornio... Haz algo para salvarla. Te mataré si no lo haces.

Y mostró sus manos al mago.
—No puedo —respondió Schmendrick con calma—. Toda la magia del mundo no serviría para salvarla. Si no lucha con el Toro, deberá ir hacia el mar con los otros. Ni la magia ni el crimen pueden ayudarla. 

Molly percibió las pequeñas olas lamiendo la playa; volvía la marea. No vio a ningún unicornio rodando en el agua, a pesar de que los buscó y de su ardiente deseo de que estuvieran allí. ¿Y si era demasiado tarde? ¿Y si la última marea baja los había arrastrado mar adentro, allí donde los barcos no se arriesgan por temor a los pulpos gigantes y a las serpientes de mar, y alas junglas flotantes de pecios que capturan y hunden incluso a éstos? Entonces nunca encontraría a sus compañeros. ¿Se quedaría acaso con ella?

—Entonces, ¿para qué sirve la magia? —rugió el príncipe Lír—. ¿De qué vale toda esa hechicería, si no puede salvar a un unicornio? —continuó, y se agarró con fuerza al hombro del mago para no caer.
—Para eso están los héroes —dijo Schmendrick, sin volver la cabeza, con acento de burlona tristeza.

No podían ver a la unicornio debido a la inmensidad del Toro, pero de repente volvió sobre sus pasos y enfiló hacia ellos. El Toro la siguió, ciego y paciente como el mar, cavando grandes hoyos con sus patas en la húmeda arena. Humo y fuego, espuma y tempestad se emparejaron en la carrera, ninguno por delante del otro. El príncipe Lír gruñó por lo bajo al dar con la respuesta.

—Sí, claro. Para eso exactamente están los héroes. A los brujos les importa un bledo, dicen que nada importa, pero los héroes estamos destinados a morir por los unicornios.

Se soltó del hombro de Schmendrick, sonriendo para sí.
—Vuestro razonamiento contiene un error básico... —empezó Schmendrick, indignado, pero el príncipe no llegó a saber cuál era.


La unicornio pasó como un rayo junto a ellos, su aliento se derramaba blanco y azul y tenía la cabeza demasiado alzada, y el príncipe Lír saltó al encuentro del Toro Rojo. Por un momento desapareció completamente, como una pluma entre las llamas. El Toro pasó sobre él y le dejó tirado en tierra. Un costado de su cabeza chocó con demasiada violencia contra la arena y una pierna pataleó tres veces antes de inmovilizarse.

Se desplomó sin un grito. Un mazazo de dolor paralizó a Schmendrick y a Molly, que se quedaron tan silenciosos como el príncipe, pero la unicornio volvió. El Toro Rojo se detuvo también y maniobró para poder empujarla de nuevo hacia el mar.

Reanudó su afectado y coreográfico avance, pero la unicornio le prestó la misma atención que a un pájaro galanteador. Sin mover un músculo, contemplaba el cuerpo retorcido del príncipe Lír. La marea arreciaba con gran estrépito. La playa se había reducido a una franja cada vez más estrecha. Cabrillas de mar y otros peces se derramaban en el naciente amanecer, pero Molly no veía más unicornios que aquel al que consideraba de su propiedad. El cielo se teñía de escarlata sobre el castillo y, en la torre más alta, el rey Haggard se recortaba tan nítido y negro como un árbol de invierno. Molly podía ver la recta cicatriz de su boca y sus uñas oscuras que sobresalían del parapeto. Pero el castillo ya no puede caer. Sólo Lír lo habría conseguido. 
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Súbitamente, la unicornio chilló. No fue la nota desafiante que había empleado en su primer encuentro con el Toro Rojo, sino un agrio y chirriante lamento de pena, de privación y rabia, como jamás una criatura inmortal había proferido. El castillo se estremeció y el rey Haggard se echó hacia atrás, tapándose la cara con un brazo. El Toro Rojo titubeó, removió la arena con las patas y se encogió dubitativo. 

La unicornio gritó otra vez y se enderezó como una cimitarra. El suave despliegue de su cuerpo obligó a Molly a cerrar los ojos, pero los abrió a tiempo de ver cómo la unicornio se abalanzaba sobre el Toro Rojo, que esquivó su acometida. El cuerno de la unicornio brillaba, palpitante y tembloroso como una mariposa.  

Volvió a la carga y el Toro cedió más terreno, pesado y perplejo, pero todavía rápido como un pez. Sus cuernos eran del color y la apariencia del rayo, y el más ligero balanceo de su cabeza le hacía tambalear, pero continuaba batiéndose en retirada, directamente hacia el mar, como antes la unicornio. Ésta le embistió, dispuesta a matar, pero falló el golpe. Tal vez había corneado a una sombra, o a un recuerdo.

Y el Toro Rojo fue retrocediendo, sin resistencia alguna, hasta el borde del agua. Allí se inmovilizó, con la espuma remolineando entre sus patas y, la arena que se escurría entre ellas. No pretendía luchar ni huir, y la unicornio comprendió que jamás podría destruirle. Pese a ello, se preparó para otra carga, mientras que el Toro mugía sordamente, estupefacto.

Para Molly Grue, el mundo se había detenido en ese momento. Como si estuviera situada en una torre más alta que la del rey Haggard, contemplaba una pálida cáscara de tierra en donde un hombre y una mujer de juguete, con ojos de lana, seguían las evoluciones de un toro de arcilla y de una delicada unicornio de marfil. Había otros juguetes abandonados, un muñeco medio enterrado y un castillo de arena con un rey de madera apuntalado en una torre inclinada. La marea lo arrastraría todo dentro de un instante, y sólo quedarían los fláccidos pájaros de la playa volando en círculos.

—Molly —dijo Schmendrick, palmeándole la espalda para llamar su atención.
Desde el lejano confín del mar se acercaban olas encrespadas, grandes, pesadas olas que irradiaban bucles blancuzcos de su corazón verde, que se disolvían en humo al chocar contra los bancos de arena y las rocas viscosas y que raspaban la playa con el fragor del fuego. Los pájaros levantaron el vuelo chillando estrepitosamente, pero su enérgica protesta se perdió como un alfiler en el lamento de las olas. 

Y en la blancura y de la blancura florecieron en el agua deshilachada, sus cuerpos doloridos por los choques contra los huecos de mármol listado de las olas, y sus crines y colas y las frágiles barbas de los machos centelleaban al sol, y sus ojos eran oscuros y parecían engastados en joyas, como el fondo del mar..., ¡y, oh, el resplandor de sus cuernos, el resplandor de concha marina de sus cuernos! Los cuernos se erguían como los mástiles irisados de bajeles de plata. 

Pero no pisarían la arena mientras el Toro estuviera allí. Se revolcaban en los bajíos, girando locamente, asustados como un pez cuando son izadas las redes, ya no en el mar, sino a punto de perderlo. Centenares eran arrebatados en cada oleaje y lanzados contra los que pugnaban por evitar ser empujados a tierra firme, y aquéllos, a su vez, se debatían desesperadamente, se levantaban y caían y estiraban sus largos y nublados cuellos hasta el límite. 


La unicornio bajó la cabeza por última vez y se arrojó sobre el Toro Rojo. Si hubiera sido de carne real o un fantasma, el golpe lo habría reventado como una fruta podrida, pero dio la vuelta como sin darse cuenta y caminó hacia el mar. Los unicornios que estaban en el agua se atropellaron salvajemente para dejarle paso, pataleando y azotando el oleaje hasta reducirlo a un trémulo velo que sus cuernos vestía con los colores del arco iris; pero en la playa, en la cumbre del acantilado y a lo
ancho y a lo largo del reino de Haggard, la tierra respiró aliviada cuando se libró de su peso.

Se adentró un largo trecho antes de empezar a nadar. Las olas más grandes se rompían a la altura del corvejón y la tímida marea se batió en fuga. Pero cuando al fin se sumergió en la corriente, una gran porción del mar se alzó tras él; un oleaje verde y negro, profundo, uniforme y duro como el viento. Creció en silencio, abarcando toda la anchura del horizonte, hasta que cubrió las gibosas espaldas del Toro Rojo y se derramó de nuevo. Schmendrick soltó al príncipe muerto y corrió con Molly hasta que
la pared del acantilado les cortó el paso. La gran ola se derrumbó como un diluvio de cadenas.

Entonces los unicornios salieron del mar. Molly nunca los llegó a ver claramente; eran una luz que saltaba hacia ella y un grito que deslumbraba los ojos. Fue lo bastante lúcida para comprender que ningún mortal estaba destinado a ver todos los unicornios del mundo, así que trató de encontrar a su propio unicornio para contemplarle a placer. Pero eran demasiados y demasiado bellos. Ciega como el Toro, marchó a su encuentro con los brazos abiertos. Los unicornios la habrían atropellado con toda probabilidad, como el Toro Rojo había pisoteado al príncipe Lír, porque estaban ebrios de libertad. Pero Schmendrick habló y se apartaron a derecha e izquierda de los tres, aunque alguno saltó por encima, del mismo modo que el mar se estrella contra una roca y vuelve a formarse, incólume. 

Fluían alrededor de Molly y creaban una luz tan imposible como prenderle fuego a la nieve, mientras miles de patas hendidas cantaban como címbalos. La mujer permanecía muy quieta; no reía ni lloraba, porque su alegría era demasiado grande para que su cuerpo lo comprendiera.

—Mira arriba —dijo Schmendrick—. El castillo se derrumba.

Obedeció y vio que las torres se fundían a medida que los unicornios escalaban el acantilado con gigantescas zancadas y se dispersaban en torno a ellas, exactamente como si estuvieran hechas de arena y el mar las estuviera socavando. El castillo se desmenuzó en enormes y helados pedazos que se iban reduciendo de tamaño y adquirían el color de la cera mientras giraban en el aire, hasta que desaparecieron. Se desmoronó y desvaneció sin un ruido y no quedaron ruinas, ni en la tierra ni en la memoria de los que fueron testigos de su caída. Un minuto después, no conseguían recordar su emplazamiento o su aspecto. 

Pero el rey Haggard, que era completamente real, cayó entre los restos de su castillo desencantado como un cuchillo arrojado a través de las nubes. Molly le oyó reír una vez, como si se hubieran cumplido sus esperanzas. Un rey Haggard muy poco sorprendido. 

 
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