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lunes, 17 de septiembre de 2012

La sirenita - Hans Christian Andersen - Parte 2

Viene de "La sirenita - Hans Christian Andersen - Parte 1"


Siempre había sido muy tranquila y pensativa pero ahora lo era aún más. Las hermanas le preguntaron qué había visto en su primera salida a la superficie pero ella no les contó nada. Muchas noches y muchas mañanas salió a la superficie en el lugar donde había dejado al príncipe.

Vio cómo maduraban los frutos en el jardín y cómo los recogían, vio cómo la nieve se derretía en las altas montañas, pero no vio nunca al príncipe, y por eso cada vez volvía más apenada a su casa.

Su único consuelo era sentarse en su jardincito abrazando la estatua de mármol que se parecía al príncipe. Ya no cuidaba las flores, que crecían en matorrales invadiendo los senderos y entrelazando sus largos tallos y hojas entre las ramas de los árboles, de modo que el lugar quedaba muy sombrío.

Al fin ya no pudo resistir más y se lo contó a una de las hermanas y por supuesto muy pronto lo supieron las otras, pero nadie más, salvo una o dos sirenas más, que tampoco lo contaron más que a sus más íntimas amigas. Una de ellas sabía quién era el príncipe, porque también había visto la fiesta en el barco y sabía también de dónde era y dónde estaba su reino. 

- Ven, hermanita - le dijeron las otras princesas, y tomadas de los hombros salieron del mar en una larga fila justo delante del palacio del príncipe.

El edificio estaba labrado en una piedra tornasolada amarillo pálido con grandes escaleras de mármol, y una de ellas bajaba directamente al mar. Sobre el techo había magníficas cúpulas doradas, y entre las columnas que rodeaban todo el edificio, estatuas de mármol que parecían tener vida. A través de los transparentes cristales de las altas ventanas se veía el interior de los magníficos salones, donde colgaban costosas cortinas de seda y tapices, y de todas las paredes pendían grandes cuadros, daba gusto mirarlos.

En medio de la sala más grande saltaba el agua de una gran fuente; los chorros llegaban hasta arriba, a la cúpula de cristal del techo, y el sol se reflejaba a través de ella en el agua y en las lindas plantas que crecían alrededor de la fuente.

Ahora la sirenita sabía dónde vivía el príncipe, y volvió muchas tardes y muchas noches. Se acercaba mucho más a tierra de lo que se habría atrevido a acercar cualquiera de las demás sirenas. Remontaba el angosto canal que había justo debajo de un precioso balcón de mármol, que proyectaba una larga sombra sobre el agua. Allí se sentaba para contemplar al joven príncipe, que creía estar completamente solo a la clara luz de la luna.

Lo vio muchas noches navegar en su magnífica barca con música y banderas ondeantes. Ella miraba a través de los verdes juncos, el viento jugueteaba con su largo velo plateado y algunos que lo vieron creyeron que era un cisne que desplegaba sus alas.

Muchas noches escuchaba hablar a los pescadores, que salían con faroles al mar; contaban muchas cosas buenas del joven príncipe y entonces ella se alegraba de haberle salvado la vida cuando, medio moribundo, flotaba sobre las olas, y recordó cómo había apoyado su cabeza sobre su seno y cómo lo había besado con toda su alma; él en cambio no sabía nada de todo eso, ni siquiera podía soñar con ella.

Cada día sentía más afecto por la gente y cada día deseaba con más fuerza estar entre ellos. El mundo de los hombres le parecía mucho más grande que el de ella, ellos podían, en sus barcos, cruzar el mar, trepar por las montañas hasta las nubes, sus tierras se extendían con bosques y campos mucho más allá de lo que alcanzaba la vista. Era mucho lo que deseaba saber y, como las hermanas no sabían contestarle, recurrió a la anciana abuela. Ella sí conocía bien el mundo superior, como ella llamaba a las tierras que están sobre el mar.

- Si los hombres no se ahogan - le preguntó la sirenita - ¿viven eternamente, no se mueren como nosotros aquí en el mar?
- Sí - contestó la abuela -, ellos también se mueren y su vida es aún más corta que la nuestra. Nosotros podemos vivir trescientos años y cuando dejamos de vivir nos convertimos sólo en espuma de mar, no tenemos ni una sepultura aquí abajo entre nuestros seres queridos. Nosotros no tenemos un alma inmortal, no tendremos nunca otra vida, somos como los juncos verdes que una vez cortados no reverdecen más. Las personas, en cambio, tienen un alma que es inmortal, vive aun después que el cuerpo ha vuelto a la tierra; el alma se eleva en el aire diáfano hasta las brillantes estrellas. Así como nosotros salimos a la superficie del mar y miramos la tierra de los hombres, así ellos se remontan a sublimes alturas ignotas, que nosotros jamás veremos.
- ¿Por qué no hemos recibido nosotros un alma inmortal? - preguntó acongojada la sirenita -. Yo daría cada uno de mis trescientos años de vida a cambio de ser una persona un sólo día y después poder ir al cielo.
- No debes seguir pensando en eso - le dijo la anciana -; nosotros somos mucho más felices y mejores que la gete de allá arriba.
- Tendré que resignarme a morir y flotar como espuma de mar, nunca oiré la música de las olas, ni veré las lindas flores ni el rojo sol. ¿No puedo hacer nada para recibir un alma inmortal?
- No - dijo la anciana -, solamente si un hombre te quisiera tanto, tanto más que a su padre y a su madre, que se aferrase a ti con toda la fuerza de su pensamiento y del amor y que un sacerdote pusiera su mano derecha sobre la tuya prometiéndote felicidad aquí y en toda la eternidad, entonces su alma se uniría a tu cuerpo y participarías tú también de la dicha de los seres humanos. Te daría un alma, sin perder por eso la suya. Pero eso es imposible que suceda. Lo que aquí en el mar es tan lindo, me refiero a tu cola de pez, allá en la tierra es repulsiva. Ellos entienden que para ser hermosos necesitan dos toscos soportes que llaman piernas.

La sirenita suspiró y miró apenada su cola de pez.

- Seamos alegres - dijo la anciana -, saltemos y brinquemos los trescientos años que hemos de vivir, que es bastante tiempo, luego reposaremos tristemente en la tumba. Esta noche estamos de baile en la corte.

La fiesta fue de un esplendor como nunca se ve en la tierra. Las paredes y el techo del gran salón de baile eran de cristal grueso pero transparente. Centenares de enormes conchas rosadas y verde musgo estaban en fila, de cada lado, sosteniendo llamas azules que iluminaban todo el salón, y a través de las paredes el resplandor también iluminaba todo el mar. Se veían innumerables peces grandes y pequeños que nadaban contra los muros de cristal, en algunos brillaban escamas purpúreas, en otros parecían oro y plata. Fluía por el medio de la sala una rápida corriente y en ella bailaban sirenas y tritones al son de sus hermosos cantos. Los hombres en la tierra no tienen voces tan hermosas. La sirenita era la que cantaba mejor de todos y todos la aplaudían. Por un momento sintió alegría en su corazón, pues sabía que tenía la voz más hermosa de cuantas hay en la tierra y en el mar. Pero al momento volvió a pensar en el mundo que había por encima de ella. No podía olvidar al hermoso príncipe y su inmensa pena por no tener un alma inmortal como él.

 Por eso se deslizó fuera del palacio y mientras allí todo eran cantos y placeres ella se sentó triste en su jardincito. Entonces oyó un cuerno sonar a través del agua y pensó: "Es él, que navega allá arriba, aquél al que se aferran mis pensamientos y aquél en cuyas manos pondría la felicidad de mi vida. Todo lo daría por conquistarlo y por conseguir un alma inmortal. Mientras mis hermanas bailan en el palacio de mi padre, iré a ver a la bruja del mar, a la que siempre he tenido pavor, pero ella quizá pueda aconsejarme y ayudarme".

La sirenita salió de su jardín hacia donde brama la corriente de Mäelstrom, detrás de la cual vive la bruja. Nunca había tomado ese camino. Allí no crece ninguna flor, ni un alga, sólo el desnudo fondo gris de arena se extiende hasta la corriente de Mäelstrom donde el agua, con el estrépito de una rueda de molino, se revuelve enloquecida girando y destrozando todo lo que se pone a su alcance y llevándoselo a las profundidades. Por medio de esos remolinos siniestros debía pasar para llegar a los dominios de la bruja, y en un largo trecho no había más camino que el que atravesaba una ciénaga caliente y burbujeante que la bruja llamaba su pantano de turba. Detrás de un extraño bosque estaba su casa.

Todos los árboles y arbustos eran pólipos, mitad animales y mitad plantas, parecían serpientes de cien cabezas salidas de la tierra, todas las ramas eran largos brazos viscosos, con dedos como flexibles gusanos y se movían en todos los sentidos, desde la raíz hasta la última punta. Rodeaban y aprisionaban todo lo que el mar les ponía a su alcance y nunca más lo soltaban. La sirenita se detuvo afuera aterrorizada. Su corazón latía angustiado, estuvo a punto de volverse, pero pensó en el príncipe y en su alma y recobró el valor. Se ató el largo cabello flotante alrededor de la cabeza para que los pólipos que estiraban sus viscosos brazos y dedos hacia ella. Vio que cada uno tenía aprisionado lo que había conseguido alcanzar, y lo aferraba con cien pequeños brazos como fuerte alambre.

Las personas que habían muerto en el mar y se habían hundido allí asomaban como blancos huesitos por entre los brazos de los pólipos que retenían remos y cofres y esqueletos de animales terrestres. Pero lo que más le impresionó fue ver a una sirenita que habían aprisionado y estrangulado.

Llegó a una gran plaza cenagosa, donde grandes y gruesas culebras acuáticas se contorneaban mostrando sus feos blancoamarillentos.

En medio de la plaza había una casa toda hecha de huesos blancuzcos de náufragos. Allí estaba la bruja, dejando que un sapo comiese de su boca, del mismo modo que alguna gente deja comer azúcar de sus labios a los canarios. A las horribles culebras acuáticas les llamaba sus pollitos y las dejaba tirarse encima de su enorme pecho esponjoso.

- Ya sé lo que buscas - le dijo la bruja -; cometes una tontería, pero de todos modos se hará tu voluntad, aunque ella te traerá la desdicha, mi linda princesa. Quieres librarte de tu cola de pez y en su lugar tener dos soportes para caminar, igual que las personas, para que el joven príncipe se enamore de ti y puedas conseguirlo a él y también un alma inmortal.

Y en eso se rió tan fuerte y feo que el sapo y las culebras cayeron al suelo revolcándose.

- Llegas en el momento justo - dijo la bruja -; después de que salga el sol ya no podré ayudarte hasta dentro de un año. Te haré una bebida, y con ella, antes de la salida del sol, debes nadar hasta la orilla de la tierra, sentarte allí y beberla, la cola te desaparecerá y se transformará en lo que la gente llama hermosas piernas. Pero te va a doler. Sentirás como si te atravesara una afilada espada. Todos los que te vean dirán que eres la criatura más hermosa que han visto. Conservarás tu andar oscilante, ninguna bailarina podrá balancearse como tú, pero cada paso que des te dolerá como si pisases un afilado cuchillo y tendrás la sensación de desangrarte. Si estás dispuesta a sufrir todo esto, te ayudaré.

- Sí - contestó la sirenita con voz temblorosa, y pensó en el príncipe y en ganarse un alma inmortal.
- Pero ten presente - le recordó la bruja - que cuando hayas adquirido figura humana ya no podrás volver ser nunca más una sirena, nunca más podrás volver al agua para ver a tus hermanas y el castillo de tu padre. Y si no obtienes el amor del príncipe, si él no olvida a su padre y a su madre por ti, si no se aferra a ti con toda su alma y hace que el sacerdote una vuestras manos, declarándolos marido y mujer, no recibirás un alma inmortal y a la mañana siguiente del día de la boda del príncipe con otra mujer tu corazón se quebrará y serás espuma de mar.
- lo acepto - respondió la sirenita, que estaba pálida como una muerta.
- Pero a mí tienes que pagarme - dijo la bruja -, y no será poco lo que te exigiré. Tienes la más hermosa voz que existe aquí, en el fondo del mar, y con ella esperas cautivarlo, pero esa voz es lo que me darás. Lo mejor que tienes es lo que quiero, a cambio de mi valiosa bebida, ya que debo echar en ella mi propia sangre  para que la pócima sea cortante como un estilete.
- Pero, si me quitas la voz - se quejó la sirenita -, ¿qué me queda?
- Tu linda figura - dijo la bruja -, tu andar ondulante, tu mirada expresiva, con ello bien puedes seducir el corazón de un hombre. Y bien, ¿has perdido el valor? Saca tu lengua que te la cortaré como pago y recibirás la poderosa bebida.
- Así sea - dijo la sirenita, y la bruja puso su caldero para hervir la pócima embrujada.
- La limpieza es una virtud - y mientras lo decía se puso a fregar el caldero con las culebras que había atado juntas con un nudo; luego se hirió ella misma el pecho y dejó que su negra sangre goteara dentro de la olla; el vapor se levantaba formando unas figuras tan extrañas que daban miedo y terror. A cada momento la bruja echaba nuevos ingredientes en el caldero y cuando casi alcanzó el hervor produjo un sonido como el llanto de un cocodrilo. Finalmente estuvo lista la pócima, y parecía agua clara.
 - Aquí la tienes - dijo la bruja, y le cortó la lengua a la sirenita, que se quedó muda; ya no podía ni cantar ni hablar.
- Si al regresar a través del bosque los pólipos quieren apresarte - le dijo la bruja -, arrójales una única gota de la pócima y sus brazos y sus dedos saltarán en mil pedazos.

Pero la sirenita no necesitó recurrir a esto, pues los pólipos se retiraban temerosos de ella no bien veían la brillante bebida, que relucía en su mano como si fuera una estrella. Así atravesó rápidamente el bosque, el pantano y la rugiente corriente de Mäelstrom. Podía ver el castillo de su padre, las luces estaban apagadas en la gran sala del baile, seguramente todos dormían, pero no se atrevió a buscarlos, ahora estaba muda y los iba a abandonar. Sentía que el corazón le iba a estallar de pena. Se deslizó por el jardín, cortó una flor de cada uno de los canteros de sus hermanas, mandó miles de besos con la punta de los dedos hacia el palacio y subió por el mar azul oscuro.

El sol no había asomado todavía cuando divisó el castillo del príncipe y subió por la magnífica escalera de mármol. La luna brillaba clara. La sirenita bebió la ardiente y acre pócima y sintió como si un estilete le atravesara todo el cuerpo. Se desmayó y quedó allí tirada como muerta. Cuando el sol brillaba sobre el mar, se despertó y sintió un dolor ardiente, pero justo delante de ella estaba el hermoso y joven príncipe con sus renegridos ojos fijos en ella.

Continúa esta historia en "La sirenita - Hans Christian Andersen - Parte 3 - Final"

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