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sábado, 24 de noviembre de 2012

Una habitación de pesadilla - Sir Arthur Conan Doyle

Aunque su legado más conocido es el personaje Sherlock Holmes, Sir Arthur Conan Doyle escribió varios cuentos y novelas durante su existencia, y no todo fue relato de misterio y cuento policial: También dedicó su tiempo a la novela histórica y a la ciencia ficción. Tengo un libro, "Relatos de Misterio", que recopila algunos de sus cuentos policiales y "misteriosos" y es de ese libro que extraje la historia de hoy.
Pero no les daré detalles... mantengamos el suspenso y descubran por ustedes mismos el descenlace...

 

  Una habitación de pesadilla

La sala de estar de los Mason era un lugar muy singular. En uno de sus extremos estaba amueblado con un enorme lujo. Los amplios sillones y las suntuosas butacas, junto a las voluptuosas estatuillas y los ricos cortinados que colgaban de unos paneles decorativos de metal, constituían un marco adecuado para la delicada belleza de la dueña de casa. El señor Mason era un acaudalado hombre de negocios que no había escatimado esfuerzos ni dinero para satisfacer los caprichos y veleidades de su bella esposa. Y era natural que lo hiciera porque ella había renunciado a muchas cosas por él. A pesar de ser la bailarina más famosa de Francia y la heroína de una docena de extraordinarias novelas, la señora Mason había resignado una vida glamorosa, llena de placeres para compartir el destino de este humilde joven norteamericano. Para compensar lo que había perdido, él le dio todo lo que el dinero podía comprar. Tal vez algunos pensaran que no era de buen gusto hacer ostentación de su riqueza, y mucho menos publicarlo en los periódicos, pero salvo por algunas peculiaridades de este tipo, siempre se había comportado como un amante esposo y jamás dejaba de demostrarle su amor incondicional, aun cuando estuvieran rodeados de gente.

Pero la sala de estar sí que era una habitación singular. De entrada, parecía un ambiente familiar. Sin embargo, después de un tiempo, uno empezaba a notar sus características más siniestras. La habitación era silenciosa, muy silenciosa, porque las lujosas carpetas y gruesas alfombras ahogaban el ruido de las pisadas. Si hubiera una pelea - o incluso si un cuerpo cayera al piso - no se escucharía ningún sonido. Otra curiosidad que llamaba la atención era la falta de colorido, que se acentuaba por la escasa iluminación. Los muebles tampoco mostraban un gusto uniforme. Podría decirse que, tras gastar miles de libras en un tocador y un alhajero para guardar sus valiosas pertenencias, el joven banquero había recortado sus gastos drásticamente por temor a perder su solvencia. Como consecuencia, la habitación había quedado partida en dos: un extremo muy lujoso, que miraba hacia la calle y otro extremo austero y espartano, que más parecía reflejar el gusto de un asceta que el de una mujer amante de los placeres. Tal vez ése fuera el motivo de que pasara sólo unas pocas horas del día allí, a veces dos, a veces cuatro, aunque no por eso las vivía con menos intensidad. En esta tenebrosa habitación, Lucille Mason se comportaba como una mujer muy diferente y más peligrosa que en cualquier otro lugar.

Peligrosa, ésa era la palabra. Quién podría dudarlo al ver su esbelta figura tendida sobre la enorme piel de oso que cubría el sofá. Solía quedarse recostada sobre el codo derecho, con la delicada barbilla apoyada en su mano, mientras sus ojos grandes y lánguidos, adorables pero inconmovibles, miraban fijamente hacia delante con una intensidad que tenía algo de amenazadora. Su rostro era muy bonito, como el de un niño, pero la naturaleza lo había dotado de un toque sutil, una expresión indefinible, que delataba al diablo que habitaba en su interior. Se decía que los perros se espantaban al verla y que los niños eludían sus caricias y estallaban en llanto. Hay ciertos instintos que son más profundos que la razón.

En esta tarde especial algo parecía haberla conmovido enormemente. En su mano tenía una carta que había leído y releído varias veces. El entrecejo fruncido y los labios tensos demostraban su fastidio. De repente, dio un respingo y un atisbo de miedo suavizó la amenaza felina de su rostro. Se incorporó un poco y clavó la mirada en la puerta, escuchando con mucha atención, como si esperara oír lo que tanto temía. Por un instante, sonrió aliviada, pero el horror volvió a reflejarse inmediatamente en su mirada. No bien terminó de esconder la carta entre sus ropas, la puerta se abrió y un joven entró con paso enérgico. era Archie Mason, su esposo, el hombre que había amado, el hombre por el que había sacrificado su fama, el mismo hombre al que ahora consideraba el único obstáculo entre ella y una nueva y maravillosa experiencia.

El joven norteamericano tenía alrededor de treinta años, la cara lavada, el físico atlético, e iba impecablemente vestido con un traje a medida, que resaltaba su perfecta figura. Se detuvo junto a la puerta con los brazos cruzados, mirando fijamente a su esposa. Su rostro, perfecto y bronceado, tenía el aspecto de una máscara, excepto por la viveza de sus ojos. Ella seguía recostada sobre el codo, pero no le sacaba los ojos de encima. Había algo horrible en ese silencioso intercambio de miradas que interrogaban al otro como haciéndole saber que la respuesta a su pregunta, cualquiera que fuera, era de vital importancia. Él podría haber estado preguntándole, "¿qué has hecho?" y ella, por su parte, parecía estar diciendo, "¿qué es lo que te han dicho?". Finalmente, el joven caminó hasta el sofá y se sentó junto a ella sobre la piel de oso. La tomó delicadamente de la oreja y la obligó a girar la cabeza hacia él.

- Lucille - le dijo -, ¿estás tratando de envenenarme?

Ella se apartó bruscamente. Lo miró horrorizada y frunció los labios en señal de protesta. Estaba demasiado conmovida para hablar, pero el temblor de sus manos y la distorsión de sus facciones delataban tanto su sorpresa como su enojo. Cuando trató de levantarse, él la agarró con fuerza de la muñeca. Entonces, volvió a hacerle la misma pregunta, aunque las palabras que escogió esta vez acentuaron su terrible significado.

- Lucille, ¿por qué estás tratando de envenenarme?
- ¡Estás loco, Archie! ¡Loco! - le contestió ella, casi sin aliento.

Su pregunta le heló la sangre, sus labios y sus mejillas palidecieron y sólo atinó a mirarlo en su desvalido silencio, mientras él sacaba del bolsillo un pequeño frasco y lo sostenía frente a sus ojos.

- Lo tomé de tu alhajero - exclamó.

Dos veces intentó hablar, pero no pudo. Al final, una a una las palabras fueron saliendo de su boca:

- Ni siquiera lo he tocado.

Él volvió a meter la mano en el bolsillo y sacó una hoja, que desdobló y sostuvo frente a sus ojos.

- Este certificado del doctor Agnus dice que encontró doce gránulos de antimonio en mi cuerpo. Tengo también el testimonio del farmacéutico Du Val, que fue quien te lo vendió.

La expresión de su rostro era impresionante. Sin mucho que decir, se quedó mirándolo fijamente, con la desesperación del animal que ha caído en una trampa mortal.

- ¿Y bien? - insistió él.

No hubo respuesta; sólo un gesto de desesperación y súplica.

-¿Por qué? - le preguntó -. Quiero saber por qué - Mientras hablaba, vio la carta asomándose por el escote de su vestido y se la quitó con un rápido movimiento. Ella lanzó un grito de desesperación e intentó recuperarla, pero él la frenó con el brazo, mientras la recorría con la vista.
-¡Campbell! - exclamó -. ¿Por Campbell?

Ella se envalentonó nuevamente, puesto que ya no tenía nada que ocultar. Sus facciones se endurecieron y sus ojos brillaron como dagas.

-¡Sí, por Campbell! - le contestó.
- ¡Dios mío! ¡Por qué elegiste justo a Campbell?

El joven se levantó y comenzó a vagar por la habitación. Campbell era uno de los seres más distinguidos que había conocido en su vida. era un hombre con una larga historia de abnegación, coraje y de todas esas cualidades que caracterizan a los elegidos. Sin embargo, él también había caído en su trampa y había caído tan bajo como para traicionar - si no en los hechos al menos en la intención - a un hombre al que consideraba su amigo. Aunque pareciera increíble, era nada menos que la carta de un hombre arruinado que le imploraba a su esposa que huyera con él y compartiera su destino. En cada una de las palabras, la carta demostraba que no era de Campbell la idea de matar a Mason para eliminar el único obstáculo de su huida. El malévolo plan no podía provenir sino de la mente ruin y perversa que anidaba en esta habitación.

Mason era un hombre en un millón, un filósofo y pensador, además de un ser magnánimo con sus semejantes. La amargura le duró sólo un instante, en el que podría haber asesinado a los dos, a su esposa y a Campbell, y luego suicidarse con la serena convicción de alguien que ha cumplido con su deber. Sin embargo, mientras caminaba por la habitación, la cordura comenzó a prevalecer sobre sus pasiones. ¿Cómo podría culpar a Campbell? Quién mejor que él, Archie Mason, conocía el fatal hechizo de esta hermosa mujer. Había en ella algo más que su belleza física. Tenía un poder inigualable para atraer a los hombres y penetrar en lo más profundo de sus conciencias, para descubrir los aspectos más recónditos de su naturaleza. No sólo era capaz de estimular sus ambiciones sino incluso sus virtudes y era allí donde tejía su telaraña mortal. Él lo había vivido en carne propia. Cuando la conoció, ella era una mujer libre - o al menos así lo creyó - por lo que no tenía ningún impedimento para casarse con él. Pero, supongamos que ella hubiera sido una mujer casada. Nada le habría impedido apoderarse de su alma como lo había hecho con otros hombres. Y él, ¿hubiera sido capaz de rechazarla, acaso, sin hacer caso de sus deseos insatisfechos? Debía admitir que, a pesar de tener la fortaleza de los hombres de Nueva Inglaterra, no hubiera podido hacerlo. ¿Por qué, entonces, habría de enojarse tanto con este desgraciado amigo que se encontraba en la misma situación que él? Lo que sentía por Campbell era más bien piedad y compasión.

¿Y ella? Allí estaba recostada en el sofá, como una mariposa con las alas rotas, con sus sueños perdidos, su conspiración descubierta y su futuro oscuro y en peligro. Mason se compadeció también de ella, a pesar de que había intentado envenenarlo. Él sabía algunas cosas de su pasado. Sabía que había sido una niña malcriada desde su nacimiento, un ser indomable y desenfrenado que había aprendido a allanarse el camino gracias a su inteligencia, su belleza y su encanto. No toleraba los obstáculos y, cuando alguien se interponía en su felicidad, no escatimaba su maldad y su locura para sacarlo del camino. Pero, si ella estaba tratando de quitárselo de en medio, ¿no sería ésa una señal de que él no había sido capaz de brindarle la alegría y tranquilidad que buscaba? Tal vez fuera un hombre demasiado serio y reservado para un espíritu jovial y cambiante. Él era del Norte y ella del Sur. Durante un tiempo, como es lógico, habían sentido la atracción de los opuestos. Lo que no comprendió ni previó, sin embargo, es que eso no bastaba para que la unión fuera permanente. La responsabilidad era suya, porque su mente era superior a la de ella. Entonces sintió piedad por ella, como si se tratara de una niñita indefensa que no puede resolver sus problemas. Siguió caminando en silencio, con los labios apretados y las manos crispadas y, finalmente, volvió a sentarse junto a ella y tomó sus manos heladas e inertes entre las suyas. Sólo un pensamiento lo atormentaba. Este repentino cambio, ¿era un signo de caballerosidad o debilidad? La pregunta resonaba en sus oídos y en su mente. Hasta podía imaginar la pregunta grabada en su frente donde todo el mundo pudiera verla.

La pugna interior fue muy dura, pero al final se sintió vencedor.

- Deberás decidir con cuál de nosostros te quedas, querida - le dijo -. Si estás muy segura - y digo, segura - de que Campbell te hará más feliz, no me interpondré en tu camino.
- ¿Me estás ofreciendo el divorcio? - murmuró ella.

Su mano apretó el frasco de veneno.

-Puedes decirlo de ese modo, si lo prefieres - le contestó.

Los ojos de ella adquirieron un nuevo y extraño brillo. El hombre que tenía delante no era el hombre que había conocido. El norteamericano duro y pragmático había desaparecido. Le pareció ver en él a un héroe y un santo, un ser capaz de una abnegación casi inhumana. Las manos de ella rodeaban las de él.

-¡Archie! ¿Puedes perdonarme a pesar de todo? - preguntó, mientras señalaba el frasco de veneno.

Él le sonrió.

-Al fin y al cabo, no eres más que una criatura descarriada.

Ella estiró los brazos para abrazarlo. En ese momento, alguien llamó a la puerta. La criada entró del mismo modo sigiloso en que ocurrían todas las cosas en esa extraña habitación. Traía una tarjeta en una bandeja. Ella le echó apenas una mirada.

- Dígale al señor Campbell que no puedo atenderlo.

Mason se lavantó de un salto.

-Al contrario, nunca más bienvenido. Hágalo pasar de inmediato. 

Unos minutos después, la criada volvió con un joven soldado, alto y bronceado. Entró en la habitación con una amplia sonrisa, pero al ver los rostros del señor y la señora Mason, se detuvo vacilante, mirando a uno y otro sin comprender.

- ¿Qué pasa? - preguntó.

Mason dio un paso delante y apoyó la mano sobre su hombro.

-No te guardo rencor - le dijo-
-¿Rencor?
-Si, rencor. Estoy enterado de todo. Debo decir que, si hubiera estado en tu lugar, yo hubiera actuado de la misma forma.

Campebell dio un paso atrás y miró intrigado a la mujer. ella asintió con la cabeza y se encogió graciosamente de hombros.

- No tienes nada que temer. No te estamos tendiendo una trampa para que confieses. Lucille y yo hemos hablado abiertamente. Verás Jack, siempre me has parecido un caballero. Aquí tengo el frasco de veneno. Ya no me importa cómo llegó hasta aquí. Lo que importa es que, cualquiera de nosotros que se lo tome, habrá dejado el camino libre al otro.

Campbell enfureció hasta el delirio y dijo:

-Lucille, eres tú quien debe decidir. ¿Él o yo?

Durante todo este tiempo, una fuerza extraña había estado presente dentro de la habitación. Un tercer hombre, cuya presencia había pasado inadvertida para los tres actores de este drama pasional. Ninguno de ellos sabía desde cuándo estaba allí ni cuánto de lo que se dijo había escuchado. Estaba en cuclillas, apoyado contra la pared, en el rincón más alejado de la habitación. su aspecto era amenazador, como el de una serpiente al acecho. Permaneció siempre inmóvil y en silencio; el único signo de vida era el temblor de su puño derecho. Nadie podía verlo porque se ocultaba detrás de una caja cuadrada y de una cortina oscura que había descorrido convenientemente sobre ella. Había presenciado todas las etapas del drama con atención e interés y se aproximaba el momento en que debía intervenir. Ninguno de los otros tres había reparado en él. Absortos en el juego de sus propias pasiones, se habían olvidado de esa fuerza superior a ellos, que en cualquier momento se adueñaría de la escena.

-¿Y, que me dices, Jack? - preguntó Mason.

El joven soldado asintió con la cabeza.

-No, por amor de Dios. ¡No lo hagan! - gritó la mujer.

Mason destapó el frasco y colocó un mazo de naipes sobre la mesa auxiliar.

-No podemos cargarla con la responsabilidad de decidir - le dijo -. Vamos, Jack, al mejor de tres.

El capitán se acercó a la mesa y tanteó las cartas "fatales". La mujer se inclinó hacia adelante, sin quitar sus fascinados ojos de la mesa.

Entonces, y sólo entonces, llegó el momento esperado.

Súbitamente, el extraño se puso de pie, pálido y serio.

Los otros tres se sorprendieron al verlo y se quedaron observándolo con curiosidad. El hombre los miró con frialdad, como aquel que se sabe dueño de la situación.

-¿Cómo estuvimos? - preguntaron los tres al mismo tiempo.
-¡Horrible! - contesto - ¡Horrible! Mañana tendremos que grabar la escena completa otra vez.

 

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