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domingo, 30 de diciembre de 2012

Moby Dick - CXXXIII y CXXXIV - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - CXXIX, CXXX, CXXXI y CXXXII - Herman Melville"




Capítulo CXXXIII


LA CAZA. PRIMER DÍA


Aquella noche, durante la guardia de media, cuando el viejo —como solía hacer a intervalos— salió del portillo en que se apoyaba, y llegó a su agujero de pivote, de repente adelantó la cara ferozmente olfateando el aire marino, como un sagaz perro de barco al acercarse a alguna isla bárbara, y declaró que debía haber alguna ballena cerca. Pronto se hizo perceptible a toda la guardia ese peculiar olor que a veces emite a gran distancia el cachalote vivo, y ningún marinero se sorprendió cuando, después de inspeccionar la brújula, y luego el cataviento, y después de asegurarse, en todo lo posible,
del rumbo exacto del olor, Ahab ordenó rápidamente que se cambiara un poco el rumbo del barco y se disminuyera de paño.

La aguda prudencia que dictaba esos movimientos quedó justificada suficientemente al alborear, cuando se vio en el mar una larga mancha de calma, delante mismo, suave como el aceite, y semejante, en las plegadas arrugas de agua que la bordeaban, a las pulidas marcas de aspecto metálico de alguna rápida hendidura, de la corriente en una garganta de un torrente profundo y rápido.

¡Vigías a las cofas! ¡Todos a cubierta! Tronando con los extremos de tres espeques empuñados contra la cubierta del castillo, Daggoo despertó a los durmientes con tales golpes de juicio Final, que parecieron salir disparados por el portillo, de tan al momento como aparecieron con la ropa en la mano.

—¿Qué veis? —gritó Ahab, volviendo la cara hacia el cielo.
—¡Nada, nada, capitán! —fue el sonido que bajó en respuesta.
—¡Juanetes y alas! ¡Abajo y arriba, y a las dos bandas!

Desplegando todas las velas, soltó entonces el cable reservado o para izarle al mastelero de sobrejuanete, y pocos momentos después le izaban allí, cuando, sólo a dos tercios del camino hacia arriba, y mientras oteaba a través del vacío horizontal entre la vela de gavia y la de juanete, elevó por el aire un grito como de gaviota:

—¡Ahí sopla, ahí sopla! ¡Una joroba como un monte nevado! ¡Es Moby Dick!

Inflamados por el grito, que pareció repetido al instante por los tres vigías, los marineros en cubierta se precipitaron a las jarcias a observar la famosa ballena que tanto tiempo llevaban persiguiendo. Ahab ahora había alcanzado su altura final, a varios pies por encima de los demás vigías, y Tashtego estaba exactamente por debajo de él en el tamborete del mastelero de juanete, de modo que la cabeza del indio quedaba casi al nivel del talón de Ahab. Desde esa altura, la ballena se veía ahora a poco más de una milla, mostrando a cada ondulación del mar su alta joroba resplandeciente, y disparando con regularidad al aire su silencioso chorro. Para los crédulos marineros, pareció el mismo chorro silencioso que habían observado, hacía tanto tiempo, a la luz de la luna, en los océanos Atlántico e índico.

—¿Y no la visteis antes ninguno de vosotros? —gritó Ahab, dirigiéndose a los vigías.
—La vi casi en el mismo momento que el capitán Ahab, y la señalé —dijo Tashtego.
—No en el mismo momento, no en el mismo... no, el doblón es mío; el Destino me ha reservado el doblón. Yo sólo he sido: ninguno de vosotros tres habéis sido el primero en avistar a la ballena blanca. ¡Ahí sopla, ahí sopla, ahí sopla! ¡Otra vez, otra vez! —gritó, en tono prolongado, lento, metódico, a compás de las extensiones graduales de los chorros visibles de la ballena—. ¡Se va a zambullir! ¡Aferrar las alas! ¡Arriar juanetes! ¡Preparados para tres lanchas! Starbuck, no olvides, quédate a bordo, y guarda el barco. ¡Timonel, orza una cuarta! ¡Eso; firme, muchacho, firme! ¡Ahí va una cola! ¡No, no, es sólo agua negra! ¿Preparadas todas las lanchas? ¡Dispuestos todos! ¡Bájame, Starbuck; baja, baja, deprisa, más deprisa! —y se deslizó por el aire hasta cubierta.

—Va derecha a sotavento, capitán —gritó Stubb—: delante mismo de nosotros: todavía no puede haber visto el barco.
—¡Cállate, hombre! ¡Preparados a las brazas! ¡Caña toda a sotavento! ¡Braga a ceñir! ¡Flamear, flamear! ¡Eso; está bien! ¡A las lanchas, a las lanchas!

Pronto se arriaron todas las lanchas menos la de Starbuck; se izaron todas las velas de las lanchas y se movieron los canaletes, con velocidad ondeante, disparándose a sotavento, y llevando a Ahab a la cabeza del ataque. Un pálido fulgor mortal iluminaba los hundidos ojos de Fedallah; un horrible gesto le mordía la boca. Como silenciosas conchas de nautilus, sus leves proas avanzaban rápidas por el mar, pero se acercaban muy despacio al enemigo. Al llegar a su proximidad, el océano se hizo aún más liso: parecía extender una alfombra sobre sus olas: parecía una pradera a mediodía, de tan sereno como se extendía. Por fin el cazador sin aliento llegó tan cerca de su presa, al parecer libre de sospechas, que se hizo enteramente visible toda su abrumadora joroba, deslizándose por el mar como una cosa aislada, y envuelta continuamente en un anillo giratorio de la espuma más fina, como vellón verdoso. Vio las vastas y enredadas arrugas de la cabeza levemente replegada hacia atrás. Por delante de ella, a buena distancia, en las aguas blandas como alfombra persa, iba la centelleante sombra blanca de su ancha frente lechosa, y una ondulación musical que acompañaba juguetonamente a la sombra; y por detrás, las aguas azules fluían intercambiándose entre el valle móvil de su firme estela; y a un lado y a otro, claras burbujas surgían y danzaban junto a ella. Pero éstas volvían a romperse con las leves patas de centenares de alegres aves que salpicaban suavemente de plumas el mar, alternando con su vuelo entrecortado. Como un asta de bandera elevándose del casco pintado de una carabela, el alto, pero destrozado, palo de una lanza reciente salía del lomo de la ballena blanca; y de vez en cuando, alguno de la nube de pájaros de suaves patas que revoloteaban rasantes, como un baldaquino sobre el pez, se posaba y se mecía silenciosamente en ese palo, con sus largas plumas de la cola tendidas al viento como gallardetes.

Una suave alegría, una poderosa suavidad de reposo con velocidad revestía a la ballena en su avance. Ni el blanco toro Júpiter escapando a nado con la raptada Europa agarrada a sus graciosos cuernos, y con sus ojos atentos, maliciosos y enamorados, mirando de medio lado a la doncella, al navegar, con suave rapidez hechizadora, hacia su escondrijo nupcial en Creta; ni Jove, esa gran majestad suprema, superó a la glorificada ballena blanca al nadar de modo tan divino.

A cada uno de sus suaves lados — coincidiendo con la onda dividida, que, después de elevarla, luego se separaba tanto en su fluir—, a cada uno de sus claros lados, la ballena derramaba seducciones. No era extraño que entre sus cazadores algunos hubieran sido tan arrebatados y seducidos por toda esa serenidad, que se hubieran atrevido a asaltarla, para encontrar fatalmente que esa quietud no era sino el disfraz de los huracanes. Pero tranquila, seductoramente tranquila, ¡oh, ballena!, avanzas deslizándote, y para todos los que te miran por primera vez, no importa cuántos puedas haber engañado y seducido antes de ese modo. Y así, a través de las serenas tranquilidades del mar tropical, entre olas cuyas palmadas quedaban suspendidas por el éxtasis, Moby Dick se movía, aún escondiendo a la vista todos los terrores de su mole sumergida, y ocultando por entero el retorcido horror de su mandíbula. Pero pronto su parte delantera se elevó lentamente del agua; por un momento todo su cuerpo marmóreo formó un gran arco, como el Puente Natural de Virginia, y, como un aviso, agitó en el aire su cola igual que una bandera: el gran dios se reveló, se zambulló, y desapareció de la vista. Deteniéndose aleteantes y picando en el vuelo, las blancas aves marinas se demoraron anhelantes sobre el agitado charco que dejó.

Con los remos alzados, y los canaletes bajos, y con las escotas de las velas sueltas, las tres lanchas seguían flotando tranquilamente, en espera de la reaparición de Moby Dick.

—Una hora —dijo Ahab, quedándose arraigado en la proa de su lancha, y miró más allá del sitio de la ballena, hacia los penumbrosos espacios azules y los anchos vacíos fascinadores a sotavento. Fue sólo un momento, pues otra vez sus ojos parecieron revolverse en su cara al recorrer todo el círculo de aguas. La brisa ahora refrescaba; el mar empezaba a hincharse.
—¡Los pájaros, los pájaros! —gritó Tashtego.

En larga fila india, como las avutardas cuando emprenden el vuelo, los pájaros blancos volaban ahora todos hacia la lancha de Ahab, y al llegar a pocos pasos de él, empezaron a revolotear por el agua, girando en torno con alegres gritos de expectación. Su visión era más aguda que la del hombre; Ahab no podía descubrir señal alguna en el mar. Pero de repente, al escudriñar más y más hondo en sus profundidades, vio en lo hondo un blanco punto vivo, no mayor que una comadreja blanca, que subía con prodigiosa celeridad, agrandándose al subir, hasta que se volvió y entonces se mostraron claramente dos largas filas retorcidas de relucientes dientes blancos, subiendo a flote desde el fondo inescrutable. Era la boca abierta de Moby Dick y su mandíbula curvada; su vasta mole ensombrecida, aún medio mezclada con el azul del mar. La boca resplandeciente bostezaba bajo la lancha como una tumba marmórea con las puertas abiertas; y Ahab, dando un golpe lateral con el remo de gobernalle, hizo girar su embarcación desviándola de esa tremenda aparición. Luego, llamando a Fedallah para cambiar de sitio con él, se adelantó a la proa, y empuñando el arpón de Perth, mandó a sus tripulantes que agarraran los remos y se prepararan a retroceder.

Ahora, a causa del oportuno giro en redondo de la lancha sobre su eje, la proa, por anticipación, vino a quedar frente a la cabeza de la ballena cuando todavía estaba debajo del agua. Pero Moby Dick, como si percibiera esta estratagema con la maliciosa inteligencia que se le atribuía, se trasladó de lado, por decirlo así, en un momento, disparando hacia delante su arrugada cabeza por debajo de la lancha. Toda entera, en cada tabla y cada cuaderna, la lancha vibró por un instante, mientras la ballena, tendida oblicuamente sobre el lomo, a modo de un tiburón al morder, se metía la proa en la boca, despacio y como a tientas, de tal modo que la larga mandíbula inferior, estrecha y torcida, se elevó, rizada, por el aire, y uno de los dientes se atrancó en una chumacera. La azulada blancura perlada del interior de la mandíbula estaba a seis pulgadas de Ahab, llegando más arriba de ésta. En esa postura, la ballena blanca sacudía el ligero cedro como un gato benignamente cruel a su ratón. Con ojos sin asombro, Fedallah miró cruzándose de brazos, pero los tripulantes de amarillo atigrado se atropellaron unos sobre las cabezas de otros para alcanzar el extremo de popa.

Y entonces, mientras ambas elásticas regalas vibraban encogiéndose y estirándose, a la ballena, en su juego diabólico con la embarcación condenada, por tener el cuerpo sumergido bajo la lancha, no se la podía arponear desde la proa, pues la proa estaba casi dentro de ella, por decirlo así, y mientras las demás lanchas se detenían involuntariamente, como ante una crisis vital imposible de resistir, entonces, el monomaníaco Ahab, furioso con la cercanía tantalizadora de su enemigo, que le ponía vivo e inerme en las mismas mandíbulas que odiaba, entró en frenesí con todo ello, agarró el largo hueso con las manos descubiertas, y se esforzó locamente por arrancarle la lancha. Al intentarlo así vanamente, la mandíbula se le escapó; las frágiles regalas se doblaron y se deshicieron con un chasquido, mientras las mandíbulas, como enormes tijeras, deslizándose más a popa, cortaron completamente en dos la lancha de un mordisco, y se volvieron a cerrar firmemente en el mar, en medio de los dos restos flotantes. Éstos quedaron a sus lados, con los extremos rotos hundidos, mientras los tripulantes, en el resto de popa, se agarraban a las regalas y trataban de sujetarse a los remos para amarrarlos de través.

En ese momento inicial, antes de que se partiera la lancha, Ahab, el primero en darse
cuenta de la intención de la ballena —por la hábil elevación de la cabeza, movimiento que le hizo soltar su propio apoyo por el momento—, hizo con la mano en ese instante un esfuerzo final para sacar de un empujón a la lancha fuera del mordisco. Pero la lancha, resbalando más al interior de la boca de la ballena, y escorándose al deslizarse, le quitó su apoyo en la mandíbula, volcándole fuera, al inclinarse para empujar, de modo que se cayó de cara en el mar. Retirándose de su presa entre oleadas, Moby Dick quedó a poca distancia, sacando y metiendo verticalmente su alargada cabeza blanca por entre las olas y, a la vez haciendo girar todo su cuerpo ahusado, de modo que cuando subía su vasta frente arrugada —a unos veinte pies o más fuera del agua— las olas entonces levantadas,
con todas sus ondas confluyentes, se rompían centelleantes contra ella, lanzando vengativamente su desgarrada salpicadura aún más alto por el aire. Así en una galerna, las ondas del Canal, sólo a medias días derrotadas, retroceden desde la base de Eddystone, para sobrepasar triunfalmente su cima por su carrera. Pero volviendo a tomar pronto su postura horizontal, Moby Dick nadó rápidamente en torno a la tripulación náufraga, revolviendo lateralmente el agua en su vengativa estela, como si se animase a latigazos para otro ataque aún más mortal. La vista de la lancha hecha astillas parecía enloquecerla, como la sangre de uvas y moras echadas ante los elefantes de Antíoco, en el Libro de los Macabeos. Mientras tanto Ahab, medio ahogado en la espuma de la insolente cola de la ballena, y demasiado inválido para nadar —aunque todavía podía mantenerse a flote, aun en el corazón de semejante torbellino—, el inerme Ahab, mostraba la cabeza como una burbuja zarandeada que puede estallar a la menor ocasión. Desde la fragmentada popa de la lancha, Fedallah le observaba sin curiosidad y con benignidad; los tripulantes agarrados al otro extremo a la deriva no podían socorrerle, y ya hacían de sobra por cuidarse de sí mismos. Pues tan trastornadamente horrorizador era el aspecto de la ballena blanca, y tan planetariamente rápidos eran los círculos, cada vez más estrechos, que trazaba, que parecía ir a caer sobre ellos de plano. Y aunque las otras lanchas, intactas, todavía andaban por allí cerca, no se atrevían a remar hacia el remolino para arponear, no fuera a ser ésa la señal para la destrucción instantánea de los proscritos en peligro, Ahab incluido; y tampoco en ese caso podrían esperar ellos salvarse. Con miradas tensas, pues, se quedaron en el margen exterior de la zona de peligro, cuyo centro había llegado a ser la cabeza del viejo. Mientras tanto, todo esto se había avistado desde las cofas del barco, que, braceando en cruz, se había dirigido hacia la escena, y llegaba ya tan cerca que Ahab, desde el agua, le gritó:

—Navegad contra...

Pero en ese instante una ola que provenía de Moby Dick rompió contra él, y le abrumó por el momento. Sin embargo, volvió a salir luchando de ella, y al encontrarse en lo alto de una elevada cresta, gritó:

—¡Navegad contra la ballena! ¡Echadla de aquí!

El Pequod puso proa, y, rompiendo el círculo encantado, logró eficazmente separar a la ballena blanca de su víctima. Y mientras aquélla se alejaba de mal humor, las lanchas acudieron al salvamento.

Arrastrado a la lancha de Stubb con ojos cegados e inyectados de sangre, y con la espuma blanca cuajándose en sus arrugas, la larga tensión de la energía corporal de Ahab pareció quebrarse, y cedió inerme al juicio de su cuerpo por algún tiempo, quedando aplastado en el fondo de la lancha de Stubb, como pisado por las patas de rebaños de elefantes. Desde lo más íntimo de él, salían gemidos sin nombre, como desolados sonidos desde barrancos.

Pero esa intensidad de su postración física sirvió para abreviarla. En el margen de un instante, grandes corazones condensan a veces en un solo dolor agudísimo la suma total de esas penas superficiales que se difunden benignamente a través de las vidas enteras de hombres más débiles. Y así tales corazones, aunque sumarios en el sufrimiento de cada uno, sin embargo, si lo decretan los dioses, se reúnen en su vida entera toda una era de sufrimiento, completamente compuesta de intensidad instantánea, pues, aun en sus centros sin extensión, esas nobles naturalezas contienen los enteros ámbitos de almas inferiores.

—El arpón —dijo Ahab, medio levantándose, y apoyándose a rastras en un brazo doblado —, ¿está a salvo?
—Sí, capitán, porque no se lanzó: es éste — dijo Stubb mostrándoselo.
—Pónmelo delante: ¿faltan hombres?
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco... había cinco remeros, capitán, y aquí hay cinco hombres.
—Está bien. Ayúdame: quiero ponerme de pie. ¡Eso, eso, la veo!

“¡Allí, allí! Todavía a sotavento: ¡cómo salta el chorro! ¡Quitadme las manos de encima! ¡La savia eterna vuelve a correr por los huesos de Ahab! Izad la vela; fuera los remos; ¡la caña! Ocurre a menudo que, cuando se desfonda una lancha, sus tripulantes, recogidos por otra, ayudan al trabajo en esa segunda lancha, y la caza continúa así con lo que se llaman remos de doble bancada. Así fue ahora. Pero la aumentada fuerza de la lancha no igualó a la aumentada fuerza de la ballena, pues parecía haber puesto triple bancada a cada una de sus aletas, nadando con una velocidad que mostraba claramente que si ahora, en esas circunstancias, se proseguía la persecución, se prolongaría indefinidamente y sin esperanzas; y no había tripulación que pudiera aguantar tan largo período de tensión intensa e ininterrumpida en el remo: cosa apenas soportable solamente en alguna breve vicisitud. El propio barco, entonces, ofrecía el medio más prometedor para proseguir entretanto la caza. Conforme a esto, las lanchas se dirigieron entonces hacia él y pronto se acercaron a sus cabrias —amarrándose a ellas previamente las dos partes de la lancha destrozada— para izarlo luego todo al costado, tras de lo cual se desplegaron todas las velas y se reforzaron lateralmente con «alas», como las alas de doble coyuntura del albatros, y el Pequod siguió a sotavento la estela de Moby Dick. Con los conocidos intervalos metódicos, se anunciaba regularmente el centelleante chorro de la ballena desde las cofas, y cuando se informaba de que se había sumergido, Ahab observaba la hora, y luego, recorriendo la cubierta con el reloj de bitácora en la mano, en cuanto expiraba el último segundo de la hora prevista, se oía su voz:

—¿De quién es ahora el doblón? ¿La veis?

Y si la respuesta era « ¡No, capitán!», al momento mandaba que le izaran a su altura. De ese modo pasó el día Ahab; unas veces en lo alto e inmóvil; otras veces, caminando inquieto por la cubierta.

Mientras andaba así, sin emitir sonido, excepto para gritar a los vigías, o para pedir a los marineros que izaran más alto una vela, o que extendieran otra con mayor extensión; andando así, bajo su sombrero ladeado, a cada vuelta pasaba ante su propia lancha destrozada, que habían tirado en cubierta y quedaba allí volcada: la rota proa junto a la aniquilada popa. Por fin se detuvo ante ella; y lo mismo que en un cielo ya nublado a veces cruzan nuevas bandadas de nubes, así sobre la cara del viejo se deslizó una nueva tenebrosidad.

Stubb le vio detenerse, y quizá pretendiendo, aunque no con vanidad, evidenciar su propia fortaleza inabatida, y conservar así plaza de valiente en el ánimo del capitán, avanzó, y mirando la ruina, exclamó:

—¡El cardo que ha rehusado el burro; le pinchaba demasiado la boca, capitán, ja, ja!
—¿Qué ser sin alma es éste que se ríe delante de un destrozo? ¡Hombre, hombre! Si no supiera que eres tan valiente como el fuego sin temor (y tan maquinal como él) podría jurar que eres un cobarde. No gimas ni rías ante un resto de naufragio.
—Sí, capitán —dijo Starbuck, acercándose—: es un espectáculo solemne: un agüero, y malo.
—¿Agüero, agüero? ¡El diccionario! Si los dioses piensan hablar con franqueza al hombre, le hablan honradamente con franqueza, y no sacuden la cabeza y le dan una oscura sugerencia de viejas. ¡Vete! los dos sois los polos opuestos de una cosa: Starbuck es Stubb al revés, y Stubb, es Starbuck al revés: y sin embargo, los dos sois toda la humanidad, y Ahab está solo entre los millones de la tierra poblada, sin tener dioses ni hombres por vecinos suyos. ¡Frío, frío! ¡Tirito! ¿Y ahora qué? ¡Eh, arriba! ¿La veis? Señalad cada chorro, aunque lo lance diez veces por segundo.

El día casi había acabado; sólo se arrastraba la orla de su manto dorado. Pronto estuvo casi oscuro, pero no se hacía bajar aún a los vigías.

—Ya no podemos ver el chorro, capitán... demasiado oscuro... —gritó una voz desde el aire.
—¿Qué rumbo llevaba la última vez que la viste?
—Como antes, capitán; derecho a sotavento. ¡Bien! Esta noche viajará más despacio. Starbuck, arría juanetes y alas. No debemos alcanzarla antes de la mañana; ahora está haciendo una travesía, y podría ponerse un rato al pairo. ¡Eh, timonel!, ¡pon viento en popa! ¡Los de arriba, bajad! Stubb, envía un relevo a la cofa del palo mayor, y que siga habiendo alguien hasta que amanezca. —Luego, avanzando hacia el doblón en el palo mayor—: Muchachos, este oro es mío, porque me lo he ganado, pero lo dejaré ahí hasta que muera la ballena blanca; y ahora, el primero de vosotros que la señale en el día que muera, se ganará este oro; y si ese día la vuelvo a señalar yo, se repartirá entre vosotros diez veces esta suma. ¡Ahora, fuera! La cubierta es tuya.

Y diciendo así, se puso a medio camino en el portillo, y, ladeando el sombrero, se quedó allí hasta el amanecer, salvo cuando, a intervalos, se levantaba para ver cómo iba la noche.


Capítulo CXXXIV


LA CAZA. SEGUNDO DÍA

 Al romper el día, se relevaron puntualmente los tres vigías de las cofas.

—¿La veis? —gritó Ahab, después de dejar un pequeño intervalo para que la luz se difundiese.
—No vemos nada, capitan. ¡Todos a cubierta, y a toda vela! Viaja más deprisa de lo que yo creía; ¡las velas de juanete...! sí, deberían haberse dejado toda la noche. Pero no importa... no es más que descansar para lanzarse.

Aquí ha de decirse que esta pertinaz persecución de una determinada ballena proseguida a lo largo del día y de la noche, es cosa que no carece en modo alguno de precedentes en las pesquerías del mar del Sur. Pues es tal la prodigiosa habilidad, previsión de experiencia, y confianza invencible adquiridas por algunos grandes genios naturales entre los capitanes de Nantucket, que, por la simple observación de una ballena al ser avistada por última vez, son capaces, en ciertas circunstancias dadas, de predecir con bastante exactitud tanto la dirección fuera del alcance de la vista, cuanto su probable velocidad de avance durante ese período. Y, en esos casos, de modo algo parecido a como el piloto, cuando va a perder de vista una costa, cuya tendencia general conoce, y a la que desea volver en breve, pero en un punto más avanzado, se sitúa junto a la brújula y toma la posición exacta de la punta entonces visible, para poder acertar con más seguridad el promontorio remoto e invisible que ha de alcanzar por fin, así el pescador observa su brújula, con la ballena, pues tras ser perseguida y diligentemente observada a lo largo de varias horas de luz del día, luego, cuando la noche deja en oscuridad al pez, la futura estela del animal a través de la tiniebla está casi tan establecida para la sagaz mente del cazador como la costa para el piloto. De modo que era esta prodigiosa habilidad del cazador, la proverbial fugacidad de una cosa escrita en el agua, una estela, es tan de fiar, a todos los efectos deseados, como la tierra firme. Y lo mismo que ese poderoso leviatán férreo que es el moderno ferrocarril es tan familiarmente conocido en cada paso que, reloj en mano, los hombres cuentan su velocidad como los médicos el pulso de un niño, y dicen con ligereza que el tren ascendente o el descendente llegará a tal o cual sitio a tal o cual hora, igualmente, hay ocasiones en que estos hombres de Nantucket miden la hora a ese otro leviatán de las profundidades conforme al humor observado en su velocidad, y se dicen que dentro de tantas horas esta ballena habrá llegado a doscientas millas, y estará a punto de llegar a tal o cual grado de latitud o longitud. Pero para que esta agudeza tenga al fin algún éxito, el viento y el mar deben ser aliados del ballenero; pues ¿de qué utilidad inmediata es, para el marinero en calma chicha o con viento contrario, la habilidad que le asegura que está exactamente a noventa y tres leguas y cuarto de su puerto? Como deducción de estas afirmaciones, se derivan muchos sutiles asuntos colaterales respecto a la caza de las ballenas.

El barco se abría paso, dejando tal surco en el mar como cuando una bala de cañón fallida se convierte en reja de arado y revuelve la superficie del campo.

—¡Por la sal y el cáñamo! —gritó Stubb—, pero este vivo movimiento de la cubierta le sube a uno por las piernas y la hace cosquillas en el corazón. ¡Este barco y yo somos dos tipos valientes! ¡Ja, ja! Que alguien me agarre y me tire al mar de espaldas... pues ¡por el demonio! tengo un espinazo que es una quilla. ¡Ja, ja! ¡vamos con unos andares que no dejan polvo atrás!
—¡Ahí sopla, ahí sopla, ahí sopla, ahí delante! —fue entonces el grito del vigía.
—¡Eso, eso! —gritó Stubb—, lo sabía... no puedes escapar... ¡sopla y revienta el chorro, oh, ballena! ¡El loco diablo en persona va tras de ti! Sopla la trompa... hazte callos en los pulmones... Ahab pondrá dique a tu sangre, como un molinero que cierra la compuerta contra el torrente.

Y Stubb hablaba casi en nombre de toda la tripulación. El frenesí de la persecución, para entonces, les había invadido con su burbujeo como viejo vino renovado. Todos los pálidos miedos y presentimientos que algunos de ellos hubieran podido sentir antes, no sólo se escondían a la vista por creciente intimidación de Ahab, sino que se aniquilaban, huían derrotados por todas partes, como tímidas liebres de pradera que se dispersan ante el bisonte que embiste. La mano del Destino les había arrebatado a todos el alma; y con los agitadores peligros del día anterior, con el tormento de la suspensión de la pasada noche, con el modo fijo, sin temor, ciego, inexorable, con que su loca embarcación avanzaba zambulléndose hacia su blanco huidizo; con todas esas cosas, sus corazones iban disparados como bolas de bolera. El viento que hacía grandes barrigas de sus velas, y empujaba el bajel con brazos tan invisibles como irresistibles, parecía el símbolo de ese agente invisible que así les esclavizaba a la carrera. Eran un solo hombre, no treinta. Pues igual que en el barco único que les contenía a todos, aunque estaba compuesto de todas las cosas más opuestas —roble, arce y pino; hierro, pez y canamo—, todas estas cosas se interpenetraban en un solo casco concreto, que avanzaba disparado, a la vez equilibrado y dirigido por la larga quilla central, asimismo todas las individualidades de los tripulantes, el valor de aquel marinero, el miedo de aquel otro, la culpa y la culpabilidad, todo ello iba dirigido a esa metal fatal a que apuntaba Ahab, su único señor y su única quilla.

Las jarcias estaban vivas; las cofas, como las cimas de altas palmeras, rebosaban matas de brazos y piernas. Agarrándose a una percha con una mano, alguno extendía la otra agitándola con braceos impacientes; otros, haciéndose pantalla a los ojos ante la vívida luz del sol, se sentaban asomados a las balanceantes vergas; y toda la arboladura había dado completa generación de mortales, dispuestos y maduros para su destino. ¡Ah! ¡cómo se esforzaban aún por descubrir en ese azul infinito la cosa que podía destruirles!

—¿Por qué no la señaláis, si la veis? —gritó Ahab, cuando, tras un lapso de unos minutos tras la primera señal, no se oyó más—. ¡Izadme a lo alto, muchachos; os habéis engañado; Moby Dick nos lanza un chorro suelto de ese modo, para desaparecer después!

Así fue: en su ansia lanzada de cabeza, los marineros habían confundido alguna otra cosa con el chorro, como lo mostraron pronto a los mismos hechos, pues Ahab, apenas había alcanzado su alcándara, y apenas estaba el cable amarrado a su cabilla en cubierta, dio la nota de entrada a una orquesta que hizo vibrar el aire como con descargas combinadas de rifles. El triunfal saludo de treinta pulmones de cuero se escuchó cuando —mucho más cerca del barco que el lugar del chorro imaginario; a menos de una milla a proa— ¡Moby Dick en persona salió a la vista! Pues la ballena blanca ahora no reveló su cercanía por tranquilos e indolentes chorros, ni por el apacible derrame de aquella mística fuente de su cabeza, sino por el fenómeno, mucho más prodigioso, de su salto. Elevándose con la mayor velocidad desde las mayores profundidades, el cachalote dispara así su entera mole al puro elemento del aire y, acumulando una montaña de espuma deslumbrante, muestra su lugar hasta a distancia de siete millas o más. En esos momentos, las olas rotas y coléricas que se sacude parecen su melena; en algunos casos, ese salto es su gesto de desafío.

—¡Ahí salta, ahí salta! —fue el grito, al saltar al cielo la ballena blanca, como un salmón, en bravata inconmensurable. Tan repentinamente vista en la llanura azul del mar y recortándose contra el fondo aún más azul del cielo, la salpicadura que levantó, por el momento, centelleó y resplandeció intolerablemente como un glaciar, y se quedó allí disipando gradualmente su primera intensidad chispeante, hasta quedar en la vaga nebulosidad de un chaparrón que avanza por un valle.
—¡Sí, salta al sol por última vez, Moby Dick! —gritó Ahab—: ¡ya están a mano tu hora y tu arpón! ¡Abajo, abajo todos vosotros, un solo hombre en el palo de trinquete! ¡Las lanchas! ¡Preparados!

Desdeñando las tediosas tablas de jarcia y los obenques, los hombres cayeron en cubierta como estrellas errantes por burdas y estáis aislados, mientras Ahab, menos fugaz, aunque rápidamente, fue descolgado de su alcándara.

—Arriad las lanchas —gritó, tan pronto como alcanzó la suya: una lancha de repuesto, aparejada la tarde anterior—: Starbuck, el barco es tuyo; mantente separado de las lanchas, pero siempre cerca de ellas. ¡Arriad, todos!

Como para infundirles un vivo terror al ser esta vez la primera en atacar, Moby Dick se había vuelto y ahora se dirigía contra las tres tripulaciones. La lancha de Ahab estaba en medio; él, animando a sus hombres, les dijo que abordarían a la ballena proa a proa, esto es, remando derechos contra su frente; cosa no insólita, pues, dentro de ciertos límites, tal procedimiento deja el ataque inminente fuera de la visión lateral de la ballena. Pero antes de alcanzar esos límites, y cuando todavía las tres lanchas estaban tan claras ante sus ojos como los tres palos del barco, la ballena blanca, tomando furiosa velocidad, casi en un instante, como quien dice, se precipitó entre las lanchas con las mandíbulas abiertas y con la cola dando latigazos, en horrenda batalla a ambos lados; y sin prestar atención a los arpones que le disparaban desde todas las lanchas, parecía sólo empeñada en aniquilar hasta la última tabla de que estuvieran hechas esas lanchas. Pero con hábiles maniobras y girando incesantemente como corceles entrenados en la batalla, las lanchas la eludieron algún tiempo, aunque a veces por el ancho de una tabla, mientras, durante todo ese tiempo, el sobrenatural grito de Ahab hacía jirones todo clamor que no fuera el suyo. Pero por fin, en sus indistinguibles evoluciones, la ballena blanca cruzó y recruzó de tal modo, y enredó de mil maneras la extensión de las tres estachas que ahora la sujetaban, que se acortaron, y, por sí mismos, remolcaron a las obstinadas lanchas hacia los arpones clavados en ella, aunque entonces, por un momento, la ballena se echó un poco a un lado, como para concentrarse para un empujón más tremendo. Aprovechando esa oportunidad, Ahab empezó por soltar más estacha, y luego haló y recogió cada vez más, esperando de ese modo deshacer algunos enredos, cuando he aquí que se vio un espectáculo más salvaje que los dientes belicosos de los tiburones.

Enredados y retorcidos, prendidos en los laberintos del cable, arpones sueltos y lanzas, con todos sus aguzados filos y puntas, salieron, centelleando y goteando, hasta los bordes de la lancha de Ahab. Sólo cabía hacer una cosa. Empuñando el cuchillo de la lancha, lo metió en el momento crítico dentro, a través, y luego fuera de los radios de acero; tiró de la estacha que venía detrás, la pasó, dentro de la lancha, al remero de proa, y luego, cortando dos veces la estacha junto a la regala, tiró al mar todo el haz prendido de acero, y todo quedó como antes. En ese momento, la ballena blanca lanzó un ataque repentino entre los restantes enredos de las otras estachas, y, al hacerlo, arrastró irresistiblemente las lanchas de Stubb y Flask, más enredadas, hacia su cola; las golpeó juntas como dos cáscaras flotantes en una playa batida por la mar, y luego, sumergiéndose en lo hondo, desapareció en un remolino hirviente, en que durante un intervalo las aromáticas astillas de cedro de las lanchas destrozadas bailaron dando vueltas como la nuez moscada rallada en un bol de ponche agitado con rapidez. Mientras las dos tripulaciones seguían aún dando vueltas en las aguas queriendo aferrarse a las tinas de estacha, a los remos, y a otros objetos flotantes; mientras el pequeño Flask, escorado, subía y bajaba en el agua como una botella vacía, retorciendo las piernas hacia arriba, para escapar a las temibles mandíbulas de los tiburones, y Stubb gritaba enérgicamente que alguno le sacase a flote; y mientras el cable del viejo, ahora cortado, le permitía remar al cremoso charco para salvar a quien pudiera; en esa salvaje simultaneidad de mil peligros concretados, la lancha de Ahab, todavía intacta, pareció elevada al cielo por cables invisibles, cuando, como una flecha, disparándose verticalmente desde el mar, la ballena blanca lanzó su ancha frente contra su fondo y la mandó dando vueltas por el aire, hasta que volvió a caer, quilla arriba, y Ahab y sus hombres, lucharon por salir de debajo de ella, como focas en una cueva costera.

El primer impulso ascendente de la ballena —modificando su dirección al llegar a la superficie— involuntariamente la lanzó por ella a cierta distancia del centro de la destrucción que había causado; y, dándole la espalda, se quedó entonces un momento tocándose con la cola de lado a lado, y cada vez que encontraba en su piel un remo perdido, un trozo de tabla, o la menor astilla o migaja de las lanchas, la cola se echaba atrás vivamente y daba un golpe lateral por el agua. Pero pronto, como asegurada de que su tarea estaba cumplida por esa vez, hizo avanzar su frente arrugada por el océano, y, llevando a remolque las estachas enredadas, continuó su travesía a sotavento, con metódica velocidad de viajero.

Como antes, el atento barco observó toda la lucha y volvió a acercarse para el salvamento: arrió una lancha, y recogió a los marineros a flote, las tinas, remos, y todo lo demás que pudiera alcanzarse, llevándoselo a cubierta. Había de todo: hombros, muñecas y tobillos dislocados; contusiones con cardenales; arpones y lanzas retorcidos, remos y tablas destruidos, pero no parecía haberle ocurrido a nadie ningún mal fatal, ni aun serio. Como Fedallah el día anterior, Ahab apareció entonces sobriamente agarrado a la mitad rota de su lancha, que proporcionaba una flotación relativamente cómoda, y no se agotó tanto como en la desventura del día anterior.

Pero cuando le ayudaron a subir a cubierta, todas las miradas quedaron clavadas en él, porque en vez de erguirse por sí mismo, medio colgaba del hombro de Starbuck, que hasta entonces había sido el primero en asistirle. Su pierna de marfil estaba arrancada, dejando sólo una astilla corta y aguda.

—Eso, eso, Starbuck, a veces es dulce apoyarse, en quienquiera que uno se apoye: y ojalá que el viejo Ahab se hubiera apoyado más a menudo.
—El zuncho no ha resistido, capitán —dijo el carpintero, acudiendo entonces—; había metido buen trabajo en esa pierna.
—Pero espero que no se habrá roto ningún hueso —dijo Stubb, con sincero interés.
—¡Sí, y todo astillado en pedazos, Stubb! Ya lo ves. Pero aun con un hueso roto, el viejo Ahab sigue intacto, y consideró que ningún hueso vivo mío es ni una jota más yo mismo que este hueso muerto que se ha perdido. Ni hay ballena blanca, ni hombre, ni demonio que pueda más que arañar al viejo Ahab en su propio ser inaccesible. ¿Puede algún plomo de sonda tocar ese fondo, o algún mástil rascar ese techo? ¡Eh, vigías! ¿Por dónde va?
—Derecho a sotavento, capitán.
—¡Caña a barlovento, entonces; desplegad todas las velas otra vez, guardianes del barco! ¡Abajo las lanchas de repuesto y aparejadlas! Starbuck, ve a pasar revista a las tripulaciones de las lanchas.
—Déjeme primero acercarle a batayolas, capitán.
—¡Ah, ah, ah! ¡Cómo me acornea ahora esta astilla! ¡Destino maldito! ¡que el invencible capitán del alma tenga tan mísero primer oficial!
—¿Capitán?
—Mi cuerpo, hombre, no tú. Dame algo de bastón... eso, esa lanza rota servirá. Pasa revista a los hombres. Seguramente, no le he visto todavía. ¡Por el Cielo! ¡No puede ser! ¿Falta? ¡Deprisa! llámalos a todos.

El pensamiento sugerido por el viejo era cierto. Al pasar revista a los hombres, no estaba el Parsi.

—¡El Parsi! —gritó Stubb—: debió quedar enredado en...
—¡Que te mate el vómito negro! ¡Corred todos vosotros, arriba, abajo, al castillo... encontradle... no se ha ido... no se ha ido!

Pero volvieron rápidamente a él con la noticia de que el Parsi no se encontraba en ningún sitio.

—Sí, capitán —dijo Stubb—, se enredó entre los nudos de su estacha... Me pareció verle arrastrado abajo por la ballena.
—¡Mi estacha, mi estacha! ¿Se ha ido, se ha ido? ¿Qué quieren decir esas palabritas? ¿Qué toque de muerte suena en ellas, que el viejo Ahab tiembla como si fuese el campanario? ¡El arpón, también! Tira ese montón... ¿lo veis? El hierro forjado, hombre, el de la ballena blanca... no, no, no... ¡tonto encallecido! ¡esta mano lo disparó!... ¡está en el pez! ¡Eh, vigías! ¡No perderla de vista! ¡Deprisa! Todos los hombres a aparejar las lanchas... reunid los remos... ¡arponeros! ¡los hierros, los hierros! Izad los sobrejuanetes...¡cazad todas las escotas! ¡Eh, timonel, derecho, derecho, por tu vida! ¡Daré la vuelta diez veces al globo inmenso; sí, y me zambulliré derecho hasta atravesarlo, pero todavía la he de matar!
—¡Gran Dios! ¡Pero por un momento muéstrese en sí mismo! —gritó Starbuck—: jamás, jamás la capturarás, viejo. En nombre de Jesús, basta de esto: es peor que la locura del diablo. Dos días persiguiendo, dos veces desfondado en astillas; la misma pierna, otra vez se la han arrebatado de debajo; se ha ido su sombra mala... todos los ángeles buenos le acosan con exhortaciones... ¿qué más quiere tener? ¿Hemos de seguir persiguiendo a ese pez asesino hasta que hunda al último hombre? ¿Nos ha de arrastrar al fondo del mar? ¿Nos ha de arrastrar al fondo del mar? ¿Nos ha de remolcar hasta el mundo infernal? Ah, ah... ¡es impiedad y blasfemia seguir persiguiéndola!
—Starbuck, últimamente he sentido extraño afecto por ti; desde aquel momento en que los dos vimos... ya sabes qué, el uno en los ojos del otro. Pero en este asunto de la ballena, la vista de tu cara ha de ser para mí como la palma de esta mano, un vacío sin labios ni rasgos. Ahab es para siempre Ahab, hombre. Todo esto está decretado de modo inmutable. Lo ensayamos tú y yo un billón de años antes que se meciera el océano. ¡Loco! Soy el lugarteniente del Destino; actúo bajo órdenes. ¡Mira, esclavo!, a ver si me obedeces. Poneos a mi alrededor, hombres. Veis a un viejo cortado hasta el tocón, apoyándose en una lanza rota, sostenido por un solo pie. Este es Ahab... su parte corporal; pero el alma de Ahab es un ciempiés, que avanza sobre cien patas. Me siento tenso, medio deshilachado, como los cables que remolcan fragatas desarboladas en una galerna, y es posible que así lo parezca. Pero antes de romperme, me oiréis crujir; hasta que lo oigáis, saber que la guindaleza de Ahab aún sigue remolcando su propósito. ¿Creéis vosotros, hombres, en esas cosas llamadas agüeros? Entonces, ¡reíd fuerte, y pedid el bis! Pues antes que ahoguen, las cosas que ahogan tiene que subir dos veces a la superficie; y luego subir otra vez y hundirse para siempre. Así es con Moby Dick: dos días ha salido a flote: mañana será el tercero. Eso, hombres, volverá a subir... ¡pero sólo para lanzar el último chorro! ¿Os sentís hombres valientes?
—Como el fuego sin temor —gritó Stubb.
—Y lo mismo de maquinales —murmuró Ahab. Y luego, al marchar los marineros a proa, siguió murmurando—: ¡Esas cosas llamadas agüeros! Y ayer le dije lo mismo aquí a Starbuck, sobre mi lancha destrozada. ¡Ah, qué valientemente trato de arrancar de los corazones de los demás lo que se ha prendido tan fuerte en el mío! ¡El Parsi, el Parsi! ¡Se ha ido, se ha ido! Y él tenía que irse por delante... Pero todavía se le había de ver otra vez antes que yo pudiera perecer... ¿Cómo es eso? Ese es un acertijo que ahora podría desconcertar a todos los abogados, respaldados por los fantasmas de toda la estirpe de los jueces... Me pica en los sesos como el pico de un halcón. Pero ¡yo, yo lo resolveré!

Cuando cayó la noche, todavía se veía la ballena a sotavento.

Así que, una vez más, se recogieron las velas, y todo ocurrió casi igual que la noche anterior, salvo que se oyó el ruido de los martillos y el zumbido de la muela hasta cerca del amanecer, mientras los hombres trabajaban, a la luz de faroles, en el completo y cuidadoso aparejo de las lanchas de repuesto, y en el afilado de sus nuevas armas para el día siguiente. Entretanto, con la quilla rota de la embarcación destrozada de Ahab, el carpintero le hizo otra pierna, mientras, también como la noche pasada, Ahab, con el sombrero ladeado, permanecía fijo en su portillo, con su oculta mirada de heliotropo girando por adelantado en su esfera horaria, y orientándose hacia el este en espera del primer sol.


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