Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

lunes, 21 de enero de 2013

El Cascanueces y el rey de los ratones - Cap I, II y III - E. T. A. Hoffmann

Sin dudas, una de mis historias favoritas durante la infancia. Ni hablar de lo que amo el ballet basado en ella (de hecho, lo tengo en DVD)... y lo que adoré, ya entrando en la primera etapa de la adolescencia, el film animado llamado "El principe Cascanueces" (1990).
"El Cascanueces y el rey de los ratones"se publicó por primera vez en 1816 y de trata de uno de los cuentos infantiles clásicos escritos por E. T. A. Hoffmann, me arriesgo a decir que el más conocido. Nacido en alemania como Ernst Theodor Wilhelm Hoffmann, dicen cambió su tercer nombre, "Wilhelm", por "Amadeus" en honor a Mozart y de ahí su firma como escritor.
Como les comentaba hace unos días en facebook, en 1882 se estrenó "Cascanueces", el ballet con música de Tchaikovsky, obra que aunque al autor no satisfizo, encantó al mundo entero. La historia se basaba en una adaptación que Alejandro Dumas había hecho del cuento de E. T. A Hoffmann. He visto en algunas librerías una edición del cuento en cuya portada dice "El cascanueces, de Alejandro Dumas", pero no señores editores, el cuento es y será de Hoffmann... respetemos eso.
La novela infantil tiene 14 capítulos y la subiré por partes.
Espero que les guste :D






Capítulo I

La Nochebuena


El día 24 de diciembre los niños del consejero de Sanidad, Stahlbaum, no pudieron entrar en todo el día en el hall y mucho menos en el salón contiguo. Refugiados en una habitación interior estaban Federico y María; la noche se venía encima, y les fastidiaba mucho que —cosa corriente en días como aquél— no se ocuparan de ponerles luz.

Federico descubrió, diciéndoselo muy callandito a su hermana menor —de apenas tenía siete años—, que desde la mañana muy temprano había sentido ruido de pasos y unos golpecitos en la habitación prohibida. Hacía poco también que se había deslizado por el vestíbulo un hombrecillo con una gran caja debajo del brazo, que no era otro sino el padrino Drosselmeier. María palmoteó alegremente, exclamando:

—¿Qué nos habrá hecho el padrino Drosselmeier?

El magistrado Drosselmeier no era precisamente un hombre guapo; bajito y delgado, tenía muchas arrugas en el rostro; en el lugar del ojo derecho llevaba un gran parche negro, y disfrutaba de una enorme calva, por lo cual llevaba una hermosa peluca, que era de cristal y una verdadera obra maestra. Era además el padrino más habilidoso; entendía mucho de relojes de casa: el de Stahlbaum se descomponía y no daba la hora ni marchaba, se presentaba el padrino Drosselmeir, se quitaba la peluca y el gabán amarillo, se anudaba un delantal azul y comenzaba a pinchar el reloj con instrumentos puntiagudos que a la pequeña María le solían producir dolor, pero que no se lo hacían al reloj, sino que le daban vida, y a poco comenzaba a marchar y a sonar, con gran alegría de todos. Siempre que iba llevaba cosas bonitas para los niños en el bolsillo: ya un hombrecito que movía los ojos y hacía reverencias muy cómicas, ya una cajita de la que salía un pajarito, ya otra cosa. Pero en Navidad siempre preparaba algo artístico que le había costado mucho trabajo, por lo cual, en cuanto lo veían los niños, lo guardaban cuidadosamente los padres.

—¿Qué nos habrá hecho el padrino Drosselmeier? —repitió María.

Federico opinaba que no debía de ser otra cosa que una fortaleza en la cual pudiesen marchar y maniobrar muchos soldados, y luego vendrían otros que querrían entrar en la fortaleza, y los de dentro los rechazarían con los cañones armando mucho estrépito.

—No, no —interrumpía María a su hermano—: el padrino me ha hablado de un hermoso jardín con un lago en el que nadaban blancos cisnes con cintas doradas en el cuello, los cuales cantaban las más lindas canciones. Y luego venía una niñita, que llega al estanque y llamaba la atención de los cisnes y les daba mazapán.
—Los cisnes no comen mazapán —replicó Federico, un poco grosero—, y tampoco puede el padrino hacer un jardín grande. La verdad es que tenemos muy pocos juguetes suyos; en seguida nos los quitan; por eso prefiero los que papá y mamá nos regalan, pues ésos nos los dejan para que hagamos con ellos lo que queramos.

Los niños comentaban lo que aquella vez podría ser el regalo. María pensaba que la señorita Trudi —su muñeca grande— estaba muy cambiada porque, poco hábil como siempre, se caía al suelo a cada paso sacando de las caídas bastantes señales en la cara y siendo imposible que estuviera limpia. No servían de nada los regaños por fuertes que fuesen. También se había reído mamá cuando vio que le gustaba tanto la sombrilla nueva de Margarita. Federico pretendía que su cuadra carecía de un alazán y sus tropas estaban escasas de caballería, y eso era perfectamente conocido por su padre. Los niños sabían de sobra que sus papás les habrían comprado toda clase de lindos regalos que se ocupaban en colocar; también estaban seguros de que, junto a ellos, el Niño Jesús los miraría con ojos bondadosos, y que los regalos de Navidad esparcían un ambiente de bendición, como si los hubiese tocado la mano divina. A propósito recordaban los niños, que sólo hablaban de esperados regalos, que su hermana mayor, Elisa, les decía que era el Niño Jesús el que les enviaba, por mano de los padres, lo que más le pudiera agradar. Él sabía mucho mejor que ellos lo que les proporcionaría placer, y los niños no debían desear nada, sino esperar tranquila y pacientemente lo que les dieran. La pequeña María se quedó muy pensativa; pero Federico se decía en voz baja:

—Me gustaría mucho un alazán y unos cuantos húsares.

Había oscurecido por completo. Federico y María, muy juntos, no se atrevían a hablar una palabra; les parecía que en derredor suyo revoloteaban unas alas muy suavemente y que a lo lejos se oía una música deliciosa. En la pared se reflejó una gran claridad, lo cual hizo suponer a los niños que Jesús ya se había presentado a otros niños felices.

En el mismo momento sonó un tañido argentino: "Tilín, tilín." Las puertas se abrieron de par en par, y del salón grande salió tal claridad que los chiquillos exclamaron a gritos "¡Ah!... ¡Ah!..." y permanecieron como extasiados, sin moverse. El padre y la madre aparecieron en la puerta; tomaron a los niños de la mano y les dijeron:

—Venid, venid, queridos, y veréis lo que el Niño Dios os ha regalado.

Capítulo II

Los regalos


A ti me dirijo, amable lector y oyente, Federico..., Teodoro..., Ernesto, o como te llames, rogándote que te representes el último árbol de Navidad, adornado de lindos regalos; de ese modo podrás darte exacta cuenta de cómo estaban los niños quietos, mudos de entusiasmo, con los ojos muy abiertos; y sólo después de transcurrido un buen rato la pequeña María articuló dando un suspiro:

—¡Qué bonito!... ¡Qué bonito!

Y Federico intentó dar algún salto que le resultó demasiado a lo vivo.

Para conseguir aquel momento los niños habían tenido que ser juiciosos y buenos durante todo el año, pues en ninguna ocasión les regalaban cosas tan lindas como en ésta. El gran árbol, que estaba en el centro de la habitación, tenía muchas manzanas, doradas y plateadas, y figuraban capullos y flores, almendras garrapiñadas y bombones envueltos en papeles de colores, y toda clase de golosinas, que colgaban de las ramas. Lo más hermoso del árbol admirable era que en la espesura de sus hojas oscuras ardía una infinidad de lucecitas, que brillaban como estrellas; y mirando hacia él los niños suponían que los invitaba a tomar sus flores y sus frutos.

Junto al árbol todo brillaba y resplandecía, siendo imposible de explicar las muchas cosas lindas que se veían. María descubrió una hermosa muñeca, toda clase de utensillos monísimos y lo que más bonito le pareció: un vestidito de seda adornado con cintas de colores que estaba colgado de manera que se lo veía de todas partes, haciéndole repetir:

—¡Qué vestido tan bonito!... ¡Qué precioso!... Y de seguro que me permitirán que me lo ponga.

Entretanto, Federico ya había dado dos o tres veces la vuelta alrededor de la mesa para probar el nuevo alazán que encontrara en ella. Al apearse nuevamente, pretendía que era un animal salvaje, pero que no le importaba y que en él haría la guerra con los escuadrones de húsares, que aparecían muy nuevecitos, con sus trajes dorados y amarillos, sus armas plateadas y montados en sus blancos caballos, que se hubiera podido creer eran asimismo de plata pura.

Los niños, algo más tranquilos, se dedicaron a mirar los libros de estampas que abiertos exponían ante su vista una colección de dibujos de flores, de figuras humanas y de animales tan bien hechos que parecía iban a hablar; con ellos pensaban seguir entretenidos, cuando volvió a sonar la campanilla. Aún quedaba por ver el regalo del padrino Drosselmeier, y apresuradamente se dirigieron los chiquillos a una mesa que estaba junto a la pared. En seguida desapareció el gran paraguas bajo el cual se ocultaba hacía tanto tiempo, y ante la curiosidad de los niños apareció una maravilla. En una pradera, adornada con lindas flores, se alzaba un castillo con ventanas espejeantes y torres doradas. Se oyó una música de campanas, y las puertas y las ventanas se abrieron, dejando ver una multitud de damas y caballeros chiquitos pero bien proporcionados, con sombreros de plumas y trajes de cola, que se paseaban por los salones.

En el central, que parecía estar ardiendo —tal era la iluminación de las lucecillas de las arañas doradas—, bailaban unos cuantos niños con camisitas cortas y enagüitas siguiendo los acordes de la música de las campanas. Un caballero, envuelto en una capa esmeralda, se asomaba de vez en cuando a una ventana, miraba hacia fuera y volvía a desaparecer, en tanto que el mismo padrino Drosselmeier, aunque de tamaño como el dedo pulgar de papá, estaba a la puerta del castillo y penetraba en él.

Federico, con lo brazos apoyados en la mesa, contempló largo rato el castillo y las figuritas, que bailaban y se movían de un lado para otro; luego dijo:

—Padrino Drosselmeier, déjame entrar en el castillo.

El magistrado lo convenció de que aquello no podía ser. Tenía razón y parecía mentira que a Federico se le ocurriera la tontería de querer entrar en un castillo que, contando con las torres y todo, no era tan alto como él. En seguida se convenció.

Después de un rato, como las damas y los caballeros seguían paseando siempre de la misma manera, los niños bailando de igual modo, el hombrecillo de la capa esmeralda asomándose a la misma ventana a mirar y el padrino Drosselmeier entrando por aquella puerta, Federico impaciente dijo:

—Padrino, sal por la otra puerta que está más arriba.
—No puede ser, querido Federico —respondió el padrino.
—Entonces —repuso Federico— que el hombrecillo verde se pasee con el otro.
—Tampoco puede ser —respondió de nuevo el magistrado.
—Pues que bajen los niños; quiero verlos más de cerca —exclamó Federico.
—Vaya, tampoco puede ser —dijo el magistrado, un poco molesto—; el mecanismo tiene que quedarse conforme está.
—¿Lo mismo?... —preguntó Federico en tono de aburrimiento—. ¿Sin poder hacer otra cosa? Mira, padrino, si tus almibarados personajes del castillo no pueden hacer más que la misma cosa siempre, no sirven para mucho y no vale la pena de asombrarse. No; prefiero mis húsares que maniobran hacia adelante y hacia atrás a medida de mi deseo, y no están encerrados.

Y saltó en dirección de la otra mesa haciendo que sus escuadrones trotasen y diesen la vuelta y cargaran y dispararan a su gusto. También María se deslizó en silencio fuera de allí pues, lo mismo que a su hermano, le cansaba el ir y venir sin interrupción de las muñequitas del castillo; pero como era más prudente que Federico, no lo dejó ver tan a claras. El magistrado Drosselmeier, un poco amostazado, dijo a los padres:

—Estas obras artísticas no son para niños ignorantes; voy a volver a guardar mi castillo.

La madre le pidió que le enseñara la parte interna del mecanismo que hacía moverse de un modo tan perfecto a todas aquellas muñequitas. El padrino lo desarmó todo y lo volvió a armar. Con aquel trabajo recobró su buen humor, y regaló a los niños unos cuantos hombres y mujeres pardos con los rostros, los brazos y las piernas dorados. Eran de Thom y tenían el olor agradable y dulce de alajú, de lo cual Federico y María se alegraron mucho. Luisa, la hermana mayor, se había puesto, por mandato de la madre, el traje nuevo que le regalaran, y María, cuando se tuvo que poner también el suyo, quiso contemplarlo un rato más, cosa que se le permitió de buen grado.

Capítulo III

El protegido


María se quedó parada delante de la mesa de los regalos en el preciso momento en que ya se iba a retirar: había descubierto una cosa que hasta entonces no viera. A través de la multitud de húsares de Federico, que formaban en parada junto al árbol, se veía un hombrecillo, que modestamente se escondía como si esperase a que llegara el turno. Mucho habría que decir de su tamaño, pues, según se lo veía, el cuerpo, largo y fuerte, estaba en abierta desproporción con las piernas delgadas, y la cabeza resultaba asimismo demasiado grande. Su manera de vestir era la de un hombre de posición y gusto. Llevaba una chaquetilla de húsar de color violeta vivo con muchos cordones y botones, pantalones del mismo estilo y unas botas de montar preciosas, de lo más lindo que se puede ver en los pies de un estudiante, y mucho más en los de un oficial. Ajustaban tan bien a las piernecillas como si estuvieran pintadas. Resultaba sumamente cómico que con aquel traje tan marcial llevase una capa escasa, mal cortada, que parecía de madera, y una montera de gnomo. Al verlo pensó María que también el padrino Drosselmeier usaba un traje de mañana muy malo y nunca gorra y, sin embargo, era un padrino encantador. También se le ocurrió a María que el padrino tenía una expresión tan amable como el hombrecillo, aunque no era tan guapo.

Mientras María contemplaba al hombrecillo, que desde el primer momento le había sido simpático; fue descubriendo los rasgos de bondad que aparecían en su rostro. Sus ojos verde claro, grandes y un poco parados, expresaban agrado y bondad. Le iba muy bien la barba corrida, de algodón, que hacía resaltar la sonrisa amable de su boca.

—Papá —exclamó María al fin—, ¿a quién pertenece ese hombrecillo que está colgado del árbol?
—Ese, hija mía —respondió el padre— ha de trabajar para todos partiendo nueces, y, por tanto, pertenece a Luisa lo mismo que a Federico y a ti.

El padre lo cogió y, levantándole la capa, abrió una gran boca, mostrando dos hileras de dientes blancos y afilados, María le metió en ella una nuez, y... ¡crac!..., el hombre mordió y las cáscaras cayeron, dejando entre las manos de María la nuez limpia. Entonces supieron todos que el hombrecillo pertenecía a la clase de los partidores y que ejercía la profesión de sus antepasados. María palmoteó alegremente, y su padre le dijo:

—Puesto que el amigo Cascanueces te gusta tanto, puedes cuidarlo, sin perjuicio, como ya te he dicho, de que Luisa y Federico lo utilicen con el mismo derecho que tú.

María lo tomó en brazos, le hizo partir nueces; pero buscaba las más pequeñas para que el hombrecillo no tuviese que abrir demasiado la boca que no le convenía nada. Luisa lo utilizó también, y el amigo partidor partió una porción de nueces para todos, riéndose siempre con su sonrisa bondadosa. Federico, que ya estaba cansado de tanta maniobra y ejercicio, oyó el chasquido de las nueces, llegó junto a sus hermanas y se rió mucho del grotesco hombrecillo que pasaba de mano en mano sin cesar de abrir y cerrar la boca con su ¡crac!, ¡crac!

Federico escogía siempre las mayores y más duras, y una vez que le metió en la boca una enorme, ¡crac!, ¡crac!..., tres dientes se le cayeron al pobre partidor quedándole la mandíbula inferior suelta y temblona.

—¡Pobrecito Cascanueces! —exclamó María a gritos, quitándoselo a Federico de las manos.
—Es un estúpido y un tonto —dijo Federico—; quiere ser partidor y no tiene las herramientas necesarias ni sabe su oficio. Dámelo, María; tiene que partir nueces hasta que yo quiera, aunque se quede sin todos los dientes y hasta sin la mandíbula superior, para que no sea holgazán.
—No, no —contestó María llorando—; no te daré mi querido Cascanueces, mírale cómo me mira dolorido y me enseña su boca herida. Eres un cruel, que siempre estás dando latigazos a tus caballos y te gusta matar a los soldados.
—Así tiene que ser; tú no entiendes de eso —repuso Federico—, y el Cascanueces es tan tuyo como mío; conque dámelo.

María comenzó a llorar a lágrima viva y envolvió cuidadosamente al enfermo Cascanueces en su pañuelo. Los padres acudieron al alboroto con el padrino Drosselmeier, que desde luego, se puso de parte de Federico. Pero el padre dijo:

—He puesto a Cascanueces bajo el cuidado de María, y como al parecer lo necesita ahora, le concedo pleno derecho sobre él, sin que nadie tenga que decir una palabra. Además, me choca mucho en Federico que pretenda que un individuo inutilizado en el servicio continúe en la línea activa. Como buen militar, debe saber que los heridos no forman nunca.

Federico, avergonzado, desapareció, sin ocuparse más de las nueces ni del partidor, y se fue al otro extremo de la mesa, donde sus húsares, luego de haber recorrido los puestos avanzados, se retiraron al cuartel.

María recogió los dientes perdidos de Cascanueces, le puso alrededor de la barbilla una cinta blanca que había quitado de un vestido suyo, y luego envolvió con más cuidado aún con su pañuelo al pobre mozo, que estaba muy pálido y asustado. Así lo sostuvo en sus brazos, meciéndolo como a un niño, mientras miraba las estampas de uno de los nuevos libros que les regalaran.

Se enfadó mucho, cosa poco frecuente en ella, cuando el padrino Drosselmeier riéndose le preguntó cómo podía ser tan cariñosa con un individuo tan feo. El parecido son su padrino, que le saltara a la vista desde el principio, se le hizo más patente aún, y dijo muy seria:

—Quien sabe, querido padrino, si tú también te vistieses como el muñequito y te pusieses sus botas brillantes si estarías tan bonito como él.

María no supo por qué sus padres se echaron a reír con tanta gana y por qué al magistrado se le pusieron tan rojas las narices y no se rió ya tanto como antes. Seguramente habría una razón para ello.

2 comentarios: