Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

lunes, 11 de marzo de 2013

Los niños del agua - Capítulo IV - Charles Kingsley

Viene de "Los niños del agua - Capítulo III - Charles Kingsley"



 Capítulo IV


Dulce es la ciencia que Natura otorga.
Nuestro intelecto es indiscreto,
deforma la belleza de las cosas;
matamos para disecar.
Basta de ciencia ya. Basta de arte.
Cierra esas páginas estériles.
Ven y tráete contigo un corazón
que te haga ver y recibir.
WORDSWORTH


Los salmones continuaron río arriba, después de que Tom les advirtiera de las malvadas y viejas nutrias, y éste continuó río abajo bordeando la ribera, aunque despacio y con cautela. Pasaron muchos días, pues distaban muchas millas hasta el mar. Quizá Tom no habría encontrado nunca el camino si las hadas no lo hubieran guiado sin que él les viera la cara o sintiera sus tiernas manos.

Entonces, mientras avanzaba, tuvo una extraña aventura. Era una clara y sosegada noche de septiembre, y la luna brillaba con tanto resplandor a través del agua que Tom no podía dormir, a pesar de que tenía los ojos bien cerrados. Finalmente, subió hasta la superficie, se sentó en la punta de una roca y miró la luna ancha y amarilla. Se preguntó qué debía ser y pensó que lo estaba observando. Entonces contempló el reflejo de la luna sobre el río susurrante, las puntas negras de los abetos y los pastos cubiertos de escarcha plateada, y escuchó el lamento de la lechuza, el balido de la agachadiza, el aullido del zorro y la risa de la nutria. Olió el suave perfume de los abedules y las bocanadas de miel de brezo provenientes del páramo de los urogallos, allá arriba, y se sintió muy feliz, aunque no sabía por qué. Evidentemente, tú habrías pasado mucho frío sentado allí, en una noche de septiembre, sin una mínima pieza de ropa sobre tu espalda mojada; pero Tom era un niño del agua y, por lo tanto, sentía el mismo frío que podía sentir un pez.

De repente, vio algo muy hermoso. A lo largo de la orilla del río se movía una luz roja brillante que lanzó sobre el agua una raíz alargada en llamas. Tom, que era un granuja muy curioso, tuvo la necesidad de ir a ver lo que era, así que nadó hasta la ribera, se quedó delante de la luz cuando ésta se paró y en el extremo de una roca bajita se asomó a un tramo poco profundo.

Allí, bajo la luz, había cinco o seis salmones mirando hacia la llama, con los ojos abiertos como platos y meneando la cola como si les deleitara.

Tom se acercó a la superficie para ver más de cerca aquello tan maravilloso y salpicó agua.

Oyó una voz que dijo:

—Ahí ha picado un pez.

No sabía lo que significaban esas palabras, pero le pareció conocer su sonido y la voz que las pronunció. En la orilla distinguió a dos grandes criaturas bípedas: una de ellas sostenía la luz, que llameaba y chisporroteaba; y la otra, una vara alargada. Supo que eran hombres, se asustó y se arrastró hasta un agujero en la roca, desde donde podía ver lo que ocurría.

El hombre de la antorcha se inclinó sobre el agua y miró hacia dentro concienzudamente. Luego dijo:

—¡Eh, chico! Agarra ese pedazo de pez, debe de pesar cerca de siete kilos, que no se te escape.

Tom sintió que acechaba algún peligro y le entraron ganas de avisar a ese salmón bobo que no dejaba de contemplar la luz como si estuviera hechizado. Pero antes de que se decidiera, la vara atravesó el agua y luego sucedió algo espantoso, un chapoteo y una lucha feroz. Tom descubrió que habían arponeado al pobre salmón de arriba a abajo y que lo sacaban del agua.

Luego, desde atrás, otros tres hombres saltaron encima de los primeros y hubo gritos, golpes y palabras que Tom recordaba haber oído antes; se estremeció y sintió repulsión hacia ellos, pues de alguna forma notaba que eran extraños, feos, malos y horribles. Empezó a rememorarlo todo. Eran hombres y estaban peleándose; era una pelea salvaje, desesperada, que se desarrollaba de aquí para allá, como las que ya había visto antes demasiadas veces.

Se tapó las orejitas y deseó irse de allí nadando. Se alegró mucho de ser un niño del agua y no tener que relacionarse más con hombres brutos y horripilantes que se cubrían las espaldas con ropa sucia y la boca con bajas palabras; pero no se atrevió a moverse de su escondrijo. Mientras tanto, la roca temblaba sobre su cabeza con los pisotones y los forcejeos que tenían lugar entre los guardianes y los pescadores furtivos.

De repente, se produjo una salpicadura de agua tremenda, un rayo de luz aterrador y un siseo; entonces todo quedó en silencio.

Cerca de Tom, uno de los hombres había caído al agua. Era el que aguantaba la luz con la mano. Se hundió en el rápido del río y dio vueltas y más vueltas en la corriente. Tom oyó que allá arriba los hombres lo seguían, corriendo; parecía que lo buscaban, pero el agua se lo llevó hacia dentro, al hondo agujero que había en las profundidades. Entonces se quedó allí quieto y no lo pudieron encontrar.

Tom esperó mucho rato hasta que todo se calmó y luego echó un vistazo y vio que el hombre estaba tumbado. Finalmente, se armó de valor y nadó hacia él. «Puede ser —pensó—, que el agua haya hecho que se duerma, como me pasó a mí.»

Se aproximó a él, su curiosidad crecía cada vez más. Quería ir y echar un vistazo, pero tendría que hacerlo muy sigilosamente. Nadó alrededor del hombre, cada vez más cerca, pero como no se inmutaba se acercó hasta que pudo mirarle directamente a la cara.

La luna estaba tan resplandeciente que Tom pudo ver todas sus facciones y, poco a poco, fue recordando que se trataba de su viejo patrón, el señor Grimes.

Tom dio media vuelta y se alejó nadando tan rápido como pudo.

«¡Ay madre! —pensó—. Ahora se convertirá en un niño del agua. ¡Vaya si dará la lata, el muy asqueroso! Puede que me encuentre y vuelva a pegarme.»

De modo que volvió a subir un tramo, río arriba, y se quedó allí el resto de la noche, debajo de la raíz de un aliso. Al llegar la mañana, quiso descender otra vez hasta el gran remanso para ver si el señor Grimes ya se había convertido en un niño del agua.

Se acercó con mucho cuidado, escudriñando todas las rocas y escondiéndose debajo de las raíces. El señor Grimes aún estaba allí tumbado: no se había convertido en un niño del agua. Por la tarde, Tom regresó nuevamente al lugar ya que no podría estar tranquilo hasta descubrir qué había sido del señor Grimes. Pero esta vez el señor Grimes no estaba y Tom llegó a la conclusión de que se había convertido en un niño del agua.

El pobre chiquitín no sabía que podía estar muy tranquilo, puesto que el señor Grimes no se había convertido en un niño del agua ni en nada que se le pareciese. Sin embargo, continuó receloso porque durante mucho tiempo temió encontrarse repentinamente con su antiguo patrón en algún remanso profundo. No sabía que las hadas se lo habían llevado y lo habían puesto donde ponen todo lo que cae al agua: justo donde tiene que estar. Pero, verás, lo que le pasó al señor Grimes lo afectó tanto que nunca más volvió a pescar salmones furtivamente. Porque está claro que cuando un hombre se hace pescador furtivo declarado, la única manera de curarlo es poniéndolo bajo el agua durante veinticuatro horas, como a Grimes. Así que, cuando crezcas y te conviertas en un hombretón, compórtate como los tipos honestos y nunca toques un pez o una pieza de caza que pertenezca a otro hombre sin su consentimiento expreso. Si actúas así la gente te llamará caballero y te tratará como a tal, y quizá te invite a cazar o a pescar en vez de pegarte y tirarte al río o llamarte miserable pescador furtivo.

Más tarde, Tom continuó aguas abajo, pues lo asustaba quedarse donde había encontrado a su viejo amo. Y mientras se alejaba, todo el valle parecía triste. Las hojas rojas y amarillas caían como gotas al río, las moscas y los escarabajos se habían muerto o ya no estaban, y la gélida niebla otoñal yacía, baja, sobre los cerros y, a veces, se tumbaba sobre el río con tanto espesor que Tom no veía el camino. En lugar de verlo, lo sentía, siguiendo la corriente del arroyo día tras día, pasando bajo grandes puentes, al lado de botes y barcazas, por la gran ciudad, con sus embarcaderos, sus fábricas, sus altas chimeneas humeantes y sus barcos anclados en el arroyo. De vez en cuando chocaba con cabos gruesos, se preguntaba qué debían ser, echaba una ojeada y veía a los marineros holgazaneando a bordo, fumando sus pipas. Luego se volvía a sumergir, pues lo asustaba terriblemente la posibilidad de que los hombres lo agarraran y se convirtiera otra vez en un deshollinador. No sabía que las hadas siempre estaban cerca, cerrando los ojos a los marineros para que no pudieran verlo y apartándolo de los canales de los molinos, de las bocas de las alcantarillas y de todas las cosas malas y peligrosas. Pobrecillo, para él fue un viaje espantoso y en más de una ocasión anheló regresar a Vendale a jugar con las truchas bajo el brillante sol del verano. Pero no podía ser. Lo pasado, pasado está. Y las personas pueden ser niños pequeñitos, incluso niños del agua, sólo una vez en la vida.
Además, las personas que deciden ir a ver el mundo, tal como hizo Tom, es muy probable que lo consideren un viaje muy aburrido. Dichosos son los que no se descorazonan ni se paran a medio camino y continúan adelante valientemente hasta el final, como hizo Tom. Ya que, de no ser así, entonces, no serán ni chiquillos ni hombres, ni peces, carne o arenque ahumado: habrán aprendido muchas cosas y, sin embargo, nunca las suficientes.

No obstante, Tom siempre fue un pequeño bulldog inglés valiente y decidido que no aceptaba la derrota, y siguió adelante hasta que divisó a través de la niebla una gran anchura más allá de la boya roja. Entonces, para sorpresa suya, vio que el arroyo daba la vuelta, tierra adentro.

Era la marea, claro. Pero Tom no sabía nada acerca de la marea. En cuestión de un minuto, el agua dulce que lo rodeaba se había vuelto salada. Entonces sufrió un cambio. Se sentía igual de fuerte, ligero y fresco que si le corriera champán por las venas y dio, sin saber por qué, tres saltos de un metro fuera del agua, boca arriba, como hacen los salmones cuando tocan por primera vez la noble y rica agua salada, que, como dicen algunos sabios, es la madre de todos los seres vivos.

Ahora no le importaba que la marea viniera en dirección contraria. La boya roja estaba a la vista, bailando en el mar abierto; quiso ir hacia ella y hacia ella fue. Atravesó grandes cardúmenes de lubinas y salmonetes, que saltaban y se hundían en el agua persiguiendo a las gambas, pero no les hizo ningún caso ni ellos a él. En una ocasión pasó por el lado de una gran foca negra y brillante que venía detrás de los salmonetes. Sacó la cabeza y los hombros fuera del agua y miró a Tom con el mismo aspecto que un negro gordo y vejete con una calva gris. Tom, en vez.de asustarse, saludó:

—¿Cómo está, señor? Qué sitio más bonito es el mar, ¿verdad?

Y la vieja foca, en vez de intentar morderlo, lo miró con sus ojos suaves, soñolientos y parpadeantes, y respondió:

—Que tengas una buena marea, pequeño. ¿Buscas a tus hermanos y hermanas? Los he visto a todos allí fuera, mientras jugaban.

—Qué bien —dijo Tom—, por fin voy a tener compañeros de juego.

Y nadó hasta la boya, se subió a ella (pues se había quedado sin aliento), se sentó y buscó niños del agua a su alrededor. Pero no vio a ninguno.

La brisa marina venía junto con la marea y su frescor ahuyentó a la niebla; las pequeñas olas bailaban de alegría alrededor de la boya y la boya bailaba con ellas. Las sombras de las nubes hacían carreras a lo largo de la bahía azul y brillante y, sin embargo, nunca se alcanzaban las unas a las otras; las olas se zambullían alegremente sobre las amplias arenas blancas, saltaban por encima de las rocas para ver cómo eran los campos verdes que había dentro, se desplomaban y se fragmentaban en pedazos, y les importaba un pepino, puesto que se reintegraban y volvían a saltar. Las golondrinas de mar revoloteaban por encima de Tom como si fueran inmensas libélulas blancas con la cabeza negra, las gaviotas se reían como las niñas cuando juegan y los ostreros, con sus picos y patas rojos, volaban arriba y abajo, de punta a punta de la costa, y silbaban con dulzor y bravura. Tom miraba y miraba, y también escuchaba. Si hubiera podido ver a los niños del agua habría sido muy feliz. Entonces, cuando la marea repuntó, dejó la boya y dio vueltas y más vueltas, buscándolos; pero fue en vano. A veces creía oír cómo reían, pero sólo eran las risas del oleaje. A veces creía verlos en el fondo, pero sólo eran conchas blancas y rosadas. En cierta ocasión, se convenció de que había encontrado uno, pues vio dos ojos brillantes asomándose fuera de la arena. Se sumergió, empezó a escarbar y gritó: «¡No te escondas, me encantaría tener a alguien con quien jugar!». Y, de un salto, salió un rodaballo, con sus feos ojos y su boca torcida, y se alejó dando coletazos por el suelo, arrollando al pobre Tom. Entonces éste se sentó en el fondo del mar y derramó lágrimas saladas debido a su gran desilusión.

¡Mira que recorrer todo ese camino, enfrentarse a tantos peligros y, a pesar de ello, no encontrar a ningún niño del agua! ¡Qué duro! Bueno, realmente le pareció duro. Pero las personas, incluso los niños pequeños, no pueden obtener todo lo que desean sin haberse esforzado por conseguirlo, chiquitín, como algún día aprenderás.

Tom permaneció sentado encima de la boya durante largos días y largas semanas, observando el mar y preguntándose cuándo volverían los niños del agua. Pero nunca volvieron.

Entonces empezó a preguntar a todos los seres extraños que venían del mar si habían visto a alguno. Hubo quien le dijo que sí, y hubo quien no le contestó nada.

Se lo preguntó a las lubinas y a los gados, pero perseguían a las gambas con tanta avidez que ni se molestaron en decirle alguna palabra.

Luego se acercó una flota entera de caracoles de mar de color púrpura, que iban flotando cada uno sobre una esponja llena de espuma y Tom les preguntó:

—¿De dónde venís, hermosas criaturas? ¿Habéis visto a los niños del agua?

—No sabemos de dónde venimos y tampoco adonde vamos— contestaron los caracoles —. Nos pasamos la vida flotando en medio del océano, con la cálida luz del sol sobre nuestras cabezas y la corriente del Golfo de México debajo. Con eso nos basta. Sí, quizás hayamos visto a los niños del agua. Hemos visto cosas muy extrañas mientras navegábamos.

Después de decir esto, los muy lelos, se marcharon para desembarcar en la arena.

Entonces llegó un gran pez luna muy perezoso, del tamaño de un cerdo gordo cortado por la mitad. Él también parecía que estuviese cortado por la mitad y que lo hubieran estrujado dentro de un guardarropa hasta quedar plano; aunque, en contraste con su gran cuerpo y sus grandes aletas, tenía una boca de conejito, no más grande que la de Tom. Cuando Tom lo interrogó, le respondió con una vocecita chirriante y débil:

—Te aseguro que no lo sé; me he perdido. Yo quería ir a Chesapeake (1) y me temo que, no sé cómo, me he equivocado. ¡Madre mía! Y todo por seguir esa agua calentita tan agradable. Seguro que me he perdido.

Cuando Tom se lo volvió a preguntar, sólo contestó: «Me he perdido. No me hables, quiero pensar».

Sin embargo, como les ocurre a muchísimas personas, cuanto más trataba de pensar, menos pensaba. Tom lo vio deambular por la zona durante todo el día, hasta que los guardacostas divisaron su gran aleta, que sobresalía del agua. Remaron en su bote hasta donde estaba el pez luna y le clavaron el arpón. Luego se lo llevaron al pueblo para venderlo a un penique cada pieza y sacar un buen jornal. Pero, claro, eso, Tom no lo sabía.

Después, se acercó rodando un banco de marsopas —papás, mamás e hijitos—, todos muy suaves y relucientes, porque las hadas los barnizan a muñeca cada mañana. Al acercarse, suspiraron con tanta suavidad que Tom se armó de valor para hablar con ellos. Pero todo lo que dijeron fue: «hush, hush, hush», pues eso era todo lo que habían aprendido a pronunciar.

Más tarde llegó un banco de cetorrinos —algunos de ellos largos como un bote— y asustaron a Tom. Pero eran unos tipos perezosos y bondadosos, y no tiranos avariciosos como los tiburones blancos, los tiburones azules, los tiburones de las profundidades y los peces martillo, que se comen a los hombres; ni como los peces sierra, las zorras de mar y las oreas, que cazan a las pobrecillas ballenas. Los cetorrinos se acercaron, refregaron sus grandes costados en la boya y se quedaron tumbados, tomando el sol con sus aletas traseras fuera del agua. Habían comido tantos arenques que estaban muy atontados y Tom se puso muy contento cuando un bergantín carbonero los ahuyentó, porque, la verdad, apestaban y tuvo que taparse la nariz durante el rato que estuvieron allí.

Luego se acercó una criatura muy bonita, como una cinta de plata pura con cabeza afilada y unos dientes muy largos, que parecía muy enferma y triste. A veces no podía evitar rodar hacia un lado y entonces salía disparada, relumbrando como un fuego blanco; después se volvía a poner enferma y se quedaba quieta.

—¿De dónde vienes? —le preguntó Tom—. ¿Y por qué estás tan triste y enferma?

—Vengo de las Carolinas del Norte y del Sur, de los bancos de arena bordeados de pinos, donde las grandes rayas saltan y ondean, como murciélagos gigantes, sobre la marea. Pero he vagado yendo más y más al norte, montada en la traidora y cálida corriente del Golfo de México, hasta topar con los fríos icebergs que flotan en medio del océano. De modo que me enredé entre los icebergs y me congelé con su aliento helado. Pero los niños del agua me ayudaron a desenmarañarme y me liberaron. Ahora me voy recuperando día a día, pero estoy muy enferma y triste: quizá no pueda volver a casa nunca más para jugar con las rayas.

—¡Oh! —exclamó Tom—. ¿Has visto niños del agua? ¿Has visto a alguno por aquí cerca?

—Sí, de hecho volvieron a ayudarme. Si no llega a ser por ellos, se me habría zampado una gran marsopa negra.

¡Qué irritante! Los niños del agua cerca de él y, sin embargo, no encontraba a ninguno.

Entonces se alejó de la boya. Solía pasear por la arena y rodear las rocas, salía por la noche —como el tritón abandonado del hermosísimo poema del señor Arnold (2), que algún día tendrás que aprenderte de memoria— y acostumbraba a sentarse en la punta de una roca, entre las relucientes algas, durante las mareas bajas de octubre, mientras gritaba y llamaba a los niños del agua. Pero nunca oyó ninguna voz que le respondiera. Al final, se quedó muy enjuto y flaco a causa de su agitación y su continuo llanto.

Sin embargo, un día encontró a un compañero de juegos entre las rocas. ¡Qué pena! No era un niño del agua, sino una langosta; y una langosta muy distinguida, pues tenía percebes vivos en las garras, lo que representa una gran marca de distinción en el reino de las langostas que, igual que la buena conciencia o la Cruz Victoria, no se puede comprar con dinero.

Tom no conocía a ninguna langosta y ésta lo fascinó extraordinariamente, pues le pareció la criatura más curiosa, rara y ridícula que había visto. Y en eso no estaba muy equivocado, porque todos los hombres ingeniosos, todos los hombres científicos y todos los hombres imaginativos del mundo —metiendo a los antiguos pintores alemanes de espectros en el mismo saco— no podrían inventar nada tan curioso, ni tan ridículo como una langosta, incluso si se hirvieran todas sus ideas en un mismo cazo.

Tenía una garra nudosa y otra serrada, y a Tom le deleitaba contemplar cómo se agarraba a las algas con su garra nudosa mientras las cortaba con la dentada, y luego se las metía en la boca no sin antes haberla olido. Y los pequeños percebes siempre lanzaban sus redes, rastreaban el agua y se preparaban para recibir una ración de lo que hubiera para cenar.

Pero lo que dejó más perplejo a Tom fue cómo se impulsaba, como el juego de la rana saltarina que tú fabricas con el hueso de la pechuga de una oca. Efectivamente, daba unos saltos maravillosos y además hacia atrás. Cuando quería meterse en una grieta estrecha que estaba a diez metros, ¿qué crees que hacía? Si hubiera entrado de frente, evidentemente no habría podido darse la vuelta. Así que solía entrar de cola, con la espalda extendida para que la guiaran sus largas antenas, que tienen el sexto sentido en las puntas (y nadie sabe lo que es el sexto sentido). Luego retorcía los ojos hacia atrás, hasta que casi se le salían de sus órbitas, y después: ¡presenten armas... apunten... fuego! ¡Pam! Salía disparada y entraba de un salto en el agujero. A continuación se asomaba y hacía girar sus bigotes, como diciendo: «¿A que no sabes hacer eso?».

Tom le preguntó sobre los niños del agua. «Sí», respondió. Los había visto a menudo. Pero no les tenía demasiada consideración. Eran unas criaturitas entrometidas que iban por ahí ayudando a los peces y a las conchas que se metían en líos. Claro, desde su punto de vista, le habría dado vergüenza que la ayudaran unas suaves criaturitas que ni siquiera tenían caparazón en la espalda. Había vivido en este mundo el tiempo suficiente como para cuidar de sí misma.

La vieja langosta era orgullosa y no muy educada con Tom; aunque más adelante descubrirás que tuvo que cambiar de opinión antes de que todo acabara, como ocurre habitualmente con las personas engreídas. Sin embargo, era tan divertida y Tom estaba tan solo que no pudo reñir con él. Solían sentarse en los agujeros de las rocas y charlar durante horas y horas.

Un día de aquellos, Tom participó en una aventura muy extraña e importante. Tan importante que estuvo a punto de no encontrar jamás a los niños del agua. Seguro que eso te habría sabido mal.

Espero que durante todo este tiempo no te hayas olvidado de la damita de piel nívea. En cualquier caso, ahora aparecerá esa limpia, blanca, buena y pequeña preciosidad, como siempre fue y siempre será. Sucedió durante los días cortos y agradables de diciembre, cuando el viento siempre sopla del sudoeste hasta  que el viejo Papá Noel llega y extiende el gran manto blanco, y los niños y niñas están listos para dar a los pajaritos su cena de Navidad a base de migas... Sucedió (como iba diciendo) durante los agradables días de diciembre, cuando Sir John estaba tan ocupado cazando que nadie en casa podía sacarle ni una sola palabra. Cazaba cuatro días a la semana realizando una gran cacería; los otros dos días ejercía la judicatura y acudía a la junta de guardianes, y actuaba con muy buena justicia. Cuando llegaba a casa a tiempo, cenaba a las cinco, pues odiaba esa nueva moda absurda de cenar a las ocho durante la temporada de caza, lo cual obliga a un hombre a pedir al lacayo el favor de darle carne de ternera y cerveza frías al llegar a casa. De esta forma, pierde el apetito, y luego duerme en el sofá de su dormitorio, agarrotado y cansado, durante dos o tres horas antes de poder cenar como un caballero.

Cuando seas tu propio dueño, pequeñín, debes ser como Sir John y, si quieres leer mucho y montar mucho a caballo, mantén los horarios tradicionales de Cambridge —el desayuno a las ocho y la cena a las cinco—, con lo cual conseguirás hacer el trabajo de dos jornadas en una sola. Aunque, claro, si encuentras un zorro a las tres de la tarde, lo persigues hasta que oscurezca y lo dejas a más de treinta kilómetros de casa, debes retrasar la cena hasta que puedas cazarlo, tal como han hecho hombres mejores que tú. Sólo debes tener en cuenta que si a ti te entra hambre, a tu caballo no; no obstante, dale sus gachas calientes y su cerveza, y llévalo a casa con tacto. Recuerda que los buenos caballos no crecen en el seto como las moras.

Sucedió (como iba diciendo por segunda vez) que Sir John, que salía a cazar durante todo el día y cenaba a las cinco, se dormía cada noche y roncaba de un modo tan terrible que todas las ventanas de Harthover temblaban y el hollín caía de las chimeneas. Por esta razón, la señora, viendo que tenía tantas posibilidades de conseguir una conversación con él como de obtener el canto de un ruiseñor, decidió irse y dejar que todas las noches Sir John, el doctor y el capitán Swinger, el apoderado, roncaran al unísono y a sus anchas. De modo que partió hacia la costa con sus hijos para hacer vida sana gracias a una ligera exposición al yodo. También podría haberse quedado en casa y haber utilizado las vejigas acuosas de caballo de Parry (3), pues había muchas en los establos. En ese caso se habría ahorrado el dinero y la posibilidad de que todos sus hijos enfermaran (como pasa con cientos de niños) por haberlos llevado a un hostal que apestara y estuviera mal drenado, preguntándose después cómo podían haber cogido la escarlatina y la difteria. Pero la gente no será suficientemente lista para comprender eso hasta que haya muerto debido a los malos olores. Y entonces será demasiado tarde. Además, era cierto que Sir John roncaba muy fuerte.

Sin embargo, nadie debe saber adonde fue la señora por si las jóvenes damas empiezan a pensar que allí hay niños del agua. Porque entonces los perseguirían y escarbarían para encontrarlos (además de causar un aumento en el precio de los hostales), y los pondrían en acuarios, igual que las damas de Pompeya (como puedes ver en los cuadros) que solían poner a los cupidos en jaulas. Pero nadie ha oído decir nunca que las damas de Pompeya hicieran pasar hambre a los cupidos o los dejaran morir de suciedad y abandono, como hacen las jóvenes damas inglesas con las pobres bestias del mar. De modo que nadie debe saber adonde fue la señora. Dejar morir a los niños del agua está tan mal como robar los huevos de los pájaros cantarines, porque, aunque haya miles, qué digo, millones de ambos en el mundo, no sobra ninguno.

Pues bien, sucedió que un día, justo en la orilla y por las rocas donde Tom estaba sentado con su amiga la langosta, pasó caminando Ellie, la pequeña y blanca damita, acompañada por un hombre realmente sabio: el profesor Ptthmllnsprts.

Su madre era holandesa y, por lo tanto, nació en Curaçao (evidentemente tú ya sabes geografía y, por consiguiente, ya sabes por qué); y su padre era polaco y, por lo tanto, se crió en Petropaulowski (evidentemente ya sabes de política moderna y, por consiguiente, ya sabes por qué). A pesar de todo, como buen inglés, codiciaba los bienes de sus vecinos. Se llamaba, como he dicho, profesor Ptthmllnsprts, que es un nombre polaco muy antiguo y noble.

Como también he dicho, era un grandísimo naturalista y el profesor principal de Necrobioneopaleonthidroctonantropopitecología de la nueva universidad que había fundado el rey de las islas Caníbal. Como miembro de la Sociedad por la Aclimatación, había venido hasta aquí para recoger todas las cosas asquerosas que pudiese encontrar en la costa de Inglaterra y dejarlas en libertad en las islas Caníbal, porque allí no tenían suficientes cosas asquerosas que se comieran sus sobras.

Sin embargo, era un caballero respetable, amable, bondadoso, pequeño y viejo. Le gustaban mucho los niños (pues no era caníbal en lo más mínimo) y se portaba muy bien con el mundo entero, siempre que éste se portara bien con él. Sólo tenía un defecto (que los petirrojos machos también tienen, como podrás comprobar si miras por la ventana de la habitación): cuando cualquier otra persona encontraba un gusano curioso, daba saltitos a su alrededor, lo picoteaba, levantaba la cola y erizaba las plumas, como haría un petirrojo macho, y aseguraba que él había encontrado al gusano primero y que, por lo tanto, era su gusano. Si no afirmaba que eso no era un gusano en absoluto.

Había conocido a Sir John en Scarborough, Fleetwood o en alguna otra parte (si a ti no te interesa saber dónde, a los demás todavía menos). Empezó a relacionarse con él, y sus hijos le gustaron mucho. Ahora bien, Sir John no sabía nada de los pajaritos de mar y no le interesaban de ningún modo, siempre y cuando el pescadero le trajera buen pescado para cenar. En cuanto a la señora, sabía tan poco como él; sin embargo, pensó que sería adecuado que los niños supieran algo. Tienes que comprender que en los estúpidos tiempos antiguos a los niños se les enseñaba a saber una cosa y a saberla bien. En cambio, en estos ilustrados y nuevos tiempos se les enseña a saber un poco de todo y a saberlo mal, lo cual es muchísimo más agradable y fácil y, por tanto, muy acertado.

Así que Ellie y el profesor iban caminando por las rocas, mientras éste le mostraba alguna de las diez mil cosas bonitas y curiosas que se pueden ver allí. A pesar de todo, a la pequeña Ellie no la complacían en absoluto. Prefería jugar con niños vivos o incluso con muñecas, fingiendo que estaban vivas, y finalmente dijo con sinceridad:

—Todas estas cosas no me interesan porque no pueden jugar ni hablar conmigo. Si ahora hubiese niños en el agua, como solía haberlos, y los pudiera ver, eso sí me gustaría.

—¿Niños en el agua, extraño pichoncito?—se sorprendió el profesor.

—Sí —contestó Ellie—. Sé que solía haber niños en el agua, y también sirenas y tritones. Los he visto a todos en casa, en un cuadro de una hermosa dama que navega sobre un carruaje tirado por delfines, con niños volando a su alrededor y uno sentado en su regazo, donde las sirenas nadan y juegan, y los tritones tocan las caracolas como si fueran trompetas. Se llama El triunfo de Galatea y hay una montaña en llamas en el fondo. Está colgado en la gran escalinata. Lo he mirado desde que era un bebé y he soñado con él cientos de veces. Es tan hermoso que tiene que ser de verdad.

Pero el profesor no tenía la más mínima intención de aceptar que las cosas fuesen verdaderas sólo porque alguien las encontrara hermosas. En ese caso, afirmó, los bálticos tendrían mucha razón si consideraran adecuado comerse a sus abuelos porque creyeran que era muy feo ponerlos bajo tierra. Efectivamente, el profesor fue más allá y sostuvo que ningún hombre sería forzado a considerar algo como verdadero, a menos que lo pudiese ver, oír, probar o palpar.

Defendía unas teorías muy extrañas sobre muchísimas cosas. Una vez, incluso se puso de pie en la Asociación Británica de Ciencia y manifestó que los simios, igual que los hombres, tenían fundamentalmente hipopótamos (4) en el cerebro. Lo cual era algo sorprendente, pues, si fuera así, ¿qué sería de la fe, la esperanza y la caridad de millones de inmortales? Quizá pienses que hay otras diferencias más importantes entre un simio y tú, como la capacidad de hablar, hacer máquinas, diferenciar el bien del mal, rezar las oraciones y otras menudencias por el estilo. Pero eso, cielo, son ideas infantiles. No hay nada tan fiable como el gran test del hipopótamo. Si tienes un hipopótamo en el cerebro, no eres un simio, aunque tengas cuatro manos, te falten los pies y seas más simiesco que los simios de todos los simiales. Sin embargo, si algún día se descubre un solo simio tiene un hipopótamo en la cabeza, nada salvará a tu tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-retatara-requetatara-abuela de ser también un simio. No, mi chiquitín, recuerda siempre que la única y verdadera, cierta, final y primordial diferencia entre tú y un simio es que tú tienes un hipopótamo mayor en el cerebro y él no. Y que, por consiguiente, si descubren uno en su cerebro será algo muy malo y peligroso que horrorizará a todo el mundo, como se supone que se horrorizaron con lo que dijo el profesor. Aunque, de necho, no importa, porque —como dirían Lord Thundreary (5) y otros— nadie tiene hipopótamos en el cerebro salvo los hombres. De modo que si se descubriera un hipopótamo en el cerebro de un simio, no sería lo mismo, ya sabes, sería algo distinto.

Pero el profesor fue, siento decirlo, incluso más lejos, pues en la Asociación Británica de Melbourne, Australia, de 1999 (6), leyó una ponencia que aseguraba a todos aquellos que se creían mejores o más listos para todo lo novedoso que no existía, que nunca había existido y que no podía existir ningún ser racional o semirracional, salvo los hombres, en ningún sitio, en ningún momento y de ninguna manera. Que las ninfas, los sátiros, los faunos, los esquimales, los enanos, los trols, los elfos, los gnomos, las hadas, los duendes, las ondinas, los wills, los kobolds, los leprechauns, los clauricans, las banshees, el fuego fatuo, los diablillos, los lutinos, los magots, los goblins, los afrits, los marids, los jinns, los ghouls, los peris, los devs, los ángeles, los arcángeles, los imps, los espectros o seres aún peores no eran más que humo, un invento. Tuvo que levantarse muy temprano por la mañana para demostrarlo - por eso desayunó la noche anterior -. Conseguirlo fue toda una satisfacción para el profesor.

Cierto gran teólogo, uno muy sabio, le dijo que lo consideraba un saduceo, y seguramente estaba en lo cierto. Y el profesor, como respuesta, le aseguró que lo consideraba un fariseo; y seguramente también estaba en lo cierto. Pero no discutieron lo más mínimo, pues cuando los hombres son hombres de mundo, las palabras mayores no los afectan, igual que el agua que cae por la espalda de un pato. Así que el profesor y el teólogo se encontraron por la noche a la hora de la cena. Después de comer se sentaron juntos en el sofá durante una hora, hablaron de la situación del trabajo femenino en el continente antártico (pues nadie habla de trabajo después de un clarete) y el uno juró al otro que eran la mejor compañía que se habían encontrado en su vida. ¡Qué ventaja es ser hombre de mundo!

Por todo esto, podrás suponer que el profesor no estaba de acuerdo con la pequeña Ellie. Le hizo un sucinto compendio de su famosa ponencia en la Asociación Británica de forma adaptada a la mente de una joven. Pero, como ya hemos hablado de sus argumentos en contra de los niños del agua (y con una vez es suficiente), no los vamos a repetir aquí.

Ahora bien, supongo que la pequeña Ellie era una niñita estúpida porque en vez de dejarse convencer por los argumentos del profesor Ptthmllnsprts se limitó a hacer la misma pregunta:

—Pero, ¿por qué no hay niños del agua?

Confío y espero que el hecho de que justo en ese instante el profesor pisara el borde de un mejillón muy afilado y lamentablemente se hiciera daño en uno de sus callos fuera lo que lo llevó a responder bruscamente olvidando que era un hombre científico y que, por lo tanto, cabía la posibilidad de que no conociera la respuesta; y que, como ser lógico y racional, no podía sostener una negación universal. Por eso digo que confío y espero que fuera el hecho de que el mejillón le hiciera daño en el callo lo que causó que el profesor respondiera tan bruscamente:

—¡Pues porque nonay!

Lo cual no estaba muy bien dicho, mi chiquitín, pues, como debes saber por las Conversaciones de la Tía Agitate, si el profesor estaba tan enfadado como para decir una cosa así, tendría que haber dicho: porque no hay, porque no hay ninguno o porque no hay absolutamente ninguno; o (si él también hubiera leído a la Tía Agitate) porque no existen.

Entonces metió la red por debajo de las algas tan violentamente que pilló al pobrecillo Tom. Sintió que la red pesaba mucho y la sacó rápidamente, con Tom enredado en las mallas.

—¡Caramba! —gritó—. ¡Qué gran holotúrido rosa, con manos y todo! Debe de estar conectado con los sinápticos.

Y lo sacó.

—¡De hecho, tiene ojos! —volvió a gritar—. ¡Entonces, tiene que ser un cefalópodo! ¡Qué cosa tan extraordinaria!

—¡Nonay! —exclamó Tom tan alto como pudo, pues no le gustaba que lo llamaran con malos nombres.

—¡Es un niño del agua! —gritó Ellie. Y obviamente lo era.

—¡Bobadas del agua, querida! —rebatió el profesor, y se giró con brusquedad.

Era innegable. Era un niño del agua y un minuto antes había dicho que no existían. ¿Qué iba a hacer?

Le habría gustado llevarse a Tom a casa dentro de un cubo, por supuesto. No lo habría puesto en alcohol. Claro que no. Lo habría dejado vivir, lo habría mimado (pues era un viejo caballero muy amable), habría escrito un libro sobre él y le habría adjudicado dos largos nombres, de los cuales el primero diría un poquito sobre Tom, y el segundo, todo sobre él. Pues, obviamente, lo habría llamado Hydrotecnon Ptthmllnsprtsianum o cualquier otro nombre largo, ya que ahora los científicos se ven forzados a llamarlo todo con nombres largos, porque, desde que empezaron a hacer nueve especies de una sola, ya han agotado todos los nombres cortos. Pero... ¿qué le dirían los eruditos después de su discurso en la Asociación Británica? ¿Y qué diría Ellie después de lo que le acababa de explicar?

Una vez, hubo un viejo y sabio pagano que dijo: Maxima debetur pueris reverentia - la máxima devoción se la debemos a los niños-, es decir, que los mayores nunca deberían decir ni hacer nada mal delante de los niños para no dar un mal ejemplo. Sin embargo, el Primo Cramchild asegura que significa: «El mayor respeto hay que esperarlo de los chiquillos».

Él se crió en un país donde no se espera que los chiquillos sean respetuosos, porque todos son tan buenos como el presidente... Bueno, cada uno conoce perfectamente sus propios asuntos, de modo que puede que lo sean. Pero para hacer justicia al pobre Primo Cramchild, como yo tengo una misión moral, no soy erudito y apenas poseo autoridad, diré que soy incapaz de resistir la tentación de interpretarlo de esta forma. Sin embargo, hay gente, y me temo que el profesor era uno de ellos, que interpreta esta frase de una forma incluso más extraña, curiosa, parcial, deshonesta, trastornada, del revés y patas arriba que el Primo Cramchild. Porque hacen que signifique que debes mostrar respeto a los niños sin confesarte nunca equivocado ante ellos, aunque sepas que lo estás, para que no pierdan la confianza en los mayores.

Pues bien, si el profesor le hubiera dicho a Ellie: «Sí, cariño, es un niño del agua y es algo maravilloso. Demuestra lo poco que conozco las maravillas de la naturaleza, a pesar de haber trabajado honradamente durante cuarenta años. Te acabo de decir que no podían existir tales criaturas y, mira por dónde, aquí ha aparecido una que ha aturrullado mi engreimiento y me ha demostrado que la naturaleza puede obrar, y ha obrado, más allá de todo lo que la pobre mente del hombre es capaz de imaginar. Así que demos las gracias al creador, inspirador y señor de la naturaleza por todas sus maravillosas y gloriosas obras, e intentemos descubrir algo de ella». Creo que si el profesor le hubiera dicho esto, la pequeña Ellie lo habría creído con mayor firmeza, lo habría respetado y lo habría querido más que antes. Pero él opinaba algo distinto. Vaciló un momento. Quería quedarse a Tom y, sin embargo, en cierto modo, deseaba no haberlo atrapado. Finalmente, sintió ansias de deshacerse de él. De modo que se giró, golpeó a Tom con el dedo, a falta de nada mejor que hacer, y comentó de manera despreocupada: «Mi doncella, seguro que anoche soñaste con niños del agua y te han llenado la cabeza».

Durante todo ese rato, Tom pasó un miedo horripilante y atroz, y se quedó tan callado como pudo, aunque lo hubieran llamado holotúrido y cefalópodo, porque tenía la idea fija en su cabecita de que si un hombre vestido lo pillaba, quizá lo vistiese a él también y lo convirtiese de nuevo en un deshollinador sucio y negro. Pero cuando el profesor lo golpeó, ya no lo pudo soportar y, a medio camino entre el miedo y la rabia, plantó cara al asedio con la misma valentía que un ratón en una esquina y mordió el dedo del profesor hasta que éste sangró.

—¡Ay!, ¡ay!, ¡ay! —gritó el profesor y, contento por tener una excusa para deshacerse de Tom, lo soltó encima de las algas. Entonces, Tom se zambulló en el agua y desapareció al instante.

—¡Pero era un niño del agua, lo he oído hablar! —exclamó Ellie—. ¡Oh, se ha ido! —Y saltó de la roca para tratar de asir a Tom antes de que se escabullera en el mar.

¡Demasiado tarde! Y lo peor de todo fue que, al saltar, resbaló, rodó dos metros, se dio con la cabeza en una roca puntiaguda donde se quedó inconsciente.

El profesor la levantó, intentó despertarla, gritó su nombre y se echó a llorar sobre ella, ya que la quería muchísimo: pero no se despertó. De modo que la izó en brazos, la llevó con la institutriz y se fueron todos a casa. Pusieron a la pequeña Ellie en la cama y la dejaron allí, inmóvil. Sólo de vez en cuando se despertaba y llamaba al niño del agua, pero nadie sabía de qué hablaba y el profesor no contó lo sucedido pues se sentía avergonzado.

Al cabo de una semana, una noche en que la luna brillaba, entraron las hadas volando por la ventana y le trajeron un par de alas tan bonitas que no pudo resistir ponérselas. Ellie salió volando con ellas por la ventana y viajó por tierra, por mar, por las nubes, allí en lo alto, y nadie la vio ni oyó hablar de ella durante mucho tiempo.

Por eso dicen, que todavía nadie ha visto nunca a un niño del agua. Por lo que a mí respecta, creo que los naturalistas se los encuentran a docenas cuando salen a dragar, pero no dicen nada y los vuelven a tirar al agua por miedo a que sus teorías se desbaraten.

Pero, ya sabes, el profesor fue descubierto, como lo es todo el mundo a su debido tiempo. Un hada terrible y vieja le palpó los chichones de la cabeza, le leyó el horóscopo y le sacó los lunares con cuidado y luego se los volvió a poner y, de modo previó lo que haría el profesor con tanta certeza como si lo hubiera visto en un libro impreso, como dicen en mi querido sudoeste de Inglaterra. El hada pronosticó los planes del profesor y lo cazó. Algún día también dejará en evidencia a los naturalistas y la noticia será publicada en la portada del Times, ¿quién se reirá entonces?

Inmediatamente después, la vieja hada le apretó las clavijas con severidad. Ella dice que siempre es más severa con las personas que son mejores porque hay más posibilidades de curarlas y que, por lo tanto, son los pacientes que mejor le pagan, pues tiene que trabajar con el mismo salario que los médicos del emperador de China (qué lástima que no sea así con todos): si no hay curación, no hay paga.

Así que metió al profesor en vereda. Puesto que no estaba satisfecho con las cosas tal como son, le llenó la cabeza con las cosas tal como no son, para ver si le gustaban más. Dado que decidió no creer en los niños del agua cuando vio a uno, le hizo creer en cosas peores que los niños del agua: en unicornios, dragones, mantícoras, basiliscos, anfisbenas, grifos, fénix, rochos, orcos, hombres canicéfalos, perros tricéfalos, geriones de tres cuerpos y otras criaturas agradables que la gente cree que hasta ahora no han existido y que espera que nunca existan, aunque no sepan nada sobre el asunto ni esperen saberlo. Estas criaturas alteraron, aterraron, aturrullaron, exasperaron, confundieron, asombraron, horrorizaron y pasmaron totalmente al pobre profesor de un modo tan absoluto que durante tres meses los médicos afirmaron que no estaba en sus cabales; y quizás estaban en lo cierto, como ocurre de vez en cuando.

Citaron a todos los médicos del condado para dar un informe sobre el caso y, evidentemente, todos se contradijeron de forma rotunda entre ellos: si no, ¿qué utilidad hay en ser hombres de ciencia? Al final, la mayoría se puso de acuerdo en redactar un informe en lengua verdaderamente médica: la mitad en mal latín, la otra mitad en un griego todavía peor y el resto en lo que habría sido inglés, si hubieran aprendido a escribirlo. Empezaba así:

«Las anastomosis subanhipaposupernales de diaceluritis peritómica en la región encefalodigital del distinguido individuo de cuyos fenómenos sintomáticos tuvimos el triste honor (subsecuentemente a una inspección diagnóstica preliminar) de hacer una inspección diagnóstica, presentando la diátesis interexclusivamente cuadrilateral y antinómica conocida como los folículos azules de Bumpsterhausen, nos dispusimos a...»

Sin embargo, la señora nunca supo qué se disponían a hacer, pues las largas palabras la asustaron tanto que salió corriendo y se encerró en su dormitorio por miedo a ser aplastada por aquellos términos y estrangulada por la conclusión. Una boa constrictor, afirmó, era una compañía suficientemente mala. Pero, ¿qué era una boa constrictor hecha con losas?

—¡Ha sido espeluznante! ¿Qué creen que le pasa? —le preguntó a la vieja niñera.

—Que está chalado. Puede que por incrédulo y pagano —respondió ella.

—Entonces, ¿por qué no lo dicen?

Y el cielo, el mar, las rocas y los valles resonaron: «¡Eso! ¿Por qué?». Pero los médicos no lo escucharon.

Así que la señora hizo que Sir John escribiera al Times para ordenar al ministro de Economía del momento que aprobara un impuesto sobre las palabras largas.

Un impuesto leve sobre las palabras de más de tres sílabas, que son males necesarios como las ratas pero que, al igual que ellas, hay que mantenerlas a raya diplomáticamente.

Un impuesto fuerte sobre las palabras de más de cuatro sílabas, como heterodoxia, espontaneidad, espiritualismo, etc.

Sobre las palabras de más de cinco sílabas (de las cuales espero que nadie querrá ver ningún ejemplo), un impuesto prohibitivo.

Y un impuesto prohibitivo similar sobre las palabras derivadas de tres o más lenguas a la vez y sobre las palabras derivadas de dos lenguas que se hubieran hecho tan comunes que hubiera las mismas esperanzas de erradicarlas como de erradicar los convólvulos.

El ministro de Economía, un erudito y hombre de sentido común, se lanzó sobre la idea, pues en ella descubrió el único plan para abolir la Lista D. No obstante, cuando presentó su proyecto de ley, la mayoría de los diputados irlandeses y (siento decirlo) también algunos de los escoceses, se opusieron enérgicamente, aduciendo que en un país libre ningún hombre tenía la obligación de entenderse a sí mismo ni hacer que los demás lo entendieran. Así que el proyecto de ley fracasó tras el primer debate y el ministro, que era un filósofo, se consoló pensando que no era la primera vez que una mujer había dado con una gran idea y los hombres le volvían su estúpido rostro.

Pues bien, los médicos lo hicieron todo a su manera: se pusieron a trabajar muy en serio y le dieron al pobre profesor varias y diversas medicinas, tal como estaban prescritas por los antiguos y los modernos, desde Hipócrates a Feuchtersleben (7). Eran las siguientes, a saber:

1. Eléboro para la cordura.
Eléboro de Æta, 
Eléboro de Galacia, 
Eléboro de Sicilia. 
Y todos los demás eléboros, según el método de los eleboristas eleborizadores de la era elebórica.

Pero no hicieron efecto. Los folículos azules de Bumpsterhausen no se movieron ni un centímetro de la región encefalodigital.

2. Trataron de descubrir qué le pasaba según los métodos de:
Hipócrates,
Areteo, 
Celso, 
Coelius Aurelianus 
y Galeno

Lo encontraron demasiado dificultoso, como siempre le ha sucedido a la mayoría de los médicos que se decantan por esta práctica, de modo que tuvieron que recurrir a:

3. Borraja. 
Cauterio.

Abrirle un agujero en la cabeza para dejar salir los gases, lo que - según dice Gordonius - «hará, sin duda, mucho bien». Pero no fue así.

Piedra Bezoar.
Diamargaritum. 
El cerebro de un carnero hervido en especias. 
Aceite de ajenjo. 
Agua del Nilo. 
Alcaparras. 
Buen vino (aunque no encontraron ninguno). 
El agua de la forja de un herrero. 
Ámbar gris. 
Fustanes de mandragora. 
Grasa de lirón. 
Orejas de liebre. 
Inanición. 
Alcanfor. 
Sulfato de magnesia y diasén. 
Almizcle. 
Opio. 
Camisas de fuerza. 
Intimidaciones. 
Azotes. 
Sangrías. 
Cubos de agua fría. 
Atropellamientos.
Aplastarle él pecho con las rodillas según el método de los frailes medievales hasta que se rompieran las costillas. 
Pero nada de eso hacía efecto. Los folículos azules de Bumpsterhausen aún estaban allí pegados.

Entonces...

4. Persuasión. 
Besos. 
Champán y tortuga. 
Arenque ahumado y agua con gas. 
Buenos consejos. 
Jardinería. 
Croquet.

Soirées musicales. 
La Tía Sally (8). 
Tabaco suave. 
El Saturday Review. 
Un carruaje con escoltas, etc.

El método moderno tampoco surtió efecto.

Y si hubiera sido un lunático convicto y hubiera disparado contra la Reina, si hubiera matado a todos sus acreedores, para evitar pagarles, o se hubiera permitido cualquier otra pequeña y afable excentricidad de ese estilo, además le habrían dado la mejor ubicación de Inglaterra en la llanura de Easthampstead. Libre acceso al Bosque de Windsor. El Times cada mañana. Una escopeta de doble cañón, perros de muestra y permiso para disparar a tres chicos de la Escuela de Wellington a la semana (no más) en caso de que el urogallo negro escaseara.

Sin embargo, como no estaba lo suficientemente loco ni lo suficientemente mal como para que le permitieran lujos así, se desesperaron y cayeron en las malas maneras, a saber:

5. Sufumigaciones de sulfuro. 
Herrwiggius (9)y su «Incomparable bebida para los locos».

Sólo que no pudieron descubrir de qué se componía.

Subfumigación de hígado de pescado

Sólo que se habían olvidado de su nombre, así que el doctor Gray no pudo facilitarles un espécimen.

Tractores metálicos.
Ungüento de Holloway.
Electrobiología.
Valentine Greatrakes y su remedio por frotación (10).
Espiritismo dando golpes sobre la mesa.
Pastillas de Holloway.
Movimientos de mesa mediante espiritismo.
Pastillas de Morrison.
Homeopatía.
Pastillas revitalizadoras de Parr.
Mesmerismo.
Puras majaderías.

Exorcismos, para los cuales leyeron Malleus Maleficarum, Mideri Formicarium, Delrio, Wierus, etc.. (11)

Pero no pudieron encontrar ninguno que mencionara a los niños del agua.

Hidropatía.
El elixir de la juventud de Madame Rachel (12).
El visionario de Poughkeepsie (13) y sus profecías.
El licor destilado de huevos podridos.
Piropatía, 

Antiguamente empleada con éxito por los inquisidores para curar el mal del pensamiento y, en la actualidad, por los mullahs persas para aliviar el reumatismo.

Geopatía, o enterrarlo.
Atmopatía, o ahumarlo.
Simpatía, según el método de Basil Valentine (su triunfo del antimonio) y de Kenelm Digby (su ungüento del arma), que algunos denominan un solo pelo del perro que lo mordió.
Hermopatía o verterle mercurio por la garganta para remover los espíritus animales.
Meteoropatía o ir a la Luna a buscar su cordura perdida, como hiciera Ruggiero para encontrar la de Orlando Furioso, sólo que, no teniendo un hipogrifo, se vieron forzados a utilizar un globo y, al caer en el Mar del Norte, los recogió una embarcación de arenques de Yarmouth y llegaron a casa mucho más sabios y llenos de escamas.

Antipatía o usarlo como «un hombre y un hermano» (14). Apatía o no hacer nada de nada.

Aplicaron todas las demás ipatías y opatías inventadas por Fulano y probadas por Mengano desde que los negros descantillaban sílex en Abbeville (de lo que sucedió hace mucho tiempo, a juzgar por la Gran Exposición).

Sin embargo, nada hizo efecto. El profesor chilló y gritó todo el día llamando a un niño del agua para que viniese a ahuyentar a los monstruos. Por supuesto, no trataron de encontrar a ninguno, porque no creían en ellos y no pensaban en nada salvo en los folículos azules de Bumpsterhausen. Habían puesto, como es habitual, la carreta delante de los bueyes y habían tomado el efecto por la causa.

Así que, finalmente, se vieron forzados a dejar que el pobre profesor aliviara su mente escribiendo un gran libro, completamente opuesto a todas sus viejas opiniones, en el cual demostraba que la Luna era de queso verde y que todas las motitas que tiene (que a veces se pueden ver nítidamente a través de un telescopio con sólo tener las lentes lo suficientemente sucias, igual que el señor Weekes (15) y su batería voltaica) no pertenecen a nada de este mundo, sino que son bebés pequeñitos que están formándose y pululando allí arriba a millones, listos para bajar a este mundo cuando los niños quieran un nuevo hermano o hermana.

Lo cual tiene que ser un error por la siguiente razón: porque no habiendo atmósfera alrededor de la Luna (aunque hay quien dice que sí, al menos en el otro lado, porque ha dado la vuelta para verlo y ha descubierto que la Luna tenía justamente la forma de un bollo de Bath y que estaba tan húmeda que el hombre de la Luna caminaba durante el día del solsticio estival con Macintoshes y botas de Cording (16), arponeando anguilas y estornudando); así pues, como decía, no habiendo atmósfera, no puede darse la evaporación y, por lo tanto, la temperatura de condensación nunca podrá ser inferior a 24 grados centígrados bajo cero. Por consiguiente, hacia las cuatro de la madrugada no puede hacer el frío suficiente para condensar los apotegmas mesentéricos de los bebés en sus ventrículos izquierdos y, por tanto, no pueden tener la tos ferina; y si no tienen la tos ferina, no pueden ser bebés en absoluto. Así pues, en la Luna no hay bebés. Q.E.D (17)

Esto puede parecer un razonamiento barato y quizá lo sea, aunque habrás oído peores y de hombres mejores que tú.

Pero hay una cosa que está clara: que cuando el bueno del profesor acabó de escribir su libro, se sintió considerablemente aliviado de los folículos azules de Bumpsterhausen y de unas cuantas cosas infinitamente peores. A saber, del orgullo y la vanagloria, y de la ceguera y la dureza de corazón, que son las verdaderas causas de los folículos azules de Bumpsterhausen y, además, de un montón de cosas feas. Por lo que el sucio caudal de la crecida que tuvo lugar en su cerebro disminuyó y se aclaró hasta obtener el color de un buen café, como el que les gusta a los peces para hacer piruetas, hasta que unos peces muy grandotes, limpios y recién pescados empezaron a dar saltos en su cerebro. Él atrapó a dos o tres (lo cual es una pesca sumamente buena para los ríos cerebrales), los analizó minuciosamente y nunca mencionó lo que había descubierto, salvo a los niños pequeños. Desde entonces se convirtió en un hombre más triste y sabio, lo que es todo un acierto, mi pequeño hombrecito, aunque uno se vea obligado a pagar un alto precio por esa bendición.


Continúa leyendo esta historia en "Los niños del agua - Capítulo V - Charles Kingsley"

(1) Ciudad de Estados Unidos de America. El relato es en Inglaterra. 
(2) "El tritón abandonado" de Mathew Arnold, publicado en 1849. 
(3) Reconstituyente que en el siglo XIX se aplicaba a niños y producía efectos desastrosos. 
(4) En inglés: Hippopotamus major, juego de palabras con hipocampo (cerebro) que en inglés es hippocampus. Refiere satíricamente a "The great hippocampus question", discusión científica entre T. H. Huxley y R. Owen sobre las diferencias anatómicas entre humanos y simios.
(5) Protagonista de la onra de Tom Taylor "Our american cousins" de 1858. El personaje tenía patillas que pronto se conocieron como dundrearies.
(6) SIC, es un juego del autor con miras del futuro.
(7) Filósofo, médico, educador y uno de los principales escritores de psiquiatría del siglo XIX. 
(8) Atracción de feria que consistía en lanzarle palos a la cabeza de una mujer de cartón para derribarla.
(9) Juego de palabras, Herr (señor) y Wiggi (desquiciado)
(10) Soldado de Cromwell que aseguraba curar ciertos males mediante la imposición de manos. 
(11) Obras de J. Sprenger y H. Kramer publicadas en 1486 que sirvieron como manual para católicos y protestantes empeñados en erradicar la brujería.
(12)  Famosa delincuente de la época victoriana. Estafaba con la venta del elixir de la juventud
(13) Espiritista norteamericano del siglo XIX Andrew Jackson Davis que profetizó la aparición de los automóviles y los aviones.
 (14) Expresión "soy un hombre o un hermano" utilizada como lema por la sociedad antiesclavitud de Londres.
(15) Henry Weeks realizó varios experimentos para comprobar la aparición de ácaros en soluciones sometidas a la acción de la electricidad.
(16) Macintosh fue un impermeable muy popular fabricado con caucho. Cording, botas de agua.
(17) Quod erat demostrandum: que es lo que había que demostrar.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario