Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

sábado, 16 de marzo de 2013

Los niños del agua - Capítulo VI - Charles Kingsley

Viene de "Los niños del agua - Capítulo V - Charles Kingsley"


  Capítulo VI

Niño mío, glorioso en el poder que emana
de la hija del Cielo, la libertad, en la cumbre
de tu ser, ¿por qué haces que los años nos traigan
el yugo inevitable con penas tan intensas
luchando ciegamente contra tu santidad?
Pronto tu alma tendrá que soportar su carga,
y caerá la costumbre sobre ti como un fardo
pesado como el hielo y hondo como la vida.
WORDSWORTH



Ahora viene la parte más triste de todo mi cuento. Sé que habrá gente que se reirá y dirá que hago mucho ruido y pocas nueces. Pero conozco a un hombre que no se reiría. Era un oficial con unos bigotes grises largos como tu brazo, que una vez, estando rodeado de gente, confesó que dos de las escenas más estremecedoras del mundo, que lo conmovían hasta hacerle llorar —lo cual trataba de impedir por todos los medios— eran un niño con un juguete roto y un niño robando golosinas.

Las personas que lo acompañaban no se burlaron de él; sus bigotes eran demasiado largos y demasiado grises para eso.

Sin embargo, cuando se hubo ido, todos lo llamaron sentimental. Todos, excepto una querida dama cuáquera con un alma blanca como su gorro que, evidentemente, no tenía una especial debilidad por los soldados. Esta dama afirmó en voz baja, como los cuáqueros:

—Amigos, a mi juicio ése es un hombre verdaderamente valiente.

Creerás que Tom se hizo muy bueno cuando consiguió todo lo que quería o deseaba; pero, de ser así, estás muy equivocado. Tener comodidad es algo muy bueno, aunque no hace buenas a las personas. Efectivamente, a veces las hace malas, tal como hizo con los americanos y con la gente de la Biblia, que se dedicaron a engordar y a dar coces, como caballos sobrealimentados y subexplotados. Y lamento decir que eso fue lo que le ocurrió al pequeño Tom, pues le llegaron a gustar tanto los caramelos de mar y las piruletas de mar que su estúpida cabecita no podía pensar en otra cosa: siempre quería más y se preguntaba cuándo volvería la extraña dama, qué le daría, cuánto y si obtendría más que los demás. De día, no pensaba en otra cosa que no fuesen piruletas y de noche sólo soñaba en dulces. Y entonces, ¿qué pasó?

Que empezó a espiar a la dama para ver dónde guardaba las golosinas. Empezó a esconderse, a mirar a hurtadillas, a seguirla por todas partes y a fingir que estaba mirando hacia otro lado o que iba a hacer otra cosa, hasta que averiguó que las guardaba en un armario de nácar. Y, mira por dónde, el armario estaba abierto.

Sin embargo, cuando vio todas las cosas bonitas que había dentro, en lugar de sentirse complacido, se sintió muy asustado y deseó no haber ido nunca. Después decidió tocarlas —y lo hizo—, luego sólo quiso probar una —y lo hizo—, a continuación pensó en comerse dos, luego tres y así sucesivamente. Entonces le aterrorizó la idea de que la dama pudiese volver y pillarlo, y empezó a engullirlas tan rápidamente que dejó de degustarlas y de sentir algún placer. Después le dolió la barriga y pensó en comerse la última, pero continuó con otra y con otra hasta que se las zampó todas.

Y durante todo el rato, justo detrás de él, estuvo la señora Quehagancontigocomohagas.

Habrá quien dirá: «Pero, ¿por qué no cerró el armario con llave?». Sí, ya lo sé. Puede parecer algo extraño, pero nunca deja el armario cerrado: todos los que quieran pueden ir, servirse y, por lo tanto, comer. Es muy raro, pero es así, y estoy seguro de que la dama sabe lo que se hace. Tal vez quiere que la gente no meta los dedos en el fuego para evitar que se queme.

Se quitó las gafas, puesto que no le gustaba ver demasiado. Entonces, sintiendo una gran pena, arqueó las cejas hasta donde le empezaba el cabello y sus ojos se abrieron tanto que habrían podido albergar todos los dolores del mundo, y se llenaron de grandes lágrimas, como les sucede a menudo.

Sin embargo, todo lo que dijo fue:

«¡Ay, queridito mío! Eres como todos»

Pero lo dijo para sus adentros y Tom ni la oyó ni la vio. Ahora bien, no pienses que era muy sentimental. Si crees que es así y que a ti te va a perdonar, o a mí, o a cualquier ser humano, cuando actuamos mal, porque tiene un corazón demasiado tierno como para castigarnos, estás muy equivocado, como les ocurre a muchos hombres cada año y cada día.

¿Qué crees que hizo la extraña hada cuando vio que Tom se había comido todas sus piruletas?

¿Crees que se abalanzó sobre él, que lo agarró por el pescuezo, lo sujetó, lo empujó, lo inclinó, lo acució, le pegó, lo golpeó, lo arrastró, lo pinchó, lo aporreó, lo puso en una esquina, lo sacudió, lo abofeteó, lo desterró a una roca fría para que recapacitara, etc.?

En absoluto. Si sabes dónde encontrarla podrás ver cómo trabaja. Pero nunca la verás hacer algo así. Porque, si lo hubiera hecho, sabía perfectamente que en ese preciso instante Tom habría peleado, habría dado patadas, habría mordido, habría dicho palabrotas y se habría vuelto a convertir en un pequeño deshollinador malo y pagano, con su mano contra todo el mundo —como la de Ismael en la antigüedad— y la mano de todo el mundo contra él.

¿Crees que lo interrogó, lo presionó, lo asustó y lo amenazó para que confesara? En absoluto. Como te he dicho, si sabes dónde encontrarla, a menudo podrás ver cómo trabaja. Pero nunca la verás hacer eso. Pues, si lo hubiera hecho, con lo asustado que él estaba, lo habría tentado a contar mentiras y eso incluso habría sido peor, si cabe, que volver a convertirse en un deshollinador pagano.

No. Todas esas medidas las deja para los padres y los maestros ansiosos (hay quien los llama vagos) que, en lugar de ofrecer a sus niños un juicio justo, como el que esperarían tener y reivindicarían para ellos, los fuerzan asustándolos para que confiesen sus culpas. Eso es tan cruel e injusto que no hay ningún juez en la judicatura que se atreva a practicarlo ni con los ladrones o los asesinos más malvados, pues la gran ley británica lo prohibe. Sí, sí, e incluso hay quien los castiga para que confiesen, lo cual es un crimen tan detestable que hoy en día ya nadie lo comete, salvo los inquisidores, los reyes de Nápoles y unos cuantos desgraciados de los cuales el mundo ya está harto. Y luego dicen: «Nosotros hemos instruido al niño en el camino por el que debería ir y al crecer se ha apartado de él. Entonces, ¿por qué dijo Salomón que no se apartaría?». Sin embargo, el camino de pegar, acuciar, asustar e interrogar quizá no sea el camino por el que el niño debería ir, pues ni siquiera es el camino por el que debería ir un potro, si lo que quieres es domarlo y hacer que sea un caballo tranquilo y útil.

Algunas personas dirán: «¡Ah!, pero al Hada no le hace falta hacer eso si ya lo sabe todo». Es verdad. Pero, si no lo supiera, seguro que no se comportaría peor que un juez y un jurado británicos, y los padres y los profesores tampoco deberían hacerlo.

De modo que no dijo nada de nada sobre el asunto, ni siquiera cuando, al día siguiente, Tom se acercó con los demás para recibir golosinas. Tenía un miedo terrible de ir, pero aún tenía más miedo de no ir, por si alguien sospechaba de él. Lo aterraba, además, que al abrir la caja no hubiera dulces - pues se los había comido todos - y que el hada preguntara quién los había cogido. Pero mira tú por dónde, sacó tantos como siempre, lo que dejó a Tom atónito y aún más asustado si cabe.

Cuando el hada lo miró directamente a los ojos, Tom se estremeció de pies a cabeza; no obstante, le dio su parte, como a los demás, y para sus adentros pensó que no podía haberlo descubierto. Pero, cuando se metió las golosinas en la boca, le repugnó el sabor que tenían y le dolió tanto la barriga que tuvo que huir tan rápido como pudo. Durante toda la semana se sintió fatal, y muy enojado y triste.

A la semana siguiente, volvió a recibir su parte y el hada volvió a mirarlo directamente a los ojos, pero tenía un aspecto triste como nunca antes lo había tenido. Tom no podía soportar las golosinas, pero se las volvió a comer en contra de su voluntad.

Cuando vino la señora Hazcomoquieresquehagancontigo, quiso que lo abrazara como a los demás, pero ella dijo, muy seria:

—Me encantaría abrazarte, pero no puedo. Tienes muchos callos y espinas.

Tom se miró: estaba lleno de espinas como un erizo de mar.

Lo cual era muy natural, pues tienes que saber y creer que el alma de las personas constituye su cuerpo, igual que un caracol hace su concha (no lo digo en broma, chiquitín, lo digo muy en serio y muy solemnemente). Por lo tanto, cuando el alma de Tom empezó a espinarse con mal genio, su cuerpo no pudo evitar que le crecieran espinas. Por eso nadie quería abrazarlo ni jugar con él; ni siquiera lo miraban.

¿Qué podía hacer Tom ahora sino huir, esconderse en una esquina y llorar? Porque nadie quería jugar con él y él sabía perfectamente por qué.

Durante toda esa semana se sintió tan miserable que cuando el hada fea vino y volvió a mirarlo directamente a los ojos, más seria y triste que nunca, no lo pudo aguantar más y tiró los dulces, diciendo: «No, no quiero. Ya no me sientan bien». Y entonces el pobrecito rompió a llorar y le contó detalladamente a la señora Quehagancontigocomohagas todo lo que había sucedido.

Después de contárselo se sintió terriblemente asustado, pues esperaba que el hada lo castigara con gran dureza. Sin embargo, en lugar de eso, sólo lo cogió y lo besó, lo cual no era muy agradable, pues realmente tenía una barbilla muy peluda. Pero se sentía tan solo en el fondo de su corazón que pensó que era mejor que le dieran besos ásperos a que no le dieran ninguno.

—Te voy a perdonar, pequeño —dijo ella—. Siempre perdono a todo el mundo cuando me cuentan la verdad voluntariamente.
—Entonces, ¿me quitarás todas estas espinas asquerosas?
—Eso ya es algo muy distinto. Has sido tú el que las ha puesto ahí y solamente tú puedes quitarlas.
—¿Y cómo lo hago? —preguntó Tom, empezando a llorar otra vez.
—Bueno, creo que ya es hora de que vayas a la escuela, de modo que voy a ponerte una maestra que te enseñe a deshacerte de las espinas.

Y se fue.

A Tom le asustó la idea de tener una maestra, ya que pensó que vendría con una vara de abedul o con un bastón. Finalmente se consoló pensando que podría ser como la anciana de Vendale. Pero no lo fue en absoluto. Pues, cuando el hada la trajo, pudo comprobar que se trataba de la niñita más bonita jamás vista, con largos rizos flotándole por detrás de la espalda como una nube dorada y largas ropas flotando a su alrededor como una nube plateada.

—Aquí está —anunció el hada—. Debes enseñarle a ser bueno, te apetezca o no.
—Ya lo sé —dijo la niñita. Pero no parecía apetecerle, pues se metió el dedo en la boca y miró a Tom por debajo de las cejas. Tom también se metió el dedo en la boca y la miró por debajo de las cejas, pues estaba terriblemente avergonzado.

La niñita apenas sabía por dónde empezar y puede que nunca hubiera empezado si el pobre Tom no se hubiese puesto a llorar y le hubiera suplicado que le enseñara a ser bueno y le ayudara a curar sus espinas. Al oír esto, a la niñita se le enterneció tanto el corazón que empezó a enseñarle de la forma más bonita que jamás se le haya enseñado a un niño en el mundo.

¿Qué le enseñó la niñita a Tom? Primero, le enseñó lo que a ti siempre te han enseñado desde que rezaste las oraciones por primera vez sobre las rodillas de tu madre, aunque se lo enseñó de un modo mucho más simple. Pues en aquel mundo, hijo mío, las lecciones no tienen las palabras difíciles de las lecciones de éste y, por lo tanto, a los niños del agua les gustan más que a ti y desean aprenderlas con más insistencia. Los mayores no pueden cavilar ni discutir sobre su significado, como hacen aquí en la tierra, pues esas lecciones surgen nítidas y puras, como el río Test cuando del suelo eterno, al margen de toda vida y toda verdad, nace en el estanque de Overton.

Así pues, enseñaba a Tom cada día de la semana, sólo que los domingos ella siempre se iba a casa y el hada amable ocupaba su lugar. Y antes de que hubiera estado muchos domingos enseñando a Tom, las espinas se esfumaron y su piel volvió a estar suave y limpia.

—¡Dios mío! —exclamó la niñita—. Caray, ahora te reconozco. Eres el mismo deshollinador que entró en mi habitación.
—¡Dios mío! —gritó Tom—. Ahora también te reconozco. Eres la misma pequeña dama blanca que vi en la cama.

Entonces saltó hacia ella y deseó abrazarla y besarla, pero no lo hizo, ya que recordó que era una dama de nacimiento. Así que saltó dando más y más vueltas alrededor de ella hasta que se cansó.

Luego empezaron a contarse sus respectivas historias: cómo él se había metido en el agua y ella se había caído de la roca, cómo él había nadado hasta llegar al mar y cómo ella había salido volando por la ventana, y cómo esto y aquello y lo de más allá, hasta que se lo contaron todo. Entonces los dos volvieron a empezar y no sabría decir cuál de ellos hablaba más rápido.

Después volvieron a trabajar en sus lecciones y les gustó tanto que continuaron hasta que pasaron y se les fueron siete años enteros.

Pensarás que durante todos esos años Tom se sintió muy contento y feliz, pero la verdad es que no. Siempre tuvo una cosa en la cabeza, y era la siguiente: ¿adonde iba la pequeña Ellie cuando volvía a casa los domingos?

A un lugar muy bonito, decía ella.

Pero, ¿cómo era ese bonito lugar y dónde estaba?

¡Ah!, eso es precisamente lo que no podía decir. Lo raro, pero cierto, es que nadie puede decirlo. Y que los que han estado allí más a menudo, o incluso más cerca, aún pueden decir menos y menos pueden hacer entender a la gente cómo es. Hay muchísimas personas por El-otro-fin-de-ninguna-parte (donde Tom irá más tarde) que pretenden conocerlo de norte a sur con la misma certeza que si hubieran trabajado allí de carteros. Sin embargo, como están a buen recaudo en El-otro-fin-de-ninguna-parte, a novecientos noventa y nueve millones de kilómetros, lo que digan no nos concierne en absoluto.

La gente que lo habita es entrañable, dulce, buena, amorosa, sabia, sacrificada... pero no pueden contarte nada sobre aquello. Nada excepto que es el lugar más bonito del mundo. Si insistes en preguntarles, se vuelven reservados y guardan silencio por miedo a que te rías de ellos. Y hacen bien.

Así que todo lo que la pequeña Ellie podía decir era que aquel lugar valía tanto como el resto del mundo entero. Evidentemente, eso sólo hizo que a pesar de todo, Tom estuviera aún más ansioso de conocerlo.

—Señorita Ellie —dijo finalmente—, si no me dices por qué no puedo ir contigo los domingos cuando te vas a casa, no me voy a estar quieto y no voy a dejarte tranquila.
—Eso tienes que preguntárselo a las hadas.

De modo que, cuando al día siguiente vino el hada —la señora Quehagancontigocomohagas—, Tom se lo preguntó.

—Los niñitos que sólo saben jugar con las bestias de mar no pueden ir —explicó ella—. Los que van allí, primero tienen que ir adonde no les apetece, hacer lo que no les apetece y ayudar a alguien que no les apetece.
—Anda, ¿y Ellie lo hizo?
—Pregúntaselo a ella.

Ellie se sonrojó y confesó: «Sí, Tom, al principio no me apetecía venir aquí. Era mucho más feliz en casa, donde siempre es domingo. Al principio, Tom, me dabas miedo, porque... porque...»

—¿Porque estaba lleno de espinas? Pero ahora ya no tengo, ¿no es verdad, señorita Ellie?
—No —respondió Ellie—. Ahora me gustas mucho y también me apetece venir aquí.
—Quizás —continuó el hada— aprendas a que te apetezca ir adonde no te apetece y ayudar a alguien que no te apetece, como ha hecho Ellie.

Pero Tom se metió el dedo en la boca y se quedó cabizbajo, pues no lo entendía en absoluto.

Así que cuando vino la señora Hazcomotegustariaquehicierancontigo, Tom se lo preguntó, pues su cabecita pensó: «Ella no es tan estricta como su hermana y puede que me perdone con más facilidad».

Ay, Tom, Tom, ¡qué bobo eres! Y, sin embargo, no sé por qué tendría que culparte mientras haya tantos mayores que tengan la misma idea en su cabeza.

A pesar de todo, cuando lo intentan, reciben la misma respuesta que Tom. Porque al preguntárselo a la segunda hada, ella le dijo exactamente lo mismo que la primera y con las mismas palabras.

Y al oírlo, Tom se sintió muy decepcionado. Cuando el domingo siguiente Ellie se fue a casa, se disgustó y estuvo llorando durante todo el día, y se negó a escuchar los cuentos de las hadas sobre niños buenos, aunque fueran más hermosos que nunca. Efectivamente, cuanto más los oía de refilón, menos le gustaba escucharlos, porque todos eran sobre niños que hacían lo que no les apetecía, se esforzaban por otras personas y trabajaban para alimentar a sus hermanitos y hermanitas en lugar de pensar sólo enjugar. Cuando el hada empezó a contar un cuento sobre un niño sagrado de la antigüedad que fue martirizado por los paganos porque no quería rendir culto a los ídolos, Tom no aguantó más, se fue corriendo y se escondió entre unas rocas. 

Cuando Ellie volvió, él se comportó con timidez, porque creía que lo menospreciaba y lo consideraba un cobarde. Después, se sintió muy enojado con ella, porque era superior a él y hacía lo que él no podía hacer. La pobre Ellie se quedó muy sorprendida y triste; finalmente, Tom se echó a llorar, pero no le dijo lo que realmente pensaba.

Mientras tanto, como loe corroía por dentro la curiosidad de averiguar adonde iba Ellie, empezó a desinteresarse por sus compañeros de juego, por el palacio de mar y por cualquier otra cosa. Puede ser que eso lo hiciera todo más fácil para él, ya que se sentía tan descontento con todo lo que lo rodeaba que no tenía ningún interés en quedarse ni le importaba adonde pudiera ir.

—Bueno —anunció finalmente—, aquí soy miserable. Me voy. Me encantaría que vinieses conmigo.
—¡Ay! —se lamentó Ellie—, ojalá pudiera, pero lo malo es que el hada dice que, si vas, debes ir solo. Ah, y no molestes a ese pobre cangrejo, Tom - ya comenzaba a sentirse travieso y malicioso -, o el hada no tendrá más remedio que castigarte.

Tom estuvo a punto de decir: «Y a mí qué si me castiga», pero se detuvo a tiempo.

—Ya sé lo que quiere que haga —aseguró, gimoteando, muy compungido—. Quiere que busque al espantoso Grimes. Está claro que no me apetece. Y si lo encuentro, va a volver a convertirme en un deshollinador, lo sé. Eso es lo que siempre me ha asustado más.
—No, no lo hará, eso sí que lo sé. Nadie puede convertir niños del agua en deshollinadores, ni hacerles ningún daño, siempre y cuando sean buenos.
—¡Ya! —replicó Tom con picardía—, ya veo lo que te propones. Me has estado persuadiendo para que vaya porque estás harta y te quieres deshacer de mí.

Al oír eso, los ojos de la pequeña Ellie se llenaron de lágrimas.

—¡Oh, Tom, Tom! —dijo ella, muy dolida. Luego gritó—: ¡Tom, eh, Tom! ¿Dónde estás?

Y Tom gritó:

—¡Ellie!, pero, ¿Dónde estás?

No podían verse. La pequeña Ellie se esfumó muy lejos y Tom oyó su voz llamándolo y haciéndose más y más baja, más y más tenue, hasta que todo quedó en silencio. 

Ahora era él quien se sentía asustado. Buceó arriba y abajo por entre las rocas, entrando en todos los salones y habitaciones más rápido que nunca, pero no la encontró. La llamó a gritos, pero no respondió. Preguntó a los demás niños, pero no la habían visto. Finalmente, subió hasta la superficie del agua y se puso a llorar y a chillar para que viniera la señora Quehagancontigocomohagas. Fue lo más sensato de todo cuanto hizo, pues ella se presentó en un instante.

—¡Ay! —exclamó Tom—. ¡Dios santo, Dios santo! He sido malo con Ellie y la he matado, sé que la he matado.
—No, eso no —respondió el hada—, pero la he mandado a casa, muy lejos, y no sé cuándo volverá.

Al oír estas palabras Tom lloró con tanta amargura que el mar salado aumentó con sus lágrimas y la marea creció 1,0044737 centímetros. O quizá se debió al influjo de la Luna. Puede que fuera así; pues se considera correcto - en la nueva filosofía - atribuir significado espiritual a fenómenos de la física, especialmente, como ya sabemos, en las mesas de espiritismo. Con la misma facilidad, se atribuyen causas físicas a fenómenos espirituales, tales como pensar, rezar, distinguir lo correcto de lo incorrecto, etc. De modo que lo ponen todo del revés hasta que queda del derecho, como dicen en Berkshire.

—¡Qué cruel eres mandando a Ellie lejos de aquí! —sollozó Tom—. Sin embargo, volveré a encontrarla, aunque tenga que ir a buscarla al fin del mundo.

El hada no abofeteó a Tom ni le dijo que refrenara la lengua. Por el contrario, lo puso en su regazo con mucha suavidad, igual que habría hecho su hermana, y lo convenció de que no era culpa suya, porque a ella le habían dado cuerda, como a los relojes, y no podía evitar hacer las cosas que tenía que hacer, le gustaran o no. Luego le explicó que había estado en la guardería el tiempo suficiente y que ahora debía salir a ver el mundo si quería llegar a ser un hombre. Le dijo que tenía que ir completamente solo, como deben hacer todos los que han nacido: ver con sus propios ojos, oler con su propia nariz, hacerse él mismo la cama y echarse en ella y, si metía los dedos en el fuego, quemarse. Después le aseguró que había muchísimas cosas interesantes que ver en el mundo y que sería un lugar muy singular, curioso, agradable, ordenado, respetable, organizado y, en general, bien conseguido, como cabría de esperar si la gente fuera medianamente valiente, buena y honesta. Luego le aconsejó que no tuviera miedo de nada, pues nada podía hacerle daño mientras se acordara de las lecciones e hiciera lo que sabía que era correcto. Finalmente, consoló tanto al pobre Tom que a éste le entraron muchas ganas de salir y deseó partir en aquel mismo instante.

—¡Lo único que desearía —añadió—, es ver a Ellie una sola vez antes de irme!
—¿Y por qué quieres eso?
—Porque... porque sería muchísimo más feliz si supiera que me ha perdonado.

Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, apareció Ellie, sonriente y tan contenta que Tom deseó besarla. Pero todavía temía ser irrespetuoso con una dama de alta alcurnia.

—¡Me voy, Ellie! —dijo Tom—. Me voy, aunque sea hasta el fin del mundo. Pero la verdad es que no me apetece nada.
—¡Tonterías! —exclamó el hada—. Te encantará, granuja, en el fondo del corazón lo sabes. Y si tegusta, haré yo que te guste. Ven aquí y mira lo que le pasa a la gente que sólo hace cosas agradables.

De uno de sus armarios (tenía todo tipo de armarios misteriosos en las grietas de las rocas) sacó el libro a prueba de agua más maravilloso, lleno de fotografías jamás vistas. Pues había descubierto la fotografía (y esto es un hecho) más de 13.598.000 años antes de que hubiera nacido cualquier humano. Es más, sus fotografías no representaban meramente las luces y las sombras, como hacen las nuestras, sino también los colores y, además, todos los colores, igual que si miras la cola de un gallo lira, las alas de una mariposa o, en definitiva, cualquier cosa. Así pues, sus fotografías eran muy curiosas y famosas, y los niños esperaban con deleite a que abriera el libro.

En la página del título ponía: «Historia de la grande y famosa nación de los Hazloquetedelagana, que se marcharon del país de Muchotrabajo para pasarse el día tocando el arpa judía» (1).

En la primera foto, vieron a los Hazloquetedelagana viviendo en el país de Todohecho a los pies de las Montañas Despreocupadas, donde la idiotez crece silvestre. Si quieres saber qué es eso, debes leer Peter Simple (2).

Llevaban una vida muy parecida a la de los antiguos y joviales griegos de Sicilia, a los que puedes ver pintados en los antiguos jarrones, y realmente no parecía que recurrían a muchas excusas, porque no tenían necesidad de trabajar.

En lugar de casas, vivían en hermosas cuevas de toba y se bañaban en cálidas fuentes tres veces al día. En cuanto a la ropa, hacía tanto calor que los caballeros andaban por ahí con poco más que un tricornio y unos tirantes, o algún liviano trapillo veraniego, y en otoño las damas tejían gasas - cuando no les daba demasiada pereza - para confeccionar sus vestidos de invierno.

Les encantaba la música, pero aprender piano o violín era demasiado trabajo, y en cuanto a bailar, habría requerido demasiado esfuerzo. De modo que se quedaban todo el día sentados sobre los hormigueros y tocaban el arpa judía, y si las hormigas los mordían se levantaban y se iban al siguiente hormiguero hasta que las hormigas los volvían a morder.

Luego se sentaban debajo de los árboles de la idiotez y esperaban a que las idioteces les cayeran en la boca; y hacían lo mismo debajo de las vides y se tragaban el zumo exprimido de las uvas. Y si había algún cochinillo recién asado corriendo por ahí, que gritaba: «Ven a comerme», como tenían por costumbre en ese país, esperaban a que se acercara a sus bocas y entonces le daba un mordisco y se quedaban muy satisfechos, igual que hacen tantas ostras.

Las armas no les hacían falta, pues no había ningún enemigo que se acercara a su país, ni tampoco necesitaban utensilios, pues todo estaba hecho para ser usado y la vieja y severa hada Necesidad jamás se acercó por aquellos lares para obligarlos a usar su inteligencia o morir.

Y así sucesivamente, cada vez más, hasta el punto que nunca en el mundo hubo una gente más cómoda, tranquila y afortunada.

—Anda, qué vida más alegre —dijo Tom.
—¿Eso crees? —replicó el hada—. ¿Ves esa gran montaña puntiaguda que hay allí, de cuya cima está saliendo humo?
—Sí.
—¿Y ves esas cenizas, esa escoria y esos rescoldos esparcidos por todas partes?
—Sí.
—Entonces, hojea y busca en los siguientes quinientos años para ver lo que pasa a continuación.

Y, mira por dónde, la montaña había estallado como un barril de pólvora y después se había desbordado como una tetera, por lo que una tercera parte de los Hazloquetedelagana había salido volando por los aires y otra tercera parte se había convertido en ceniza, de modo que sólo quedó a salvo un tercio de la población.

—¿Ves? —dijo el hada—. Eso es lo que pasa por vivir en una montaña en llamas.
—¡Oh!, ¿y por qué no les avisaste? —le preguntó la pequeña Ellie.
—Les avisé tanto como pude. Dejé que el humo saliera de la montaña y allí donde hay humo, hay fuego. Puse las cenizas y los rescoldos por todas partes, y allí donde hay rescoldos, volverá a haberlos. Pero no les apetecía enfrentarse a los hechos, queridos, como muy poca gente hace. De modo que se inventaron un cuento chino, que estoy segura de no haberles enseñado, que decía que el humo era el aliento de un gigante que uno u otro dios había enterrado debajo de la montaña, que los rescoldos eran lo que los enanos utilizaban para asar los cochinillos y otras bobadas así. Y cuando la gente se pone en ese plan, no les puedo enseñar sino con la gran vara de abedul.

Entonces pasó las páginas hasta los siguientes quinientos años. Allí estaban los que quedaban de los Hazcomotedelagana, que, claro está, continuaban haciendo lo que les daba la gana, igual que antes. Eran demasiado perezosos para alejarse de la montaña, así que argumentaron: «Si ha estallado una vez, razón de más para que no vuelva a estallar». Eran muy pocos, pero dijeron: «Cuantos más seamos, más nos divertiremos; si, pero, cuantos menos seamos, más comida tendremos».

Aunque eso no era del todo cierto, pues el volcán quemó todos los árboles de la idiotez. Los Hazloquetedelagana se habían comido todos los cochinillos asados que, obviamente, no habían podido tener crías. De manera que tuvieron que vivir con dificultades, alimentándose de frutos secos y raíces que extraían de la tierra usando palos.

Algunos de ellos hablaron de sembrar cereales, como solían hacer sus antepasados antes de venir al país de Todohecho, pero habían olvidado cómo se'construían los arados (para entonces incluso habían olvidado cómo se tocaban las arpas judías) y hacía años que se habían comido todas las semillas de cereales que habían traído del país de Muchotrabajo. Y, claro, marcharse e ir a buscar más era demasiado complicado. De modo que vivieron miserablemente de raíces y frutos secos, y todos los niñitos debiluchos padecieron un gran apetito y luego murieron.

—Anda —observó Tom—, se están convirtiendo en algo parecido a salvajes.
—Y mira qué feos se están volviendo —dijo Ellie.
—Sí, cuando la gente se alimenta de vegetales inconsistentes, en vez de rosbif y budin de ciruelas, las mandíbulas se les hacen grandes y los labios se les hacen gruesos, como los pobres irlandeses que comen patatas.

Entonces pasó página a los siguientes quinientos años. Los Hazloquetedelagana estaban viviendo en los árboles y haciendo nidos para resguardarse de la lluvia. Y debajo de los árboles había leones merodeando.

—Anda —señaló Ellie—, parece que los leones se han comido a muchísimos, porque ahora quedan muy pocos.
—Sí —confirmó el hada—. Verás, sólo los más fuertes y activos pudieron subir a los árboles y, por lo tanto, escapar.
—Vaya tipos más grandullones, bestias y anchos de espaldas —dijo Tom—. Son la gente más dura que he visto nunca.
—Sí, ahora se están haciendo muy fuertes, pues las damas no se quieren casar con ningún caballero que no sea el más fuerte y fiero, ya que las pueden ayudar a subir a los árboles y así escapar de los leones.

Acto seguidopasó página a los siguientes quinientos años. En ésa aún quedaban menos, y aún eran más fuertes y fieros; sin embargo, la forma de sus pies había cambiado de un modo muy raro, pues se agarraban a las ramas con los grandes dedos de sus pies, como si fueran pulgares, igual que los marineros hindúes los usan para enhebrar la aguja.

Los niños se quedaron muy sorprendidos y le preguntaron al hada si había sido obra suya.

—Sí y no —dijo sonriendo—. Los que pudieron usar los pies y las manos fueron los únicos que consiguieron llevar una buena vida o, de hecho, casarse, así que se quedaron con lo mejor de todo y dejaron que los demás se murieran de hambre. Y, del mismo modo que le ocurrió a las vacas de cuernos cortos, los terriers escoceses de la isla de Skye (Skye terriers)  y a las palomas torcaces, los fuertes evolucionaron a una nueva raza, la de Hombresdelospiesprensiles.
—Pero entre ellos hay uno peludo —indicó Ellie. 
—¡Ah! —comentó el hada—, con el tiempo ése será un gran hombre, el jefe de toda la tribu.

Cuando pasó página a los siguientes quinientos años, lo que había dicho se hizo realidad.

Este jefe peludo había tenido hijos peludos y ellos, hijos aún más peludos. Todas querían casarse con maridos peludos y, asimismo, tener hijos peludos, pues el clima se estaba volviendo tan húmedo que únicamente los peludos podían sobrevivir. Los demás tosían y estornudaban, sufrían de dolor de garganta hasta que, antes de hacerse adultos, morían de tuberculosis. 

Luego el hada pasó a los siguientes quinientos años. Y aún quedaban menos.

—Anda, hay uno en el suelo recolectando raíces —apuntó Ellie—, y no puede caminar derecho.

Ya no podía, porque igual que la forma de los pies les había cambiado, la forma de la espalda también les cambió.

—¡Vaya! —exclamó Tom—. Diría que son simios.
—Algo espantosamente parecido, pobres criaturas bobas —añadió el hada—. Ahora se han hecho tan estúpidos que apenas pueden pensar: ninguno de ellos ha utilizado la inteligencia durante muchos cientos de años. Además, casi han olvidado cómo se habla porque cada niño estúpido olvido algunas palabras de las que les habían enseñado sus padres estúpidos y carecían de inteligencia suficiente como para crear palabras nuevas que les sirvieran. Crecieron tan fieros, desconfiados y brutales que se alejaron los unos de los otros y comenzaron a vagar por los bosques oscuros, sin oír jamás las voces de los demás, así que se les olvidó hablar. Me temo que muy pronto se convertirán en simios, y todo por hacer sólo lo que les daba la gana.

Al cabo de quinientos años, desaparecieron. Todos habían muerto a consecuencia de la mala comida, las bestias salvajes y los cazadores; todos salvo uno, tremendo y viejo, con unas mandíbulas como las de un asno, que medía más de dos metros. El señor M. Du Chaillou fue hacia él y le pegó un tiro mientras rugía y se daba puñetazos en el pecho. Se acordó de que antaño sus antepasados fueron hombres, e intentó decir: «¿Acaso no soy un hombre, un hermano vuestro?». Pero había olvidado cómo utilizar la lengua. Luego intentó llamar a un médico, pero se había olvidado de la palabra apropiada. Así que todo lo que dijo fue: «¡Ungaunga!», y murió.

Y aquí terminó la gran y jovial nación de los Hazloquetedelagana. Tom y Ellie llegaron al final del libro, se les veía muy tristes y solemnes. Y tenían una buena razón para estarlo, pues realmente creyeron que los hombres eran simios y, teniendo en cuenta su simplicidad, no se les ocurrió preguntar si las criaturas tenían hipopótamos mayores en el cerebro o no, en cuyo caso, como ya te he dicho, habría sido imposible que fueran simios, aunque fueran más simiescos que los simios de todos los simiales.

—Pero, ¿no podrías haberlos salvado de convertirse en simios? —preguntó la pequeña Ellie finalmente.
—Al principio sí, cariño; si se hubieran comportado como hombres y se hubieran puesto a trabajar para hacer lo que no les apetecía. Pero cuanto más esperaron y se comportaron como las bestias tontas, que sólo hacen lo que les apetece, más bobos y torpes se hicieron hasta que al final ya eran incurables, pues habían desperdiciado su inteligencia. Este tipo de cosas contribuye a que yo sea tan fea y por eso no sé cuándo voy a ser hermosa.
—¿Y dónde están, ahora? —preguntó Ellie.
—Justo donde deben estar, cariño.
—¡Sí! —afirmó solemnemente el hada mientras cerraba el maravilloso libro—. Ahora la gente dice que puedo convertir a las bestias en hombres mediante las circunstancias, la selección, la competición, etcétera. Bueno, puede que tengan razón y, vuelvo a repetir, puede que no la tengan. Ésa es una de las siete cosas que tengo prohibido desvelar hasta que vengan las Cocqcigrues y, en todo caso, no es de su incumbencia. Fueran quienes fueran sus antepasados, son hombres y les aconsejo que se comporten como tales y actúen en consonancia. Pero que recuerden esto: que cada cuestión tiene dos caras y un camino de bajada pero también uno de subida. Si yo puedo convertir a las bestias en hombres, también puedo, por las mismas leyes de las circunstancias, la selección y la competición, convertir a los hombres en bestias. Tú, pequeño Tom, has estado una o dos veces muy cerca de que te convirtiera en una bestia. Efectivamente, si no hubieras decidido emprender este viaje y ver el mundo, como un buen inglés, de lo único que estoy segura es de que habrías acabado como un tritón en un estanque.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Tom—. Y no sólo en el estanque, también estaría envuelto en el cieno. Me voy ahora mismo, aunque sea hasta el fin del mundo.

Continúa leyendo esta historia en "Los niños del agua - Capítulo VII - Charles Kingsley

(1) Birimbao
(2) Novela de Freferick Marryat publicada en 1834.

No hay comentarios:

Publicar un comentario