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miércoles, 22 de mayo de 2013

El Libro de la Selva - Cuento IX - Rudyard Kipling

Viene de "El Libro de la Selva - Cuento VIII - Rudyard Kipling"



 Quíquern

 

La gente de los hielos orientales
es cual nieve que pronto se derrite;
dánles azúcar y café los blancos,
y sin temor les siguen.

Los hombres de los hielos de Occidente
gustan más de robar y resistirse:
venden pieles en cada factoría...
y el alma, si es posible.

En los hielos del Sur los balleneros
son sólo los que el tráfico persiguen:
muchos cintajos las mujeres llevan,
mas ¡qué miseria existe!

Pero en el hielo primitivo, al Norte
donde no hay hombres blancos que dominen,
con dientes de narval se hacen las lanzas
y allí se ve el hombre el postrer límite.


-Abrió los ojos. ¡Mira!
-Mételo de nuevo en la piel. Será un perro muy fuerte! Cuando cumpla cuatro meses le pondremos nombre.
-¿Para quién será? -dijo Amoraq.

Miró Kadlu en redondo la choza de nieve cubierta de pieles, y luego miró a Kotuko, muchacho de catorce años, que se hallaba sentado en el banco-cama, y que tallaba un botón en un diente de morsa.

-Para mí -respondió Kotuko, con una mueca-. Algún día lo necesitaré.

Kadlu sonrió a su vez y sus ojos parecían enterrados en las gruesas mejillas, y asintió con un movimiento de cabeza dirigiéndose a Amoraq, en tanto que la feroz madre del cachorro gruñía al ver que el pequeñuelo se agitaba fuera de su alcance en la bolsa de piel de foca que se hallaba colgada sobre la lámpara de grasa de ballena para que estuviera calientita.

Kotuko siguió tallando el marfil. Kadlu arrojó un montón de arreos para perros en un cuarto pequeño abierto en uno de los costados de la choza, se despojó del pesado traje de caza hecho con piel de reno, púsolo en una red de delgadas ballenas entretejidas que colgaba sobre otra lámpara y se echó en el banco-cama para cortar un trozo de carne de foca helada, esperando a que, Amoraq, su mujer, le trajera la comida acostumbrada, compuesta de carne hervida y de sopa de sangre.

Había salido al despuntar el alba en dirección de los agujeros que forman las focas, a dos leguas de distancia, y regresó a su choza con tres de aquellos animales, de gran tamaño. A la mitad del largo y bajo pasadizo de nieve, parecido a un túnel, que conducía a la puerta interior de la choza, podían oírse ladridos y rumor de lucha a mordiscos: eran los perros del trineo que, libres ya de su cotidiana labor, se disputaban los lugares calientes.

Cuando los ladridos se tornaron demasiado fuertes, Kotuko se deslizó perezosamente del banco-cama al suelo y cogió un látigo con elástico mango de ballena de medio metro de largo y con más de siete de pesado y retorcido cuero. Se metió entonces en el corredor, en donde pareció, por el ruido, que los perros se lo comerían vivo; pero todo aquello sólo era su manera habitual de darle gracias a Dios por la comida que en seguida recibirían. Cuando llegó arrastrándose hasta el otro extremo, media docena de peludas cabezas seguían todos sus movimientos, mientras él se dirigía a una especie de horca fabricada con quijadas de ballena, en donde se colgaba la carne destinada a los perros; arrancó grandes trozos helados sirviéndose para ello de un arpón de ancha punta, y luego permaneció en pie con el látigo en una mano y la carne en la otra. Llamó a cada animal por su nombre, primero a los más débiles, y pobre del animal que se hubiera movido antes de su turno, porque la deshilachada punta del látigo, restallando como un rayo, le hubiera arrancado una pulgada más o menos de pelo y piel. Cada animal gruñía, mordía su ración, se atragantaba al devorarla y se apresuraba a guarecerse en el pasadizo, en tanto que el muchacho, de pie sobre la nieve e iluminado por la vivísima luz de la aurora boreal, daba a cada quien lo suyo según estricta justicia. El último fue un gran perro negro que dirigía a los demás en el tiro y mantenía el orden entre ellos cuando llevaban los arreos; a éste le dio Kotuko ración doble, que acompañó con un chasquido de látigo.

-¡Ah! -exclamó el muchacho recogiendo y arrollando su látigo-. Hay un pequeñuelo sobre la lámpara, el cual gruñirá de firme. ¡Sarpok! ¡Adentro!

Retrocedió a gatas por encima de los perros; con un sacudidor de ballena que guardaba detrás de la puerta Amoraq, se quitó la nieve que tenía sobre el traje de pieles; golpeó ligeramente las que forraban el techo de la choza para que cayeran los carámbanos que quizás estaban sobre ellas, desprendidos de la bóveda de nieve que estaba encima; después se acostó, hecho una bola, sobre el banco. Empezaron a roncar los perros del pasadizo y a dar leves gemidos mientras dormían; el hijo menor de Amoraq, en su honda capucha de pieles, pateó y lloró hasta casi ahogarse, y la madre del cachorro al que acababan de escogerle amo, permanecía echada al lado de Kotuko, con los ojos filos en la bolsa de piel de foca colocada en lugar seguro y tibio sobre la ancha y amarilla llama de la lámpara.

Y todo esto ocurría muy lejos, hacia el Norte, más allá del Labrador y del estrecho de Hudson, donde las grandes mareas levantan los hielos; al norte de la península de Melville -incluso al norte de los pequeños estrechos de Fury y de Hecla-; en la playa septentrional de la Tierra de Baffin; en donde la isla de Bylot se eleva por encima de los hielos del estrecho de Lancáster, como el molde de un pastel puesto boca abajo. Al norte del estrecho de Lancáster es muy poco lo que se conoce, excepto Devon del Norte y la Tierra de Ellesmere; pero aun allí viven desparramadas algunas personas, a las puertas mismas del Polo, por decirlo así.

Kadlu era un ínuit (lo que ustedes llamarían un esquimal), y su tribu, de unas treinta personas, pertenecía a los tununírmiut, o sea, "el país que está situado detrás de algo". Llámanse en los mapas aquellas costas desiertas Ensenada del Consejo de Marina; pero siempre es preferible el nombre de ínuit, porque puede decirse en realidad que aquella tierra está situada detrás de todas las cosas del mundo. Sólo hielo y nieve hay allí durante nueve meses, sucédense los huracanes los unos a los otros, con un frío que no puede imaginarse quien no haya visto el termómetro a dieciocho grados centígrados, cuando menos, bajo cero. Seis meses de esos nueve transcurren en la oscuridad; esto es lo que hace horrible a aquel país. En los meses de verano, que son tres, sólo hiela continuamente durante las noches, y durante el día, de cada dos hiela en uno. Entonces empieza a desaparecer la nieve en las pendientes que se hallan en el Sur; unos cuantos sauces enanos muestran sus yemas lanosas; alguna diminuta piñuela parece que va a florecer; playas de fina arena y de guijarros descienden hasta el mar; levántanse piedras bruñidas y rocas veteadas por encima de la granulada nieve. Pero todo esto desaparece en pocas semanas y el salvaje invierno cierra de nuevo los claros que hay en la tierra, mientras que en el mar el hielo sube y baja, roto en pedazos, en lontananza, apretándose, entrechocando, rajándose, rozando unos contra otros, pulverizándose entre tanto, y, por así decir, varando, hasta que al cabo se hiela todo junto hasta una profundidad de tres metros, desde la tierra hasta donde está honda el agua.

En invierno Kadlu perseguía a las focas hasta los confines de aquellas tierras-hielos, y les clavaba el arpón cuando salían a respirar en sus agujeros. Las focas deben contar con agua para vivir y cazar en ella peces; en pleno invierno sucedía allí con frecuencia que el hielo se corría hasta unas veinte leguas, sin rajarse, partiendo de la playa más próxima. En primavera, él y los suyos se retiraban de los hielos amontonados en el mar, dirigiéndose a las rocas de tierra firme, y allí levantaban sus tiendas hechas de pieles y cazaban con lazo aves marinas, o arponeaban a las focas jóvenes que se asoleaban en las playas. Más tarde se dirigían hacia el Sur, a la Tierra de Baffin, para dedicarse allí a la caza del reno y hacer su provisión anual de salmón en los centenares de corrientes y lagos del interior, y regresaban al Norte en septiembre u octubre para cazar bueyes almizclados y para la matanza usual de focas del invierno. Estos viajes se hacían en trineos de perros que recorrían seis o siete leguas cada día, o algunas veces siguiendo la costa en grandes "botes de mujeres", construidos de pieles, en los que los niños y los perros se echan a los pies de los remeros, y las mujeres entonan canciones, mientras se deslizan de cabo en cabo por las frías y cristalinas aguas. Todos los objetos algo refinados que conocían los tununírmiut provenían del Sur, a saber, maderos acarreados por el agua que les servían para trineos; hierro en barras para las puntas de los arpones, cuchillos de acero, calderos de hojalata en que se cocía la comida mucho mejor que en los antiguos utensilios de cocina fabricados de esteatita; pedernal, acero, y hasta fósforos; y cintas de colores para el cabello de las mujeres; espejillos baratos, y tela de color rojo para orlas de chaquetas de piel de reno. Kadlu se dedicaba al tráfico valioso de blancos y retorcidos dientes de narval y de buey almizclado (éstos se cotizan tanto como las perlas), que vendía él a los ínuit del Sur, quienes, a su vez, traficaban con los balleneros y con las factorías que tienen los misioneros en los estrechos de Exeter y Cumberland; y así se encadenaban las cosas, hasta que, una caldera comprada por el cocinero de algún barco en el bazar de Bhendy, podía ir a parar sobre una lámpara de grasa de ballena en el sitio más frío del Círculo Polar Ártico.

Kadlu, como buen cazador, contaba con gran número de arpones de hierro, cuchillos para cortar la nieve, dardos para cazar pájaros y cuantas cosas hacen fácil la vida en los lugares de los grandes fríos; era, además, el jefe de su tribu, o, como ellos dicen, "el hombre que lo sabe todo por propia experiencia". Esto no le daba ninguna autoridad, excepto la de permitirle aconsejar a sus amigos que cambiaran de cazadero; pero Kotuko se aprovechaba de ello para mandar un poco, a la manera perezosa de los gordos ínuit, a los demás muchachos, cuando salían por la noche para jugar a la pelota a la luz de la luna o para cantar la "Canción del Niño a la Aurora Boreal".

Pero a los catorce años un ínuit se considera ya un hombre, y Kotuko estaba cansado ya de preparar lazos para coger gallos silvestres y zorros ferreros, y mucho más cansado aún de ayudarles a las mujeres en la operación de mascar pieles de foca y de reno (cosa que las ablanda mejor que nada) durante todo el largo día, en tanto que los hombres salían de caza. Quería ir al quaggi, la Casa del Canto, cuando los cazadores se reúnen allí para celebrar sus misterios, y el angekok, el hechicero, después de apagar las lámparas, les infunde un terror que hallaba delicioso, evocando el Espíritu del Reno que pateaba sobre el techo de la casa, o arrojando una lanza contra las sombras de la noche y viéndola volver atrás cubierta de caliente sangre. Quería poder arrojar sus grandes botas en la red, como lo hacía su padre, mostrando el aire cansado del jefe de familia, y jugar con los cazadores cuando iban a visitarlos por la noche y jugaban con una especie de ruleta improvisada por ellos con un bote de hojalata y un clavo. Eran cientos las cosas que quería hacer, pero los hombres se reían de él y le decían:

-Espera hasta que hayas tomado parte en la lucha, Kotuko. La caza no se limita a cobrar piezas.

Ahora que su padre le había regalado un cachorro, las cosas se presentaban más risueñas. Un ínuit no le regala un buen perro a su hijo, hasta que el muchacho sabe algo acerca del modo de educarlo, y Katuko estaba convencido de que sabía mucho más de lo necesario.

Si el cachorro no tuviera una naturaleza de hierro, hubiera muerto por el exceso de alimento y de manoseo. Kotuko le hizo unos arreos diminutos con sus respectivos tirantes, y lo conducía por todo el suelo de la choza, gritando:

Aua! ¡Ja aua! (¡Hacia la derecha!) ¡Choiachoi! ¡Ja choiachoi! (¡Hacia la izquierda!) ¡Ohaha!
(¡Párate!)

Al cachorro no le gustaba esto absolutamente nada, pero esto era pura felicidad comparado al susto que se llevó cuando lo pusieron por primera vez a tirar de un trineo. Se limitó a sentarse en la nieve y ponerse a jugar con el tirante de piel de foca que iba desde sus arreos hasta el pitu, la gran correa de los arcos del trineo. Arrancó el tiro de los demás perros, y el cachorro sintió que le pasaba por encima el vehículo de tres metros de largo, arrastrándolo por la nieve, en tanto que Kotuko reía hasta que se le saltaron las lágrimas. Vinieron luego días y días en que oía siempre el chasquido del cruel látigo que silba como el viento que pasa sobre el hielo, y todos sus compañeros lo mordían porque no sabía trabajar como ellos, y el roce de los arreos lo desollaba vivo, y ya no le era permitido dormir con Kotuko, sino que lo hacían quedarse en el lugar más frío del pasadizo.

Eran tiempos muy duros aquellos para el cachorro.

El muchacho aprendía tan aprisa como el perrillo, aunque un trineo tirado por perros es algo muy difícil de manejar. Cada animal (y los más débiles van más cerca del conductor) lleva su propio tirante separado que pasa por debajo de su pata anterior izquierda y que va hasta la correa principal en donde se sujeta con una especie de botón y de una presilla que puede quitarse con un movimiento de la muñeca, dejando así en libertad a uno por uno de los perros. Cosa muy conveniente es ésta, porque con frecuencia el tirante se les mete entre las patas posteriores, y allí les produce cortaduras que les llegan hasta el hueso. Y absolutamente todos se meten con los que tienen más cerca al correr, saltando por entre los tirantes. Luego se pelean, y el resultado es que se embrollan como sedal mojado que se deja sin recoger hasta el día siguiente. Pueden evitarse muchas molestias con el uso inteligente del látigo. Cada muchacho ínuit se enorgullece de su destreza en el manejo del látigo; pero si es fácil acertar un trallazo en un objeto colocado en el suelo, en cambio es difícil, inclinándose sobre el trineo, acertarle a un perro reacio precisamente detrás de una espaldilla, con la punta del látigo. Si se riñe a un perro llamándolo por su nombre, y accidentalmente otro recibe el golpe no destinado a él, los dos se pelean en el acto y hacen que se paren todos los del tiro. Además, si se viaja con un amigo y se empieza a hablar con él, o si se viaja solo y se empieza a cantar, todos los perros se detienen, se vuelven en redondo y se sientan para escuchar la plática o el canto. A Kotuko se le escapó el trineo una o dos veces por haberse olvidado de poner un estorbo delante del mismo al pararlo, y rompió muchos látigos y estropeó algunas correas antes de que se le pudiera confiar un tiro completo de ocho perros y el trineo más rápido. Pero entonces se sintió persona importante y sobre el liso y oscuro hielo se deslizaba ligero y atrevido con la rapidez de una jauría lanzada en persecución de una pieza. Recorría hasta dos leguas y media hasta los agujeros de las focas, y una vez en el cazadero soltaba una de las correas del pitu, y dejaba libre al perrazo negro que era el más listo de todo el conjunto. Tan pronto como el animal olfateaba alguna de aquellas aberturas, Kotuko volcaba el trineo, clavando en la nieve el par de aserradas astas que se elevan del respaldo como los asideros de un cochecillo de niño, y así el tiro de perros no podía moverse. Entonces el muchacho avanzaba arrastrándose, pulgada a pulgada, y esperaba hasta que la foca se asomara para respirar. Lanzaba luego rápidamente hacia abajo el arpón con la cuerda atada a él, y tirando de ésta al poco rato, subía una foca muerta, a la cual arrastraba, cuando llegaba a la superficie del hielo, hasta el trineo, con ayuda del perro negro.

Éste era el momento en que los perros del tiro aullaban rabiosos, presa de gran agitación; pero Kotuko les daba latigazos en la cara con la traílla que parecía una barra de hierro candente, hasta que el cuerpo del cazado animal se ponía rígido. La vuelta a casa era el trabajo más duro. Había que arrastrar al cargado trineo entre el duro hielo, y los perros, en vez de tirar, solían sentarse mirando hambrientos a la foca. Al fin partían por el hollado camino de todos los trineos que iban a la aldea, trotando sobre aquel hielo que resonaba como si fuera metálico, con las cabezas gachas y las colas en alto, en tanto que Kotuko se ponía a cantar el "An-guti-vaun tai-na, tauna-ne tai-na" (La Canción del Cazador que Regresa), y salían voces que le llamaban de todas las casas que hallaba al paso, bajo aquel vasto cielo sombrío, alumbrado sólo por las estrellas.

Cuando Kotuko, el perro, llegó a su completo desarrollo, también se divirtió a su manera. Pelea tras pelea, bravamente logró ir ascendiendo en categoría entre los perros del tiro, hasta que una tarde, por cuestión de comida, luchó con el perrazo negro que dirigía a los demás (Kotuko, el muchacho, cuidó de que aquello fuera una pelea limpia), y lo convirtió en segundo, como dicen allí.

Así, pues, fue promovido a director y unido a la larga correa que lo hacía correr a un metro y medio delante de los otros; desde entonces tuvo la obligación de parar las peleas, ya llevando los arreos, o ya sin ellos, y usó un collar de alambre de cobre, muy grueso y pesado. En ocasiones especiales se le servían los alimentos cocidos y en el interior de la casa, y a veces se le permitía dormir en el mismo banco de su amo Kotuko. Era un buen perro para cazar focas, y podía acorralar a un buey almizclado corriendo en derredor de él y mordiscándole las patas. Incluso era capaz -y esto es la mayor prueba de bravura para un perro de trineo-, era capaz de desafiar al demacrado lobo del Polo Ártico, al que generalmente temen todos los perros del Norte más que a cualquiera otro ser de los que viven en las nieves. Él y su amo (pues no contaban como compañía a la vulgar traílla) cazaron juntos día tras día y noche tras noche, el muchacho envuelto en pieles, y el feroz animal con el pelo largo y amarillo, pequeños los ojos, blancos los colmillos. Todo el trabajo de un ínuit queda circunscrito a procurarse comida y pieles para él y su familia. Las mujeres convierten en trajes las pieles; en ocasiones ayudan a poner trampas para cobrar piezas de caza menor. Pero la base de la alimentación -y comen de una manera enorme- deben proporcionársela los hombres.

Si faltan provisiones, no existe por allí nadie a quien comprar o pedir prestado. No queda más sino morirse de hambre.

Un ínuit no piensa en esto sino hasta que se ve forzado a ello. Kadlu, Kotuko, Amoraq y el pequeño que pataleaba dentro de la capucha de pieles de esta última, y que durante todo el día mascaba trozos de grasa de ballena, vivían juntos tan felices como cualquiera otra familia. Procedían de una raza de carácter muy templado -un ínuit raras veces se altera y casi nunca le pega a un niño-, que ignoraba realmente lo que era mentir y más aún lo que era robar. Contentábase con arrancar a arponazos aquello con que se mantenían, del corazón helado y sin esperanzas de la misma frialdad; con mostrar sus sonrisas oleosas; con narrar extrañas fábulas de aparecidos y de hadas, durante las noches; con comer hasta más no poder; con cantar, por último, la interminable canción de sus mujeres: "Amna aya, aya amna, ¡ah! ¡ah!", durante todo el día a la luz de la lámpara, en tanto que ellas cosían la ropa y los arreos para la caza.

Pero hubo un terrible invierno en que todo pareció conjurarse contra ellos. Regresaron los tununírmiut de su pesca anual del salmón y construyeron sus casas sobre los primeros hielos al norte de la isla de Bylot, listos para salir en persecución de las focas cuando el mar estuviera helado. Pero el otoño fue prematuro y malísimo. Continuos vendavales hubo durante todo el mes de septiembre, rompiendo la lisa superficie del hielo, caro a las focas, cuando su espesor era apenas de un metro o metro y medio, lanzándolo hacia tierra y amontonándolo, y formando una barrera de cinco leguas de ancho con protuberancias, escabrosidades y carámbanos, que no permitían que por allí pasaran los trineos. El borde del banco flotante de donde las focas salían para hacer su presa en los peces durante el invierno, estaba quizás a otras cinco leguas del lado de allá de la barrera y fuera del alcance de los tununírmiut. Con todo, acaso hubieran podido pasar el invierno con su provisión de salmón helado y de grasa en conserva, ayudándose con lo que les proporcionaban las trampas que ponían; pero en diciembre, uno de sus cazadores tropezó con una tupik (una tienda hecha de pieles) en donde halló casi muertas a tres mujeres y a una niña, que habían venido en compañía de sus hombres desde lo más remoto del Norte, y habían visto cómo ellos morían aplastados en sus botes de pieles, pequeños y diseñados para la caza, mientras perseguían al narval, el del larguísimo incisivo que parece cuerno. Kadlu, por supuesto, hubo de distribuir a las mujeres entre las chozas de aquella aldea de invierno, porque un ínuit jamás se niega a compartir su comida con un extranjero, ya que no sabe cuándo le llegará a él el turno de tener que aceptarla. Amoraq se quedó con la niña, que era de unos catorce años, en su casa, aceptándola como una especie de criada. Por el corte de su puntiaguda capucha, y por los dibujos en forma de diamante largo que tenían sus blancas polainas de piel de reno, la supusieron originaria de la Tierra de Ellesmere. Jamás había visto botes de hojalata para cocinar, ni conocía trineos como aquéllos en que se usa la madera para cortar el hielo; pero Kotuko, el muchacho, y Kotuko, el perro, le tenían mucho cariño.

Después, todas las zorras se fueron hacia el Sur, y hasta el volverena (Nota: wolverine, cuadrúpedo carnívoro de America del Norte llamado también glotón), el gruñón y obtuso ladronzuelo de las nieves, no se tomó la molestia de pasar por donde estaba la hielera de trampas que Kotuko había armado. La tribu perdió un par de sus mejores cazadores, que quedaron muy lastimados en una lucha con un buey almizclado, y esto acumuló más trabajo sobre los restantes.

Kotuko salió día tras día con un trineo ligero y seis o siete perros de los más fuertes mirando hasta que le dolían los ojos para ver si descubría una extensión de hielo limpio y claro en que alguna foca podría haber abierto su agujero para respirar. Kotuko el perro vagaba libremente por todos lados, y, en medio de la mortal quietud de los campos de hielo, Kotuko, el muchacho, oía su sordo y nervioso gemido sobre algún agujero situado a más de media legua de distancia, tan claramente como si estuviera a su lado. Cuando el perro encontraba uno de esos hoyos, se construía el muchacho un pequeño y bajo muro de nieve para resguardarse algo del fuerte viento, y allí esperaba diez, doce, veinte horas si era preciso hasta que la foca salía a respirar, los ojos del cazador clavados en la pequeña señal que él había hecho sobre el agujero para guiar la puntería cuando arrojara el arpón, y con una pequeña alfombra de piel de foca bajo los pies, mientras tenía atadas las piernas con el tutareang (la hebilla de que hablaban los antiguos cazadores). Ésta ayuda a evitar las punzadas en las piernas del hombre que se pasa horas y horas a la espera de que se asomen las focas de oído finísimo. Aunque este trabajo no exige esfuerzo, fácilmente se comprende que permanecer sentado completamente inmóvil y metido en la hebilla con el termómetro a cuarenta grados Fahrenheit quizás bajo cero, es el trabajo más pesado que conoce un ínuit. Cuando se cogía una foca, Kotuko el perro se lanzaba hacia adelante con la correa arrastrando detrás de él y ayudaba a tirar del cuerpo hasta el trineo, donde los otros perros, cansados y hambrientos, se tendían con aspecto sombrío para resguardarse del aire que llegaba desde los pedazaos rotos del hielo.

Una foca no era comida para mucho tiempo, porque en la aldehuela cada boca tenía el derecho a su porción, y no se desperdiciaban ni huesos, ni piel, ni tendones. La carne destinada a los perros se empleaba en alimento humano, y Amoraq los alimentaba con retazos viejos de las tiendas de pieles usadas en verano y arrancados del banco usado para dormir, y los animales aullaban y aullaban, se despertaban de noche y de nuevo aullaban, siempre hambrientos. Con sólo ver las lámparas de esteatita en las chozas, se podía adivinar que el hambre se acercaba. En las buenas estaciones, cuando había abundante grasa, la luz de las lámparas en forma de bote tenían más de medio metro de alto, y se elevaba alegre, untuosa y amarilla. Ahora apenas medía unas seis pulgadas pues Amoraq bajaba cuidadosamente la mecha de musgo, cuando alguna llamarada se elevaba más de lo debido por un momento, y los ojos de toda la familia seguían atentamente esta operación. Lo horrible del hambre allá en aquellos grandes fríos, no es tanto el morir, sino el morir en la oscuridad. Todo ínuit teme a la oscuridad, que pesa sobre él sin cesar durante seis meses de cada año; y cuando las lámparas están bajas en las casas, la inteligencia de las personas empieza a estar turbia y confusa.
Pero peores cosas sucederían.

Los perros, mal alimentados, mordían con frecuencia y gruñían en los corredores, lanzaban furiosas miradas a las frías estrellas y husmeaban hacia el lado donde soplaba el viento, noche tras noche.
Cuando cesaban de aullar, descendía de nuevo el silencio, tan sólido y pesado como una masa de nieve acumulada por la tormenta contra una puerta, y los hombres oían entonces el latir de las venas en los delgados conductos de la oreja y el batir de sus corazones, que resonaban como el ruido del tambor que los hechiceros tocan sobre la nieve.

Una noche, Kotuko, el perro, que había estado de mal humor, cosa poco frecuente, al llevar los arreos, saltó y apoyó la cabeza contra la rodilla de Kotuko. este lo acarició, pero el perro continuaba empujando ciegamente hacia adelante, zalamero. Entonces se despertó Kadlu, le cogió la pesada cabeza parecida a la del lobo y le miró en los ojos vidriosos. El perro gimió y tembló entre las rodillas de Kadlu. Se le erizó el pelo en torno del cuello, y gruñó como si un forastero llamara a la puerta; luego ladró alegremente, se arrastró por el suelo y mordió la bota a Kotuko, como si fuera un cachorro.

-¿Qué le sucede? -preguntó Kotuko, que empezaba a sentir miedo.
-La enfermedad -respondió Kadlu-: tiene la enfermedad de los perros.

Kotuko, el perro, levantó el hocico y aulló una y otra vez.

-Nunca había visto esto. ¿Qüé hará ahora? -preguntó.

Kadlu encogió un hombro y cruzó la choza y fue a buscar un arpón corto y afilado. El enorme perro lo miró, aulló de nuevo y se deslizó por el corredor hacia afuera mientras sus compañeros se retiraban a izquierda y derecha para darle ancho paso. Al hallarse fuera, sobre la nieve, ladró furiosamente, como si siguiera el rastro de algún buey almizclado, y, ladrando, saltando y haciendo cabriolas, desapareció. Su enfermedad no era hidrofobia, sino simplemente locura. El frío, el hambre, y sobre todo la oscuridad le habían trastornado la cabeza; cuando esa terrible enfermedad de los perros aparece en los que forman el tiro de un trineo, se propaga como el fuego. Al siguiente día de caza enfermó otro perro y fue muerto de inmediato por Kotuko al ver que mordía y forcejeaba entre los arreos. Luego, el perro negro que hacía de segundo, y que en tiempos antiguos había sido el que dirigía, empezó de pronto a ladrar como si siguiera la pista a un reno imaginario, y cuando lo soltaron del pitu, se lanzó contra un gran montón de hielo, y huyó como lo había hecho el que dirigía el tiro, con los arreos colgando. Después de esto, nadie quiso ya sacar a los perros. Los necesitaban para algo más, y ellos lo sabían; y por esto, aunque estaban atados y tomaban los alimentos de la mano de sus dueños, sus ojos revelaban desesperación y miedo. Y
para que todo fuera peor, empezaron las viejas a contar cuentos de fantasmas y a decir que habían visto los espíritus de los cazadores muertos, desaparecidos aquel otoño, los cuales habían profetizado horribles sucesos.

Kotuko sintió más que nada la pérdida de su perro, porque aunque un ínuit come enormemente, sabe también ayunar. Pero la oscuridad, el hambre, el frío y las intemperies, lo hicieron empezar a oír voces dentro de su cerebro y a ver gente que no existía, que estaba fuera del alcance de sus miradas. Una noche (acababa de quitarse la hebilla tras diez horas de espera cabe uno de los agujeros de focas llamados ciegos, y se encaminaba a la aldea sintiéndose débil y desvanecido casi), hizo un alto para apoyarse de espaldas contra una peña que daba la casualidad de estar sostenida, como las rocas que se balancean, sobre un solo punto saliente del hielo. Su peso, al apoyarse, destruyó el equilibrio de la peña, y ésta rodó pesadamente, y mientras Kotuko saltaba a un lado para evitarla, resbaló aquélla en dirección hacia él chirriando y silbando por el hielo que tenía forma de talud.

Esto fue suficiente para Kotuko. Había sido educado en la creencia de que cada roca y cada peña tienen su dueño (su inua), que era generalmente algo parecido a una mujer con un solo ojo, que recibía el nombre de tornaq, y que, cuando una tornaq quería ayudar a un hombre, rodaba tras él dentro de su pétrea casa y le preguntaba si quería tomarla como su espíritu protector. (En el verano, durante los deshielos, las rocas y las peñas que el hielo sostiene, ruedan y resbalan por toda la superficie del terreno: así, no es difícil comprender cómo nació la idea de las piedras que viven.) Kotuko sintió que la sangre le latía en las orejas, cosa que había sentido durante todo el día, y creyó que esto era la tornaq de la piedra, que le hablaba. Antes de llegar a su casa, ya estaba convencido de que había tenido con aquélla una larga conversación, y como toda su gente creía que esto era muy posible, nadie lo contradijo.
-Me dijo: "Me lanzo, me lanzo desde el lugar que ocupo en la nieve" -repetía Kotuko con los ojos hundidos e inclinándose hacia adelante en la mal alumbrada choza-. Dijo: "Seré tu guía; te guiaré a los mejores agujeros de focas." Mañana salgo de caza, y la tornaq me guiará.

Luego vino el angekok, el hechicero de la aldea, y Kotuko se lo refirió todo por segunda vez. No perdió ni una tilde al ser repetido.

-Sigue a los tornait (los espíritus de las piedras), y ellos nos darán de nuevo comida -dijo el angekok.

Ahora bien: la muchacha procedente del Norte había estado echada cerca de la lámpara durante días enteros, comiendo poco y hablando menos; pero cuando Amoraq y Kadlu, a la siguiente mañana, empezaron a cargar y a atar un pequeño trineo de mano para Kotuko, y lo cargaron con todos los útiles de caza y con cuanta grasa y carne de foca helada fue posible, ella cogió la cuerda con que se arrastraba el vehículo y se colocó valientemente al lado del muchacho.

-Vuestra casa es la mía -dijo mientras el trineo chirriaba y saltaba tras ellos en la terrible noche ártica.
-Mi casa es tu casa -respondió Kotuko-; pero creo que ahora nos dirigiremos ambos a Sedna.

Ahora bien, Sedna es la señora del mundo inferior, y todo ínuit cree que toda persona que muere debe pasar un año en el horrible país de aquélla antes de ir a Quadliparmiut, el "lugar de la felicidad", en donde nunca hiela y donde gordos renos se acercan a uno en cuanto se les llama.

Allá en la aldea la gente gritaba:

-Los tornait han hablado a Kotuko. Enseñaránle el hielo libre... Regresará trayéndonos focas...

Pronto sus voces se perdieron en la fría y vacía oscuridad, y Kotuko y la niña se acercaban, hombro con hombro, al tirar de la cuerda o al empujar el trineo por el hielo en dirección al Mar Polar.

Kotuko insistía en que la tornaq de piedra le había dicho que fuera hacia el Norte, y hacia el Norte se dirigieron bajo la constelación de Tuktuqdjung, el Reno, o sea, la que nosotros llamamos Osa Mayor.
Ningún europeo hubiera sido capaz de caminar más de media legua cada día sobre pequeños trozos de hielo y sobre aristas afiladas; pero aquella pareja conocía con toda exactitud el movimiento de la muñeca que obliga a un trineo a dar vuelta en torno de una aglomeración de hielo; y el exacto y repentino tirón que lo levanta casi sobre una quebradura de la superficie; la cantidad de esfuerzo con que, con pocos y mesurados arponazos, se abre un camino cuando toda esperanza de hallar uno parece ya perdida.

La muchacha no solo callaba, sino que agachaba la cabeza, y la orla de piel de volverena que adornaba su capucha de armiño, le caía sobre su cara ancha y oscura. El cielo, sobre sus cabezas, era de un negro intenso de terciopelo, y se tornaba, en el horizonte, en tiras de color rojo, y las grandes estrellas brillaban como si fueran faroles. Por las profundidades del alto cielo se deslizaba de cuando en cuando una oleada de luz verdosa de la aurora boreal, ondeaba como una bandera y luego desaparecía; o bien estallaba algún meteoro, hundiéndose de tiniebla en tiniebla y apareciendo detrás de él una lluvia de chispas. Entonces podían ver la ondulada superficie de los flotantes hielos del mar con ribetes y adornos de raros colores: rojos, cobrizos y azulados; pero a la luz ordinaria de las estrellas todo se veía de un color gris mortecino. Los hielos flotantes, como recordaréis, habían sido sacudidos y aglomerados por los vientos de otoño, por lo que parecía que había pasado por allí un temblor de tierra, habiéndose helado después todo.

Podían verse canales, barrancos y agujeros, semejantes a cascajares abiertos en el hielo; pedazos de éste que habían permanecido en la primitiva superficie total; otros negros, parecidos a pústulas, que habían sido arrojados bajo los hielos flotantes por algún vendaval y vueltos después a levantar; piñas de hielo redondeadas; crestas como dientes de sierra, que la nieve, que va volando delante del viento, había hecho; y verdaderos pozos de pareies hundidas en los cuales, en una extensión de por lo menos una hectárea o hectárea y media, el nivel del suelo era mucho más bajo que en el resto del terreno. Desde cierta distancia hubiéranse podido tomar por focas o morsas los pedazos de hielo, o por trineos puestos boca abajo, o por hombres en expedición de caza, o incluso por el mismísimo gran fantasma blanco del oso de diez patas; pero, a pesar de todas esas formas fantásticas, que parecían a punto de cobrar vida, no se escuchaba ningún ruido, ni siquiera el más pequeño eco de algún rumor. Y al través de ese silencio y esa soledad, donde repentinas luces se encendían y se apagaban nuevamente, el trineo y quienes lo empujaban se arrastraban como visiones de pesadilla, una pesadilla sobre el fin del mundo, en el fin del mundo.

Cuando se sentían cansados, Kotuko construía lo que los cazadores llaman "media casa", una pequenisima choza de nieve, en la cual se metían muy apretados uno contra el otro, con la lámpara de viaje, y trataban de deshelar la carne de foca que llevaban. Una vez que habían dormido, empezaba la marcha de nuevo, unas siete leguas diarias y no acercarse al Norte más que dos leguas y media. La muchacha iba siempre silenciosa, pero Kotuko hablaba para sí mismo algunas veces y rompía a cantar canciones que había aprendido en la casa del canto (canciones sobre el verano, sobre los renos y el salmón), todas ellas horriblemente fuera de lugar en aquella estación. Decía que había oído a la tornaq hablándole de mal humor, y corría furioso contra un montón de hielo, retorciéndose los brazos y hablando a gritos y en tono amenazador. A decir verdad, Kotuko estaba casi loco en aquel tiempo; pero la muchacha estaba segura de que su espíritu guardián lo había estado guiando y que todo terminaría bien. Por tanto, no se sorprendió cuando al final de la cuarta jornada, Kotuko, cuyos ojos brillaban como bolas de fuego, le dijo que su tornaq los seguía al través de la nieve bajo la forma de un perro de dos cabezas. La muchacha miró hacia donde señalaba Kotuko, y le pareció que algo se deslizaba hacia un barranco. No era ciertamente una cosa humana, pero todo el mundo sabe que el tornait prefiere aparecerse en la de un oso o de una foca o de otros animales.

Podía ser también el mismo fantasma blanco del oso de las diez patas, o cualquiera otra cosa, porque Kotuko y la muchacha estaban tan hambrientos que ya no podían tener fe en lo que creían ver. Nada habían logrado cazar con trampas, y no habían visto ningún rastro de caza desde que salieron de la aldea; su comida apenas si les duraría una semana más, y una nueva borrasca se les venía encima. Una tempestad polar puede durar diez días sin interrupción, y es segura la muerte en este tiempo para quien esté fuera de su casa. Kotuko construyó una casa de nieve de tamaño suficiente para contener el trineo de mano (nunca debe uno separarse de su comida), y mientras le daba forma al último bloque irregular que forma la clave de la bóveda, vio algo que lo estaba mirando desde un montón de hielo, a unos ochocientos metros de distancia. El aire era brumoso, y aquella cosa parecía tener unos cuarenta pies de largo por diez de alto y además una cola de veinte pies de largo, y una forma de contornos indefinidos, temblorosos. La muchacha vio aquello también, pero en vez de gritar aterrorizada, dijo calmadamente:

-Eso es Quíquern. ¿Que ocurrirá luego?
-Me hablará -respondió Kotuko.

El cuchillo con que cortaba el hielo tembló en su mano mientras hablaba, porque, por mucho que un hombre crea tener amistad con feos y raros espíritus, pocas veces quiere que sus palabras parezcan resultar verdad. Quíquern es, también, el fantasma de un perro gigantesco, sin dientes ni pelo, que se supone vive en el lejano Norte, y que vaga por aquel país inmediatamente antes de que algo acontezca. Y éstas pueden ser cosas agradables o desagradables; pero ni a los hechiceros les gusta hablar de Quíquern. Él es el que enloquece a los perros. Como el oso fantasma, tiene muchas patas (seis u ocho pares), y aquella cosa fantástica que se movía en la neblina, tenía más patas de las que necesita cualquier perro vivo. Kotuko y la muchacha se refugiaron rápidamente en la choza apretándose el uno contra el otro. Por supuesto, si Quíquern los hubiera necesitado, hubiera hecho que el techo se hundiera sobre sus cabezas; pero era para ellos un consuelo saber que entre ellos y la malvada oscuridad se interponía un muro de nieve de un palmo y medio de grueso.

La tempestad estalló con el ruido estridente del viento, parecido al de un tren, y durante tres días y tres noches continuó sin variar ni un momento, sin atenuarse ni durante un minuto. La pareja mantenía la lámpara encendida, sostenida en sus rodillas, y masticaba tibios pedacitos de carne de foca, mirando cómo se acumulaba el negro hollín en el techo durante setenta y dos largas horas.

La muchacha hizo el recuento de la comida que tenían todavía en el trineo: no había sino para dos días más. Kotuko examinó las puntas de hierro y las ataduras de su arpón, hechas de tendones de reno, y las de su lanza especial para focas, y las de su dardo para cazar pájaros. No había otra cosa que hacer.

-Pronto iremos a Sedna... muy pronto -murmuró la muchacha-. En tres días más, no nos quedará sino echarnos... y partir. ¿No hará nada por nosotros tu tornaq? Cántale una canción de angekok para hacerla venir.

Empezó el muchacho a cantar en el tono alto de aullido de las canciones mágicas, y la tormenta empezó a ceder despacio; a la mitad de la canción la muchacha se estremeció, y luego colocó, primero su mano cubierta con el mitón y luego la cabeza, sobre el hielo que formaba el piso de la choza. Kotuko siguió su ejemplo, y ambos se arrodillaron, mirándose a los ojos y escuchando tensamente. Arrancó él una delgada tira de ballena de un lazo para cazar pájaros, que tenía en el trineo, y, enderezándola, la puso en un agujerito que hizo en el hielo, afirmándola con su mitón.

Quedó casi tan delicadamente ajustada como la aguja de una brújula, y entonces, en vez de escuchar, miraron atentamente. La delgada varilla tembló un poco, de una manera casi imperceptible; después vibró más firmemente durante algunos segundos... se detuvo... y vibró de nuevo señalando en esta ocasión hacia otro punto de aquella especie de brújula.

-¡Demasiado pronto! -dijo Kotuko-. Una gran porción de hielo flotante se ha resquebrajado, lejos, allá afuera.

La muchacha señaló la varilla y sacudió la cabeza.

-Se quiebra todo -dijo-. Escucha el ruido en el suelo. Suenan golpes.

Al arrodillarse en esta ocasión, escucharon los más curiosos y sordos rumores, como un golpetear que resonara bajo sus pies. Algunas veces parecía que algún cachorrillo chillaba colocado sobre la luz de la lámpara; otras, que alguien quebrantaba una piedra sobre el duro hielo; y otras, que tocaban en un tambor tapado con algo. Y todo esto sonaba en tonos muy prolongados y disminuidos, como si vibraran, pasando al través de un pequeño cuerno, durante una larga y fatigosa distancia.

-No iremos a Sedna echados dijo Kotuko-. Es el gran deshielo. La tornaq nos ha engañado. Moriremos.

Todo esto puede parecer muy absurdo, pero ambos se encaraban a un peligro muy real. Los tres días de viento habían barrido hacia el Sur el agua de la bahía de Baffin, amontonándola contra el extremo de la gran extensión de hielo que iba desde la isla Bylot hacia el Oeste. Además, la fuerte corriente que va hacia el Este desde el estrecho de Lancáster llevaba durante algunas millas lo que llaman hielo en pacas (hielo tosco y áspero que aún no se ha convertido en superficie llana), y estas pacas caían como bombas sobre la masa de hielos flotantes, al mismo tiempo que el flujo y el reflujo del tormentoso mar la minaba y la hacía cada vez más débil, Lo que Kotuko y la muchacha habían oído, eran los débiles ecos de aquella lucha que ocurría a ocho o diez leguas de distancia, y la reveladora varilla vibraba al choque del continuo batallar.

Ahora bien, como dicen los ínuit, cuando el hielo se despierta de su largo sueño de invierno, no puede saberse lo que ocurrirá, porque, aunque sólido, cambia de forma casi tan rápidamente como una nube. El vendaval era, sin duda, un vendaval de primavera que había venido fuera de tiempo, y cualquier cosa era posible.

Sin embargo, la pareja ss sentía algo más animada que antes. Si el hielo se hundiera, ya no habría más esperar ni más sufrimiento. Los espíritus, los duendes y los demás habitantes del mundo de los encantamientos, andaban sueltos por el movedizo conjunto, y podría ocurrirles entrar en el mundo de Sedna junto con toda clase de seres extraordinarios llenos aún de loca exaltación.

Cuando abandonaron la choza después de la tormenta, el ruido en el horizonte crecía más y más, y la dura masa de hielo gemía y zumbaba en derredor de ellos.

-Todavía está esperando -dijo Kotuko.

En la cima de un gran montón de hielo estaba sentada o acurrucada aquella cosa de ocho patas que habían visto tres días antes... y aullaba horriblemente.

-Sigámoslo -dijo la muchacha-. Quizá conozca algún camino que nos conduzca a Sedna.

Pero sintió que desfallecía cuando cogió la cuerda del trineo.

La "cosa" se movía despacio y torpemente por encima de los picos de hielo, dirigiéndose siempre al Oeste y hacia tierra, y ellos siguieron también el mismo camino, en tanto que se acercaba cada vez más el ruido atronador que se oía en el borde de la gran masa de hielo flotante allá en el mar. La masa de hielo estaba ya rajada en todos sentidos en el espacio de una legua en dirección a la tierra, y capas de tres metros de grueso, que ora medían unos pocos metros cuadrados, o bien unas ocho hectáreas, saltaban, se hundían y chocaban unas contra otras; o, con la porción de la masa total que aún no estaba rota, al ser cogidas y sacudidas por el oleaje revuelto que se agitaba entre ellas. Este ariete de hielo era, por decirlo así, la avanzada del ejército que el mar lanzaba contra sus mismos hielos flotantes. El incesante quebrarse y chocar de los pedazos ahogaba casi el chillido de la especie de láminas arrojadas enteras bajo la gran masa, como baraja que se esconde a toda prisa bajo el tapete de la mesa. Donde el agua era poco profunda, estas láminas se amontonaban las unas sobre las otras hasta que las inferiores tocaban el fango a quince metros de profundidad, y el mar descolorido hacía de dique tras el sucio hielo hasta que la presión creciente arrojaba todo de nuevo hacia adelante. Además de los hielos flotantes y de las pacas de hielo, el vendaval y las corrientes hacían descender verdaderos aludes, especie de montañas movibles arrancadas de las costas de Groenlandia o de la playa septentrional de la bahía de Melville.

Llegaban pesadas y solemnes, rompiéndose las olas en blanca espuma en torno suyo, y avanzaban en dirección a la gran masa como una antigua flota que navegase a toda vela. Tal o cual alud que parecía presto para llevarse por delante al mundo entero, fondeaba como sin fuerzas en el agua profunda, empezaba a dar vueltas, y terminaba revolcándose en la espuma y en el fango, envuelto en nubes de voladoras y heladas chispas, en tanto que otro mucho menor y más bajo rajaba la aplastada masa y se metía en ella, arrojando a los lados toneladas de hielo y abriendo una vía de más de ochocientos metros antes de que se detuviera. Caían unas como espadas, que cortaban canales de sinuosos bordes; otros se rompían en una lluvia de pedazos que pesaban docenas de toneladas cada uno y se arremolinaban estruendosamente. Otros, por último, se elevaban enteros fuera del agua, y al juntarse se retorcían como atormentados por el sufrimiento y caían pesadamente sobre uno de sus lados, mientras el mar pasaba sobre ellos. Toda esta labor de prensar, amontonar, doblar y retorcer el hielo en todas las formas posibles, se verificaba a tanta distancia como la vista podía alcanzar a lo largo de la línea septentrional de la masa flotante.

Desde donde se hallaban Kotuko y la muchacha, aquella confusión no parecía sino un movimiento de ondulación y de arrastre que ocurría allá en el horizonte; pero a cada momento se acercaba a ellos, y podían oír allá lejos, hacia el lado de la tierra, como un fuerte bramido comparable a estruendo de artillería que resonaba al través de la niebla. Esto indicaba que la gran mole de hielo flotante que había sobre el mar era empujada contra los férreos acantilados de la costa de la isla de Bylot, la tierra que se hallaba hacia el Sur, a sus espaldas.

-Esto no se ha visto nunca -dijo Kotuko mirando con aire estupefacto. No es la época en que ocurre. ¿Cómo es que el hielo se quiebra ahora?
-Sigue aquello -gritó la muchacha señalando a la fantástica aparición que, medio cojeando y medio corriendo se alejaba locamente de ellos. La siguieron, tirando con toda su fuerza del trineo, oyendo cada vez más cerca el ruidoso avance del hielo. Se rajaron finalmente los llanos que se extendían en torno suyo en todas direcciones, y las hendeduras se abrían con chasquidos semejantes al castañeteo de los dientes del lobo. Pero en donde se apoyaba la cosa fantástica, una especie de baluarte de unos quince metros de altura, no se notaba ningún movimiento. Kotuko saltó hacia adelante impetuosamente, llevando tras sí a su compañera y subió hasta el pie del baluarte. La voz del hielo crecía y crecía en torno suyo, pero aquella fortaleza permanecía firme, y, como la muchacha mirara a su compañero, éste levantó el codo derecho apartándolo al mismo tiempo del cuerpo, haciendo la señal que usa el ínuit para indicar que ha visto tierra y que ésta tiene forma de isla. Y ciertamente a tierra los había llevado aquella fantástica aparición de ocho patas que andaba cojeando: hacia un islote de base granítica y de arenosa playa, cubierto, enfundado y como enmascarado por el hielo, hasta tal punto, que no había hombre capaz de distinguirlo entre la helada y enorme mole que flotaba sobre el mar; pero por debajo era tierra sólida y no hielo movible. Cuando se rompían y rebotaban los pedazos flotantes al chocar con el islote, marcaba las orillas de éste, y arrancaba de él un protector banco de arena en dirección al Norte, desviando así la acometida de los más pesados bloques de hielo, ni más ni menos que como la reja de arado aparta los trozos de marga. Existía el peligro, por supuesto, de que alguna gran extensión de hielo, por alguna tremenda presión, remontara la playa e hiciera desaparecer completamente la parte alta del islote; pero tal idea no les preocupó ni a Kotuko ni a la muchacha mientras construían su casa de nieve y empezaban a comer, oyendo cómo las moles congeladas golpeaban en la playa y rodaban por ella. La cosa fantástica había desaparecido, y Kotuko hablaba excitado de su poder sobre los espíritus en tanto que se acurrucaba junto a la lámpara. En medio de sus insensatas afirmaciones, la muchacha empezó a reír balanceando el cuerpo hacia adelante y hacia atrás.

A sus espaldas, avanzando cautelosamente dentro de la choza, se veían dos cabezas, una amarilla y la otra negra, que pertenecían a los dos más avergonzados y tristes perros que jamás se hayan visto. Uno era Kotuko, el perro, y el otro, el que había dirigido el trineo. Ambos estaban ahora gordos, de buen aspecto, y completamente curados de su locura; pero iban unidos el uno al otro de la manera más extraña. Recordaréis que cuando huyó el perro negro, llevaba colgando los arreos. Debió encontrarse con Kotuko, el perro, y jugar o pelear con él, porque el lazo que le pasaba por las espaldillas se enganchó en los alambres de cuero retorcido que llevaba Kotuko en su collar, y se habían enredado de tal modo y tan fuertemente, que ninguno de los dos pudo coger la correa con los dientes para separarla, siendo así cada uno atraído por su vecino. Esto, junto con la libertad de cazar por su cuenta, les ayudó a curarse de su locura. Estaban ya en su sano juicio.

La muchacha empujó a los avergonzados animales hacia Kotuko, y muerta de risa, gritó:

-Aquí tienes a Quíquern, que nos llevó a tierra firme. Mira las ocho patas y las dos cabezas.

Kotuko los dejó en libertad, cortando la correa, y ambos se echaron en sus brazos, ambos al mismo tiempo, tratando de explicarle cómo habían recobrado la razón. Kotuko palpó los costados de los animales y vio que los tenían bien llenos y el pelo reluciente.

-Encontraron comida -dijo, sonriendo-. Cneo que siempre no iremos a Sedna tan pronto. Mi tornaq los envió. Se han curado de su enfermedad.

En cuanto hubieron acariciado a Kotuko, los dos animales, que se habían visto obligados a dormir y comer y cazar juntos durante las últimas semanas, se lanzaron el uno contra el otro, y hubo una gran batalla en la casa de nieve.

-Los perros no se pelean cuando tienen hambre -dijo Kotuko-. Encontraron alguna foca. Durmamos ahora. Encontraremos comida.

Cuando despertaron, el agua del mar había quedado ya libre en la playa septentrional del islote, y todo el hielo suelto había sido lanzado hacia la tierra. Para un ínuit siempre son encantadores los primeros rumores de la marea alta, ya que le advierten que se acerca la primavera. Kotuko y la muchacha se tomaron de las manos y sonrieron, porque el ruido claro y fuerte que producía el mar entre el hielo les recordaba el tiempo de la pesca del salmón, de la caza del reno, y el olor de los sauces rastreros cuando están en flor. Mientras miraban, el mar empezó a espesarse, casi congelado, entre los flotantes témpanos del hielo: tan intenso era el frío. Pero en el horizonte veíase una ancha y roja claridad que era la luz del hundido sol. Era aquello como un bostezo en mitad del sueño, más que un verdadero despertar para levantarse, y sólo duró unos minutos la claridad, pero, con todo, marcaba la mejor estación del año. Nada, pensaron, podía cambiar ese curso de las cosas.

Kotuko encontró a los perros peleándose sobre el cuerpo de una foca recién muerta, la cual había seguido a los peces que una tormenta hace siempre cambiar de lugar. Fue la primera de unas veinte o treinta que llegaron a la isla en el transcurso del día, y hasta que el mar se heló fuertemente fueron por centenares las vivas cabezas negras que se vieron, disfrutando del agua libre, poco profunda, y flotando entre los témpanos de hielo.

Era un gusto poder comer de nuevo hígado de foca; llenar las lámparas de grasa sin miedo de que escaseara, y ver cómo la llama se elevaba a un metro de altura; pero tan pronto como apareció el hielo nuevo en el mar, Kotuko y su compañera cargaron el trineo de mano e hicieron tirar de él a los dos perros como nunca en la vida habían tirado, porque temían lo que hubiera podido ocurrir en la aldea. El tiempo seguía tan implacable como de costumbre, pero es mucho más fácil arrastrar un trineo cargado de víveres que cazar muriéndose de hambre. Dejaron los cuerpos de veinticinco focas enterrados en el hielo de la playa y listos para ser aprovechados, y luego se apresuraron a regresar con los suyos. Los perros les enseñaron el camino tan pronto como comprendieron lo que Kotuko deseaba que hicieran, y, aunque no había ninguna señal de la ruta que debían seguir, en dos días se hallaban ya dando voces en la misma entrada de la casa de Kadlu. Sólo tres perros les contestaron; los otros habían sido comidos y las casas estaban sumidas en la oscuridad. Pero cuando Kotuko gritó: "¡Ojo!" (que quiere decir "carne hervida"), le respondieron unas cuantas voces débiles, y cuando llamó a los habitantes de la aldea por sus nombres y con voz muy clara, no hubo nadie que faltase.

Una hora después brillaban las lámparas en casa de Kadlu; el agua de nieve derretida se calentaba al fuego; hervían los botes de hojalata, y el hielo goteaba desde el techo, en tanto que Amoraq cocinaba comida para toda la aldea. El chiquitín, metido en su capucha de pieles, mascaba un pedazo de grasa que tenía sabor de nueces, y los cazadores se atiborraban metódica y pausadamente de carne de foca. Kotuko y la muchacha narraron sus aventuras. Los dos perros se sentaron entre ellos, y cada vez que oían pronunciar su nombre en el relato, paraban una oreja y parecían tan avergonzados de sí mismos cuanto pensarse pueda. El perro que haya enloquecido una vez y que luego se haya curado, dicen los ínuit, queda curado para siempre.

-Así pues, la tornaq no se olvidó de nosotros -dijo Kotuko-. Sopló la tempestad, se rompió el hielo y las focas llegaron tras los peces asustados por el temporal. Ahora los nuevos agujeros que las focas han hecho, están de aquí a dos días de distancia. Que los buenos cazadores vayan mañana y traigan las focas que he matado: veinticinco, y están enterradas en el hielo. Cuando las hayamos comido, iremos todos a cazar a las otras.
-Y ustedes, ¿qué harán ahora? -preguntó el hechicero a Kadlu, en el tono que usaba para hablar con él, porque era el más rico de los tununírmiut.

Kadlu miró a la muchacha, a la hija del Norte, y dijo calmosamente:

-Nosotros vamos a construir una casa.

Y señaló hacia el noroeste de la casa de Kadlu, porque en ese lado es donde suelen vivir el hijo o la hija casados.

La muchacha levantó sus brazos con las palmas de las manos vueltas hacia arriba, y sacudió la cabeza, incrédulamente. Era una extranjera, dijo, a la que habían recogido hambrienta y nada podía traer a la casa como dote.

Saltó Amoraq del banco en que estaba sentada y empezó a arrojar cosas en la falda de la muchacha: lámparas de piedra, raederas de hierro para las pieles, cafeteras de hojalata, pieles de reno con bordados hechos de dientes de buey almizclado y verdaderas agujas capoteras de las que usan los marineros para coser las velas... la mejor dote que jamás había sido dada en los confines del Círculo Polar Ártico, y, al recibirlo, la muchacha del Norte inclinaba la cabeza hasta el suelo.

-¡También esto! -dijo Kotuko riendo y señalando a los perros que acercaron sus fríos hocicos a la cara de la joven.
-¡Ah! -exclamó el angekok, tosiendo con aire importante, como si todo aquello lo hubiera él ya previsto. - En cuanto Kotuko abandonó la aldea, me fui a la Casa del Canto y entoné canciones mágicas. Canté durante muchas noches e invoqué al espíritu del reno. Mis cantos hicieron que soplara el vendaval que quebró el hielo y llevó los perros a donde se hallaba Kotuko cuando por poco muere aplastado. Mis canciones hicieron que la foca siguiera detrás del roto hielo. Mi cuerpo permanecía inmóvil en el quaggi, pero mi espíritu vagaba lejos de él y guiaba a Kotuko y a los perros en todo cuanto se hizo. Yo lo hice todo.

Todos los que se hallaban presentes estaban hartos de comida y soñolientos; así pues, nadie se tomó el trabajo de contradecir tales afirmaciones, y el angekok, en virtud de su oficio, se sirvió aun otro pedazo de carne hervida y se acostó después con los demás en la tibia y bien iluminada casa que olía a aceite.


Ahora bien, Kotuko, que dibujaba muy bien al estilo ínuit, grabó ciertos cuadros de todas sus aventuras en un largo pedazo de marfil en forma de plancha y con un agujero en uno de sus extremos. Cuando él y la muchacha fueron hacia el Norte, a la Tierra de Ellesmere en el año del llamado "invierno maravilioso" dejó aquella historia grabada a Kadlu, quien perdió la tablilla entre los guijarros un verano en que se le rompió el trineo, en la orilla del lago Netilling, en Nikosíring, hallándola allí a la primavera siguiente uno de los habitantes del país, el cual se lo vendió, en Imigen, a un hombre que era intérprete de un ballenero del estrecho de Cúmberland, y éste, a su vez, se lo vendió a Hans Olsen, que posteriormente fue contramaestre de un vapor que llevaba viajeros al cabo norte de Noruega. Cuando terminó la estación turística para estos viajes, el vapor hizo travesías entre Londres y Australia, haciendo escala en Ceilán; allí vendió Olsen la plancha de marfil a un joyero cingalés por dos zafiros falsos. Por último, yo la encontré bajo un montón de cosas inútiles en una casa de Colombo, y la descifré del principio al fin.


ANGUTIVAUN TAINA

(Esta es una traducción muy libre de la "Canción del Cazador que Regresa", como los hombres la cantaban después de cazar focas. El ínuit repite siempre una y mil veces lo mismo.)

Endurecidos por la sangre helada
nuestros guantes están, y por la nieve
que en montones se junta sobre el suelo
nuestros trajes de pieles.

Regresamos de cazar focas... focas
que vivir suelen en los bancos de hielo.

¡Au jana! ¡Oha! ¡Aua! ¡Haq! Veloces
los tiros de perros pasan,
y al chasquido de látigos, los perros,
ladrando al hogar vuelven.

De cazar focas regresamos... focas
que en los bancos de hielo vivir suelen.

La seguimos hasta su escondite secreto
paso a paso,
y al oír como escarban bajo tierra;
tendidos en la nieve las acechamos

Le arrojamos la lanza cuando a respirar sale,
se la arrojamos así...  y así.
hiriéndola de tal manera, matándola
de tal suerte allá en los bancos de hielo.

Pegajosos están nuestros guantes de sangre helada,
pesan nuestros párpados con la nieve;
pero a la esposa y al hogar
volvemos, de allá, de los bancos de hielo.

¡Au jana! ¡Aua! ¡Oha! ¡Haq!
Los cargados trineos parecen volar;
las mujeres oyen cómo vuelven sus hombres
de allá, desde lejos, de los bancos de hielo.




Continúa leyendo esta historia en "El Libro de la Selva - Cuento X - Rudyard Kipling"

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