Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

sábado, 31 de agosto de 2013

Los brujos caníbales

Hace tiempo que tengo ganas de subir más leyendas patagónicas. Decidí hacer una seguidilla de publicaciones al respecto a partir de hoy y durante septiembre. 
La primera es "Los brujos caníbales", una leyenda mapuche extraída del libro "Lo que cuentan los mapuches", recopilada y redactada por Miguel Angel Palermo.
Miguel Ángel Palermo es un escritor argentino. Nació en Buenos Aires en 1948. Es Licenciado en Ciencias Antropológicas por la Universidad Nacional de Buenos Aires y fue docente en la Universidad de Buenos Aires e investigador del CONICET). Escribió numerosos trabajos sobre la vida de las comunidades aborígenes, y la conquista de América. Entre ellos, el libro que les comentaba y de dónde tomé esta leyenda adaptada a cuento infantil. 
El libro fue editado por Secretaría de Cultura de la Nación, Ediciones Culturales Argentinas en 1986 e ilustrado por Delia Contarbio.




Los Brujos Caníbales

Había una vez una familia muy pobre: el padre y la madre - los dos muy viejitos - y tres hijos varones.

Un día, el mayor de los hermanos dijo:

- Así no podemos seguir. Tenemos muy poco ganado, tenemos muy poca tierra. Voy a salir de viaje para ver si encuentro algún trabajo. Dentro de un tiempo vuelvo y les cuento como me ha ido.

Ensilló su caballo y se fue. Al trote, al trote, viajó varios días hasta que llegó a una zona que no conocía; nunca había viajado tan lejos. Vio una casa y se acercó, no vio a nadie, pero en eso oyó una voz que venía de arriba de un árbol que estaba junto a esa casa:

- ¡Ay, ay, ay, ay! - decía en tono quejoso.

Miró para arriba y vio a un hombre muy viejo, subido en una rama. "¡Qué cosa más rara!", pensó. "Un señor tan mayor, trepado a un árbol". Como era muy educado, lo saludó: 

-¡Mari-mari, chao! - que así se saluda en mapuche, y quiere decir más o menos "¡Buenos días, señor!"
- ¿Adónde vas, hijo? - le preguntó el hombre.
- Soy muy pobre y vengo de lejos, busco trabajo para poder ayudar a mi familia - contestó.
- Bajate un rato del caballo y tomá algo caliente, que hace frío - le dijo el otro, y él mismo empezó a bajarse del árbol.

El muchacho desmontó. Entonces apareció la mujer de ese viejo tan raro, que parecía también muy vieja.

- Por acá, por acá - le dijeron -. Pasá, nomás - y le abrieron la puerta de la casa, que era de madera muy fuerte.

Adentro estaba todo oscuro; cuando el invitado empezó a entrar, medio indeciso, le pegaron un empujón, lo metieron de cabeza en la casa, cerraron la puerta con una tranca, se restregaron las manos y se pusieron a bailar, muy contentos. Agarraron el caballo y lo encerraron en un corral.

¿Qué pasaba? Es que estos dos, que parecían nomás unos viejitos medio raros, eran en realidad un par de brujos que había decidido, después de muchas otras maldades, hacerse caníbales. Así que apenas aparecía alguien por su casa, el hombre, que espiaba desde el árbol, le avisaba a la bruja diciendo "Ay, ay, ay", haciéndose el quejosito; ella se preparaba, engañaban al que había llegado, lo encerraban y lo iban engordando para comérselo cuando estuviera bien a punto.

Pasó el tiempo y como el hermano mayor no volvía, el segundo hermano salió a buscarlo. Por el camino le iba preguntando a la gente que lo había visto pasar y así fue encaminando para aquella casa.

La historia se repitió: el hombre del árbol dijo "Ay, ay, ay", el muchacho saludó (y ahora preguntó por su hermano), lo invitaron a tomar algo y ¡de cabeza a la casa y encerrado! Y su caballo, al corral.

Como los dos hermanos no volvían, salió el menor a buscarlos; también iba a caballo pero a él lo acompañaba su perro, que se llamaba Fayuwentru (que en mapuche quiere decir "Hombre Bayo", porque era clarito, del mismo color que los caballos bayos). Preguntando, preguntando, llegó a la casa de los brujos.

- ¡Ay, ay, ay! - dijo el viejo en el árbol.
- ¡Buenos días, señor! - dijo el muchacho.
- ¿Adónde vas, hijo? - preguntó el hombre desde arriba.
- Ando buscando a mis hermanos. El mayor salió para conseguir trabajo y, como no volvía, mi otro hermano fue a ver si lo encontraba, pero tampoco él volvió, así que ahora salí yo a buscar a los dos.
- No los vi - mintió el hombre -. Nosotros somos unos viejitos solitos, nadie nos visita. Pero bajate del caballo y tomá algo caliente en la casa.

El brujo se bajó del árbol y el muchacho del caballo, pero en ese momento el perro empezó a gruñir y gruñir. El caballo se puso nervioso y relinchó, y desde el corral se oyeron otros relinchos que le contestaban y que al mapuche le parecieron familiares: ¡eran los caballos de sus hermanos! Entonces se dio cuenta de que algo malo pasaba y de que los hermanos seguramente estaban presos por allí. Así que le ordenó al perro:

- ¡A pelear, Fayuwentru!

Fayuwentru se tiró encima del hombre y empezó a morderlo, y aunque el brujo trató de defenderse y hacer magias para sacárselo de encima, el perro no le dio tiempo a nada y lo llenó de tarascones, lo revolcó por el piso y le rompió toda la ropa. El hombre tuvo miedo, tanto como nunca había tenido en su vida de brujo y salió corriendo, bastante estropeado, y corrió hasta que se perdió la vista.
Con el alboroto, apareció la bruja, y el muchacho volvió a ordenar:

- ¡A pelear, Fayuwentru! - y el perro también se le tiró encima y tampoco le dio tiempo a ésta para usar su magia mala para defenderse. Igual que su marido, la mujer tuvo mucho miedo, salió corriendo y corrió y corrió hasta perderse de vista.

Entonces el muchacho abrió la puerta de la casa y de adentro salieron sus dos hermanos y como cien personas más: estaban todos encerrados ahí, como gallinas en un gallinero oscuro, esperando que a los brujos se les ocurriera comérselos cuando los vieran bien gordos.

Así fue como todos se salvaron, gracias al menor de los hermanos y a su perro, Fayuwentru. Los brujos se asustaron tanto que nunca más volvieron; con el miedo, perdieron sus poderes y ya no pudieron hacer más el mal.

miércoles, 28 de agosto de 2013

El gato con botas- Charles Perrault

Si había un cuento que me gustaba leer y releer cuando era chica era "El gato con botas" de Charles Perrault.  ¡Cómo no adorar su picardía! Sin dudas este gato ve la oportunidad hasta en las peores situaciones y de todo sabe sacar provecho, aunque, es cierto, lo hace mediante el engaño y la mentira... pero igual ¿cómo no quererlo?
"El gato con botas" es un cuento popular europeo que Charles Perrault recopiló e incluyó en "Cuentos de mamá ganso" (o "Cuentos de mamá oca" según la traducción). Una versión anterior pertenece a Giambattista Basile en su libro "Lo cunto de li cunti overo lo trattenemiento de peccerille" (1634-1636) algo así como "El cuento de los cuentos o el entretenimiento de los pequeños"
Si nos ponemos en moralistas - más sabiendo que los cuentos de Charles Perrault vienen con moraleja - podríamos cuestionar su valor, sin embargo, yo soy de las que creen que ningún cuento tiene tal nivel de influencia. Me refiero a que ningún niño crecerá creyendo que mentir y engañar es el camino para obtener lo que quiera por leer este cuento. Después de todo, yo crecí leyéndolo y no salí tan mal :P Creo que debemos dejar de rasgarnos las vestiduras con los cuentos de hadas y aceptarlos como lo que son: simples relatos. Los niños reconocen esa diferencia, ¿por qué los adultos no?
La edición que tenía cuando era chica perteneció a mi mamá cuando ella era pequeña. Me hubiera gustado compartir con ustedes esas ilustraciones, de hecho, tenía esa idea cuando comencé a escribir este post ¡las tengo tan presentes! pero, lamentablemente, no sé donde guardé el libro. Créanme que lo tuve en mis manos hace un par de meses ¡pero no sé donde lo puse! Si aparece en estos días, actualizo. De momento les dejo la ilustración de Gustave Doré.

El gato con botas


Un molinero dejó como única herencia a sus tres hijos, su molino, su burro y su gato. El reparto fue bien simple: no se necesitó llamar ni al abogado ni al notario. Habrían consumido todo el pobre patrimonio.

El mayor recibió el molino, el segundo se quedó con el burro, y al menor le tocó sólo el gato. Este se lamentaba de su mísera herencia:

—Mis hermanos - decía - podrán ganarse la vida convenientemente trabajando juntos; lo que es yo, después de comerme a mi gato y de hacerme un manguito con su piel, me moriré de hambre.

El gato, que escuchaba estas palabras, pero se hacía el desentendido, le dijo en tono serio y pausado:

—No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una bolsa y un par de botas para andar por entre los matorrales, y veréis que vuestra herencia no es tan pobre como pensáis.

Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le había visto dar tantas muestras de agilidad para cazar ratas y ratones, como colgarse de los pies o esconderse en la harina para hacerse el muerto, que no desesperó de verse socorrido por él en su miseria.

Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose la bolsa al cuello, sujetó los cordones de ésta con las dos patas delanteras, y se dirigió a un campo donde había muchos conejos. Puso afrecho y hierbas en su saco y tendiéndose en el suelo como si estuviese muerto, aguardó a que algún conejillo, poco conocedor aún de las astucias de este mundo, viniera a meter su hocico en la bolsa para comer lo que había dentro. No bien se hubo recostado, cuando se vio satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el maestro gato, tirando los cordones, lo encerró y lo mató sin misericordia.

Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo hicieron subir a los aposentos de Su Majestad donde, al entrar, hizo una gran reverencia ante el rey, y le dijo:

—He aquí, Majestad, un conejo de campo que el señor marqués de Carabás (era el nombre que inventó para su amo) me ha encargado obsequiaros de su parte.
—Dile a tu amo- respondió el rey - que le doy las gracias y que me agrada mucho.

En otra ocasión, se ocultó en un trigal, dejando siempre su saco abierto; y cuando en él entraron dos perdices, tiró los cordones y las cazó a ambas. Fue en seguida a ofrendarlas al rey, tal como había hecho con el conejo de campo. El rey recibió también con agrado las dos perdices, y ordenó que le diesen de beber.

El gato continuó así durante dos o tres meses llevándole de vez en cuando al rey productos de caza de su amo. Un día supo que el rey iría a pasear a orillas del río con su hija, la más hermosa princesa del mundo, y le dijo a su amo:

—Sí queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna está hecha: no tenéis más que bañaros en el río, en el sitio que os mostraré, y en seguida yo haré lo demás.

El marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejó, sin saber de qué serviría. Mientras se estaba bañando, el rey pasó por ahí, y el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas:

—¡Socorro, socorro! ¡El señor marqués de Carabás se está ahogando!

Al oír el grito, el rey asomó la cabeza por la portezuela y reconociendo al gato que tantas veces le había llevado caza, ordenó a sus guardias que acudieran rápidamente a socorrer al marqués de Carabás. En tanto que sacaban del río al pobre marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al rey que mientras su amo se estaba bañando, unos ladrones se habían llevado sus ropas pese a haber gritado ¡al ladrón! con todas sus fuerzas; el pícaro del gato las había escondido debajo de una enorme piedra.

El rey ordenó de inmediato a los encargados de su guardarropa que fuesen en busca de sus más bellas vestiduras para el señor marqués de Carabás. El rey le hizo mil atenciones, y como el hermoso traje que le acababan de dar realzaba su figura, ya que era apuesto y bien formado, la hija del rey lo encontró muy de su agrado; bastó que el marqués de Carabás le dirigiera dos o tres miradas sumamente respetuosas y algo tiernas, y ella quedó locamente enamorada.

El rey quiso que subiera a su carroza y lo acompañara en el paseo. El gato, encantado al ver que su proyecto empezaba a resultar, se adelantó, y habiendo encontrado a unos campesinos que segaban un prado, les dijo:

—Buenos segadores, si no decís al rey que el prado que estáis segando es del marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín.

Por cierto que el rey preguntó a los segadores de quién era ese prado que estaban segando.

—Es del señor marqués de Carabás- dijeron a una sola voz, puesto que la amenaza del gato los había asustado.
—Tenéis aquí una hermosa heredad- dijo el rey al marqués de Carabás.
—Veréis, Majestad, es una tierra que no deja de producir con abundancia cada año.

El maestro gato, que iba siempre delante, encontró a unos campesinos que cosechaban y les dijo:

—Buena gente que estáis cosechando, si no decís que todos estos campos pertenecen al marqués de Carabás, os haré picadillo como carné de budín.

El rey, que pasó momentos después, quiso saber a quién pertenecían los campos que veía.

—Son del señor marqués de Carabás- contestaron los campesinos, y el rey nuevamente se alegró con el marqués.

El gato, que iba delante de la carroza, decía siempre lo mismo a todos cuantos encontraba; y el rey estaba muy asombrado con las riquezas del señor marqués de Carabás.

El maestro gato llegó finalmente ante un hermoso castillo cuyo dueño era un ogro, el más rico que jamás se hubiera visto, pues todas las tierras por donde habían pasado eran dependientes de este castillo.

El gato, que tuvo la precaución de informarse acerca de quién era éste ogro y de lo que sabia hacer, pidió hablar con él, diciendo que no había querido pasar tan cerca de su castillo sin tener el honor de hacerle la reverencia. El ogro lo recibió en la forma más cortés que puede hacerlo un ogro y lo invitó a descansar.

—Me han asegurado- dijo el gato- que vos tenias el don de convertiros en cualquier clase de animal, que podíais, por ejemplo, transformaros en león, en elefante.
—Es cierto - respondió el ogro con brusquedad -, y para demostrarlo, veréis cómo me convierto en león.

El gato se asustó tanto al ver a un león delante de él que en un santiamén se trepó a las canaletas, no sin pena ni riesgo a causa de las botas que nada servían para andar por las tejas.

Algún rato después, viendo que el ogro había recuperado su forma primitiva, el gato bajó y confesó que había tenido mucho miedo.

—Además me han asegurado- dijo el gato- pero no puedo creerlo, que vos también tenéis el poder de adquirir la forma del más pequeño animalillo; por ejemplo, que podéis convertiros en un ratón, en una rata; os confieso que eso me parece imposible.
—¿Imposible?- repuso el ogro- ya veréis - y al mismo tiempo se transformó en una rata que se puso a correr por el piso.

Apenas la vio, el gato se echó encima de ella y se la comió.

Entretanto, el rey que al pasar vio el hermoso castillo del ogro, quiso entrar. El gato, al oír el ruido del carruaje que atravesaba el puente levadizo, corrió adelante y le dijo al rey:

—Vuestra Majestad sea bienvenida al castillo del señor marqués de Carabás.
—¡Cómo, señor marqués -exclamó el rey - este castillo también os pertenece! Nada hay más bello que este patio y todos estos edificios que lo rodean; veamos el interior, por favor.

El marqués ofreció la mano a la joven princesa y, siguiendo al rey que iba primero, entraron a una gran sala donde encontraron una magnífica colación que el ogro había mandado preparar para sus amigos que vendrían a verlo ese mismo día, los cuales no se habían atrevido a entrar, sabiendo que el rey estaba allí.

El rey, encantado con las buenas cualidades del señor marqués de Carabás, al igual que su hija, que ya estaba loca de amor, viendo los valiosos bienes que poseía, le dijo, después de haber bebido cinco o seis copas:

—Sólo dependerá de vos, señor marqués, que seáis mi yerno.

El marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacia el rey; y ese mismo día se casó con la princesa. El gato se convirtió en gran señor, y ya no corrió tras las ratas sino para divertirse.

MORALEJA
En principio parece ventajoso
contar con un legado sustancioso
recibido en heredad por sucesión;
más los jóvenes, en definitiva
obtienen del talento y la inventiva
más provecho que de la posición.

OTRA MORALEJA
Si puede el hijo de un molinero
en una princesa suscitar sentimientos
tan vecinos a la adoración,
es porque el vestir con esmero,
ser joven, atrayente y atento
no son ajenos a la seducción.

martes, 27 de agosto de 2013

Feliz año nuevo - Rubem Fonseca

El siguiente es otro pedido de un lector realizado vía facebook. Se trata de "Feliz año nuevo", un cuento del brasileño Rubem Fonseca.
Rubem Fonseca nació en 1925. Tengo entendido que aún vive. Escribió cuentos, novelas y guiones de cine y cuenta con varios premios sobre las espaldas. "Feliz año nuevo" fue publicado por primera vez en 1975.
Dicen que los personajes de Rubem Fonseca se caracterizan por ser "marginales con grandes dosis de violencia y sexo"; este cuento no es una excepción. No lo había leído antes así que agradezco la sugerencia aunque me resulta demasiado violento. Prefiero otro estilo literario.
Pero si desean leer más del autor, les sugiero el libro "Rubem Fonseca. Los mejores relatos" que se encuentra fácilmente en formato pdf .

Feliz año nuevo


Vi en la televisión que los comercios buenos estaban vendiendo como locos ropas caras para que las madames vistan en el reveillon. Vi también que las casas de artículos finos para comer y beber habían vendido todas las existencias.

Pereba, voy a tener que esperar que amanezca y levantar aguardiente, gallina muerta y farofa de los macumberos. 

Pereba entró en el baño y dijo, qué hedor.

Vete a mear a otra parte, estoy sin agua.

Pereba salió y fue a mear a la escalera.

¿Dónde afanaste la TV?, preguntó Pereba.

No afané ni madres. La compré. Tiene el recibo encima. ¡Ah, Pereba!, ¿piensas que soy tan bruto como para tener algo robado en mi cuchitril?

Estoy muriéndome de hambre, dijo Pereba.

Por la mañana llenaremos la barriga con los desechos de los babalaos, dije, sólo por joder.

No cuentes conmigo, dijo Pereba. ¿Te acuerdas de Crispín? Dio un pellizco en una macumba aquí, en la Borges Madeiros, le quedó la pierna negra, se la cortaron en el Miguel Couto y ahí está, jodidísimo, caminando con muletas.

Pereba siempre ha sido supersticioso. Yo no. Hice la secundaria, se leer, escribir y hacer raíz cuadrada. Me cago en la macumba que me da la gana.

Encendimos unos porros y nos quedamos viendo la telenovela. Mierda. Cambiamos de canal, a un bang-bang. Otra mierda.

Las madames están todas con ropa nueva, van a entrar al año nuevo bailando con los brazos en alto, ¿ya viste cómo bailan las blancuchas? Levantan los brazos en alto, creo que para enseñar el sobaco, lo que quieren enseñar realmente es el coño pero no tienen cojones y enseñan el sobaco. Todas le ponen los cuernos a los maridos. ¿Sabías que su vida está en dar el coño por ahí?

Lástima que no nos lo dan a nosotros, dijo Pereba. Hablaba despacio, tranquilo, cansado, enfermo.
Pereba, no tienes dientes, eres bizco, negro y pobre, ¿crees que las mujeres te lo van a dar? Ah, Pereba, lo mejor para ti es hacerte una puñeta. Cierra los ojos y dale.

¡Yo quería ser rico, salir de la mierda en que estaba metido! Tanta gente rica y yo jodido.

Zequinha entró en la sala, vio a Pereba masturbándose y dijo, ¿qué es eso, Pereba?

¡Se arrugó, se arrugó, así no se puede!, dijo Pereba.

¿Por qué no fuiste al baño a jalártela?, dijo Zequinha.

En el baño hay un hedor insoportable, dijo Pereba. 

Estoy sin agua.

¿Las mujeres esas del conjunto ya no están jodiendo?, preguntó Zequinha.

Él estaba cortejando a una rubia excelente, con vestido de baile y llena de joyas.

Ella estaba desnuda, dijo Pereba.

Ya veo que están en la mierda, dijo Zequinha.

Quiere comer los restos de Iemanjá, dijo Pereba.

Era una broma, dije. A fin de cuentas, Zequinha y yo habíamos asaltado un supermercado en Leblon, no había dado mucha pasta, pero pasamos mucho tiempo en São Paulo en medio de la bazofia, bebiendo y jodiendo mujeres. Nos respetábamos.

A decir verdad tampoco ando con buena suerte, dijo Zequinha. La cosa está dura. Los del orden no están bromeando, ¿viste lo que hicieron con el Buen Criollo? Dieciséis tiros en la chola. Cogieron a Vevé y lo estrangularon. El Minhoca, ¡carajo! ¡El Minhoca! Crecimos juntos en Caxias, el tipo era tan miope que no veía de aquí a allí, y también medio tartamudo —lo cogieron y lo arrojaron al Guandú, todo reventado. 

Fue peor con el Tripié. Lo quemaron. Lo frieron como tocino. Los del orden no están dando facilidades, dijo Pereba. Y pollo de macumba no me lo como.

Ya verán pasado mañana.

¿Qué vamos a ver?

Sólo estoy esperando que llegue el Lambreta de São Paulo.

¡Carajo!, ¿estás trabajando con el Lambreta?, dijo Zequinha.

Todas sus herramientas están aquí.

¿Aquí?, dijo Zequinha. Estás loco.

Reí.

¿Qué fierros tienes?, preguntó Zequinha.

Una Thompson lata de guayabada, una carabina doce, de cañón cortado y dos Magnum.

¡Puta madre!, dijo Zequinha. ¿Y ustedes jalándosela sentados en ese moco de pavo?

Esperando que amanezca para comer farofa de macumba, dijo Pereba.

Tendría éxito en la TV hablando de aquella forma, mataría de risa a la gente.

Fumamos. Vaciamos un pitú.

¿Puedo ver el material?, dijo Zequinha.

Bajamos por la escalera, el ascensor no funcionaba y fuimos al departamento de doña Candinha. Llamamos. La vieja abrió la puerta.

¿Ya llegó el Lambreta?, dijo la vieja negra.

Ya, dije, está allá arriba.

La vieja trajo el paquete, caminando con esfuerzo. Era demasiado peso para ella. Cuidado, hijos míos, dijo.

Subimos por la escalera y volvimos a mi departamento. Abrí el paquete. Armé primero la lata de guayabada y se la pasé a Zequinha para que la sujetase. Me amarro en esta máquina, tarratátátátá, dijo Zequinha.

Es antigua pero no falla, dije.


Zequinha cogió la Magnum. Formidable, dijo. Después aseguró la Doce, colocó la culata en el hombro y dijo: aún doy un tiro con esta hermosura en el pecho de un tira, muy de cerca, ya sabes cómo, para aventar al puto de espaldas a la pared y dejarlo pegado allí.

Pusimos todo sobre la mesa y nos quedamos mirando.

Fumamos un poco más.

¿Cuándo usarán el material?, dijo Zequinha.

El día 2. Vamos a reventar un banco en la Penha. El Lambreta quiere hacer el primer golpe del año.

Es un tipo vanidoso pero vale. Ha trabajado en São Paulo, Curitiba, Florianópolis, Porto Alegre, Vitoria, Niteroi, sin contar Rio. Más de treinta bancos.

Sí, pero dicen que pone el culo, dijo Zequinha.

No sé si lo pone, ni tengo valor para preguntar. Nunca me vino a mí con frescuras.

¿Ya lo has visto con alguna mujer?, dijo Zequinha.

No, nunca. Bueno, puede ser verdad, pero ¿qué importa?

Los hombres no deben poner el culo. Menos aún un tipo importante como el Lambreta, dijo Zequinha.

Un tipo importante hace lo que quiere, dije.

Es verdad, dijo Zequinha.

Nos quedamos callados, fumando.

Los fierros en la mano y nada, dijo Zequinha.

El material es del Lambreta. ¿Y dónde lo usaríamos a estas horas?

Zequinha chupó aire, fingiendo que tenía cosas entre los dientes. Creo que él también tenía hambre.

Estaba pensando que invadiéramos una casa estupenda que esté dando una fiesta. El mujerío está lleno de joyas y tengo un tipo que compra todo lo que le llevo. Y los barbones tienen las carteras llenas de billetes.

¿Sabes que tiene un anillo que vale cinco grandes y un collar de quince, en esa covacha que conozco? Paga en el acto.

Se acabó el tabaco. También el aguardiente. Comenzó a llover.

Se fue al carajo tu farofa, dijo Pereba.

¿Qué casa? ¿Tienes alguna a la vista?

No, pero está lleno de casas de ricos por ahí. Robamos un carro y salimos a buscar.

Coloqué la lata de guayabada en una bolsa de compra, junto con la munición. Di una Magnum al Pereba, otra al Zequinha. Enfundé la carabina en el cinto, el cañón hacia abajo y me puse una gabardina. Cogí tres medias de mujer y una tijera. Vamos, dije.

Robamos un Opala. Seguimos hacia San Conrado. Pasamos varías casas que no nos interesaron, o estaban muy cerca de la calle o tenían demasiada gente. Hasta que encontramos el lugar perfecto. Tenía a la entrada un jardín grande y la casa quedaba al fondo, aislada. Oíamos barullo de música de carnaval, pero pocas voces cantando. Nos pusimos las medias en la cara. Corté con la tijera los agujeros de los ojos. Entramos por la puerta principal.

Estaban bebiendo y bailando en un salón cuando nos vieron. 

Es un asalto, grité bien alto, para ahogar el sonido del tocadiscos. Si se están quietos nadie saldrá lastimado. ¡Tú. Apaga ese coñazo de tocadiscos!

Pereba y Zequinha fueron a buscar a los empleados y volvieron con tres camareros y dos cocineras. Todo el mundo tumbado, dije.

Conté. Eran veinticinco personas. Todos tumbados en silencio, quietos como si no estuvieran siendo registrados ni viendo nada.

¿Hay alguien más en la casa?, pregunté.

Mi madre. Está arriba, en el cuarto. Es una señora enferma, dijo una mujer emperifollada, con vestido rojo largo. Debía ser la dueña de la casa.

¿Niños?

Están en Cabo Frío, con los tíos.

Gonçalves, vete arriba con la gordita y trae a su madre.

¿Gonçalves?, dijo Pereba.

Eres tú mismo ¿Ya no sabes cuál es tu nombre, bruto?

Pereba cogió a la mujer y subió la escalera.

Inocencio, amarra a los barbones.

Zequinha ató a los tipos utilizando cintos, cordones de cortinas, cordones de teléfono, todo lo que encontró.

Registramos a los sujetos. Muy poca pasta. Estaban los cabrones llenos de tarjetas de crédito y talonarios de cheques. Los relojes eran buenos, de oro y platino. Arrancamos las joyas a las mujeres. Un pellizco en oro y brillantes. 

Pusimos todo en la bolsa.
 
Pereba bajó la escalera solo.


¿Dónde están las mujeres?, dije.

Se encabritaron y tuve que poner orden.

Subí. La gordita estaba en la cama, las ropas rasgadas, la lengua fuera.

Muertecita. ¿Para qué se hizo la remolona y no lo dio enseguida? Pereba estaba necesitado. Además de jodida, mal pagada. Limpié las joyas. La vieja estaba en el pasillo, caída en el suelo. También había estirado la pata. Toda peinada, con aquel pelazo armado, teñido de rubio, ropa nueva, rostro arrugado, esperando el nuevo año, pero estaba ya más para allá que para acá. Creo que murió del susto. Arranqué los collares, broches y anillos. Tenía un anillo que no salía. Con asco, mojé con saliva el dedo de la vieja, pero incluso así no salía. Me encabroné y le di una dentellada, arrancándole el dedo. Metí todo dentro de un almohadón. El cuarto de la gordita tenía las paredes forradas de cuero. La bañera era un agujero cuadrado, grande de mármol blanco, encajado en el suelo. La pared toda de espejos. Todo perfumado. Volví al cuarto, empujé a la gordita para el suelo, coloqué la colcha de satén de la cama con cuidado, quedó lisa, brillando. Me bajé el pantalón y cagué sobre la colcha. Fue un alivio, muy justo. Después me limpié el culo con la colcha, me subí los pantalones y bajé.

Vamos a comer, dije, poniendo el almohadón dentro de la bolsa. Los hombres y las mujeres en el suelo estaban todos quietos y cagados, como corderitos. Para asustarlos más dije, al puto que se mueva le reviento los sesos.

Entonces, de repente, uno de ellos dijo, con calma, no se irriten, llévense lo que quieran, no haremos nada.

Me quedé mirándolo. Usaba un pañuelo de seda de colores alrededor del pescuezo.

Pueden también comer y beber a placer, dijo.

Hijo de puta. Las bebidas, las comidas, las joyas, el dinero, todo aquello eran migajas para ellos. Tenían mucho más en el banco. No pasábamos de ser tres moscas en el azucarero.

¿Cuál es su nombre?

Mauricio, dijo.

Señor Mauricio, ¿quiere levantarse, por favor?

Se levantó. Le desaté los brazos.

Muchas gracias, dijo. Se nota que es usted un hombre educado, instruido. Pueden ustedes marcharse, que no daremos parte a la policía. Dijo esto mirando a los otros, que estaban inmóviles, asustados, en el suelo, y haciendo un gesto con las manos abiertas, como quien dice, calma mi gente, ya convencí a esta mierda con mi charla.

Inocencio, ¿ya acabaste de comer? Tráeme una pierna de peru de ésas de ahí. Sobre una mesa había comida que daba para alimentar al presidio entero. Comí la pierna de peru. Cogí la carabina doce y cargué los dos cañones.

Señor Mauricio, ¿quiere hacer el favor de ponerse cerca de la pared?

Se recostó en la pared.

Recostado no, no, a unos dos metros de distancia. Un poco más para acá. Ahí. Muchas gracias.

Tiré justo en medio del pecho, vaciando los dos cañones, con aquel trueno tremendo. El impacto arrojó al tipo con fuerza contra la pared. Fue resbalando lentamente y quedó sentado en el suelo. En el pecho tenía un orificio que daba para colocar un panetone.

Viste, no se pegó a la pared, qué coño.

Tiene que ser en la madera, en una puerta. La pared no sirve, dijo Zequinha.

Los tipos tirados en el suelo tenían los ojos cerrados, ni se movían. No se oía nada, a no ser los eructos de Pereba.

Tú, levántate, dijo Zequinha. El canalla había elegido a un tipo flaco, de cabello largo.

Por favor, el sujeto dijo, muy bajito.

Ponte de espaldas a la pared, dijo Zequinha.


Cargué los dos cañones de la doce. Tira tú, la coz de ésta me lastimó el hombro. Apoya bien la culata, si no te parte la clavícula.


Verás cómo éste va a pegarse. Zequinha tiró. El tipo voló, los pies saltaron del suelo, fue bonito, como si estuviera dando un salto para atrás.

Pegó con estruendo en la puerta y permaneció allí adherido. Fue poco tiempo, pero el cuerpo del tipo quedó aprisionado por el plomo grueso en la madera.

¿No lo dije? Zequinha se frotó el hombro dolorido. Este cañón es jodido.

¿No vas a tirarte a una tía buena de éstas?, preguntó Pereba.

No estoy en las últimas. Me dan asco estas mujeres. Me cago en ellas.

Sólo jodo con las mujeres que me gustan.

¿Y tú... Inocencio?

Creo que voy a tirarme a aquella morenita.

La muchacha intentó impedirlo, pero Zequinha le dio unos sopapos en los cuernos, se tranquilizó y quedó quieta, con los ojos abiertos, mirando al techo, mientras era ejecutada en el sofá.

Vámonos, dije. Llenamos toallas y almohadones con comida y objetos.

Muchas gracias a todos por su cooperación, dije. Nadie respondió.

Salimos. Entramos en el Opala y volvimos a casa.

Dije al Pereba, dejas el rodante en una calle desierta de Botafogo, coges un taxi y vuelves. Zequinha y yo bajamos.

Este edificio está realmente jodido, dijo Zequinha, mientras subíamos con el material, por la escalera inmunda y destrozada.

Jodido pero es Zona Sur, cerca de la playa. ¿Quieres que vaya a vivir a Nilópolis?

Llegamos arriba cansados. Coloqué las herramientas en el paquete, las joyas y el dinero en la bolsa y lo llevé al departamento de la vieja negra.

Doña Candinha, dije, mostrando la bolsa, esto quema.

Pueden dejarlo, hijos míos. Los del orden no vienen aquí.

Subimos. Coloqué las botellas y la comida sobre una toalla en el suelo.

Zequinha quiso beber y no lo dejé. Vamos a esperar a Pereba.

Cuando el Pereba llegó, llené los vasos y dije, que el próximo año sea mejor. Feliz año nuevo.