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miércoles, 10 de septiembre de 2014

El corazón delator - Edgar Allan Poe

Uno de los cuentos que más recuerdo de Edgar Allan Poe es "El corazón delator". Lo leí hace muchos años; si no me equivoco, en séptimo grado de primaria - tenía unos 12 años -. Recuerdo la emoción que me despertó, la tensión... Porque quién no entra en pánico a veces cuando escucha la propia voz de la conciencia...o ¿por qué no? Tal vez sí lo escuchaba, tal vez sí tenía agudizados los sentidos... ¿cómo saberlo?
El título original es "The tell-tale heart" y se publicó por primera vez en 1843. Dado que es un cuento corto, también publico aquí el original en inglés. A Poe siempre vale la pena leerlo en idioma original...


El corazón delator




¡Es verdad! Soy muy nervioso, horrorosamente nervioso, siempre lo fui, pero, ¿por qué pretendéis que esté loco? La enfermedad ha aguzado mis sentidos, sin destruirlos ni embotarlos. Tenía el oído muy fino; ninguno le igualaba; he escuchado todas las cosas del cielo y de la tierra, y no pocas del infierno. ¿Cómo he de estar loco? ¡Atención! Ahora veréis con qué sano juicio y con qué calma puedo referirles toda la historia.

Me es imposible decir cómo se me ocurrió primeramente la idea; pero una vez concebida, no pude desecharla ni de noche ni de día. No me proponía objeto alguno ni me dejaba llevar de una pasión. Amaba al buen anciano, pues jamás me había hecho daño alguno, ni menos insultado; no envidiaba su oro; pero tenía en sí algo desagradable. ¡Era uno de sus ojos, sí, esto es! Se asemejaba al de un buitre y tenía el color azul pálido. Cada vez que este ojo fijaba en mí su mirada, se me helaba la sangre en las venas; y lentamente, por grados, comenzó a germinar en mi cerebro la idea de arrancar la vida al viejo, a fin de librarme para siempre de aquel ojo que me molestaba.

¡He aquí el  quid! Me creéis loco; pero advertid que los locos no razonan. ¡Si hubierais visto con qué buen juicio procedí, con qué tacto y previsión y con qué disimulo puse manos a la obra!

Nunca había sido tan amable con el viejo como durante la semana que precedió al asesinato. Todas las noches, a eso de las doce, levantaba el picaporte de la puerta y la abría; pero, ¡qué suavemente! Y cuando quedaba bastante espacio para pasar la cabeza, introducía una linterna sorda bien cerrada, para que no filtrase ninguna luz, y alargaba el cuello. ¡Oh! Os hubierais reído al ver con qué cuidado procedía. Movía lentamente la cabeza, muy poco a poco, para no perturbar el sueño del viejo, y necesitaba al menos una hora para adelantarla lo suficiente a fin de ver al hombre echado en su cama. ¡Ah!

Un loco no habría sido tan prudente. Y cuando mi cabeza estaba dentro de la habitación, levantaba la linterna con sumo cuidado, ¡oh, con qué cuidado, con qué cuidado!, porque la charnela rechinaba. No la abría más de lo suficiente para que un imperceptible rayo de luz iluminase el ojo de buitre. Hice esto durante siete largas noches, hasta las doce; pero siempre encontré el ojo cerrado y, por consiguiente, me fue imposible consumar mi obra, porque no era el viejo lo que me incomodaba, sino su maldito ojo. Todos los días, al amanecer, entraba atrevidamente en su cuarto y le hablaba con la mayor serenidad, llamándole por su nombre con tono cariñoso y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya veis, por lo dicho, quedebería ser un viejo muy perspicaz para sospechar que todas las noches hasta las doce le examinaba durante su sueño.

Llegada la octava noche, procedí con más precaución aún para abrir la puerta; la aguja de un reloj se hubiera movido más rápidamente que mi mano. Mis facultades y mi sagacidad estaban más desarrolladas que nunca, y apenas podía reprimir la emoción de mi triunfo.

¡Pensar que estaba allí, abriendo la puerta poco a poco, y que él no podía ni siquiera soñar en mis
actos! Esta idea me hizo reír; y tal vez el durmiente escuchó mi ligera carcajada, pues se movió de pronto en su lecho como si se despertase. Tal vez creeréis que me retiré; nada de eso; su habitación estaba negra como un pez, tan espesas eran las tinieblas, pues mi hombre había cerrado herméticamente los postigos por temor a los ladrones; y sabiendo que no podía ver la puerta entornada, seguí empujándola más, siempre más.

Había pasado ya la cabeza y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi pulgar se deslizó sobre el muelle con que se cerraba y el viejo se incorporó en su lecho exclamando:

—¿Quién anda ahí?

Permanecí inmóvil sin contestar; durante una hora me mantuve como petrificado, y en todo este tiempo no le vi echarse de nuevo; seguía sentado y escuchando, como yo lo había hecho noches enteras.

Pero he aquí que de repente oigo una especie de queja débil, y reconozco que era debida a un terror mortal; no era de dolor ni de pena, ¡oh, no! Era el ruido sordo y ahogado que se eleva del fondo de un alma poseída por el espanto.

Yo conocía bien este rumor, pues muchas noches, a las doce, cuando todos dormían, lo oí producirse en mi pecho, aumentando con su eco terrible el terror que me embargaba. Por eso comprendía bien lo que el viejo experimentaba, y le compadecía, aunque la risa entreabriese mis labios. No se me ocultaba que se había mantenido despierto desde el primer ruido, cuando se revolvió en el lecho; sus temores se acrecentaron, y sin duda quiso persuadirse que no había causa para ello; mas no pudo conseguirlo. Sin duda pensó: «Eso no será más que el viento de la chimenea, o de un ratón que corre, o algún grillo que canta». El hombre se esforzó para confirmarse en estas hipótesis, pero todo fue inútil; «era inútil» porque la Muerte, que se acercaba, había pasado delante de él con su negra sombra, envolviendo en ella a su víctima; y la influencia fúnebre de esa sombra invisible era la que le hacía sentir, aunque no distinguiera ni viera nada, la presencia de mi cabeza en el cuarto.

Después de esperar largo tiempo con mucha paciencia sin oírle echarse de nuevo, resolví entreabrir un poco la linterna; pero tan poco, tan poco, que casi no era nada; la abrí tan cautelosamente, que más no podía ser, hasta que al fin un solo rayo pálido, como un hilo de araña, saliendo de la abertura, se proyectó en el ojo de buitre.

Estaba abierto, muy abierto, y no me enfurecí apenas le miré; le vi con la mayor claridad, todo entero, con su color azul opaco, y cubierto con una especie de velo hediondo que heló mi sangre hasta la médula de los huesos; pero esto era lo único que veía de la cara o de la persona del anciano, pues había dirigido el rayo de luz, como por instinto, hacia el maldito ojo.

¿No os he dicho ya que lo que tomabais por locura no es sino un refinamiento de los sentidos? En aquel momento, un ruido sordo, ahogado y frecuente, semejante al que produce un reloj envuelto en algodón, hirió mis oídos; «aquel rumor», lo reconocí al punto, era el latido del corazón del anciano, y aumentó mi cólera, así como el redoble del tambor sobreexcita el valor del soldado.

Pero me contuve y permanecí inmóvil, sin respirar apenas, y esforzándome en iluminar el ojo con el rayo de luz. Al mismo tiempo, el corazón latía con mayor violencia, cada vez más precipitadamente y con más ruido.

El terror del anciano «debía» ser indecible, pues aquel latido se producía con redoblada fuerza cada minuto. ¿Me escucháis atentos? Ya os he dicho que yo era nervioso, y lo soy en efecto. En medio del silencio de la noche, un silencio tan imponente como el de aquella antigua casa, aquel ruido extraño me produjo un terror indecible.

Por espacio de algunos minutos me contuve aún, permaneciendo tranquilo; pero el latido subía de punto a cada instante; hasta que creí que el corazón iba a estallar, y de pronto me sobrecogió una nueva angustia:

¡Algún vecino podría oír el rumor! Había llegado la última hora del viejo: profiriendo un alarido, abrí bruscamente la linterna y me introduje en la habitación. El buen hombre sólo dejó escapar un grito: sólo uno. En un instante le arrojé en el suelo, reí de contento al ver mi tarea tan adelantada, aunque esta vez ya no me atormentaba, pues no se podía oír a través de la pared.

Al fin cesó la palpitación, porque el viejo había muerto, levanté las ropas y examiné el cadáver: estaba rígido, completamente rígido; apoyé mi mano sobre el corazón, y la tuve aplicada algunos minutos; no se oía ningún latido; el hombre había dejado de existir, y su ojo desde entonces ya no me atormentaría más.

Si persistís en tomarme por loco, esa creencia se desvanecerá cuando os diga qué precauciones adopté para ocultar el cadáver. La noche avanzaba, y comencé a trabajar activamente, aunque en silencio: corté la cabeza, después los brazos y por último las piernas.

En seguida arranqué tres tablas del suelo de la habitación, deposité los restos mutilados en los espacios huecos, y volví a colocar las tablas con tanta habilidad y destreza que ningún ojo humano, ni aún el «suyo», hubiera podido descubrir nada de particular. No era necesario lavar mancha alguna, gracias a la prudencia con que procedía. Un barreno la había absorbido toda. ¡Ja, ja!

Terminada la operación, a eso de las cuatro de la madrugada, aún estaba tan oscuro como a
medianoche. Cuando el reloj señaló la hora, llamaron a la puerta de calle, y yo bajé con la mayor calma para abrir, pues, ¿qué podía temer «ya»? Tres hombres entraron, anunciándose cortésmente como oficiales de policía; un vecino había escuchado un grito durante la noche; esto bastó para despertar sospechas, se envió un aviso a las oficinas de la policía, y los señores oficiales se presentaban para reconocer el local.

Yo sonreí, porque nada debía temer, y recibiendo cortésmente a aquellos caballeros, les dije que era yo quien había gritado en medio de mi sueño; añadí que el viejo estaba de viaje, y conduje a los oficiales por toda la casa, invitándoles a buscar, a registrar perfectamente. Al fin entré en «su» habitación y mostré sus tesoros, completamente seguros y en el mejor orden. En el entusiasmo de mi confianza ofrecí sillas a los visitantes para que descansaran un poco; mientras que yo, con la loca audacia de un triunfo completo, coloqué la mía en el sitio mismo donde yacía el cadáver de la víctima.

Los oficiales quedaron satisfechos y, convencidos por mis modales —yo estaba muy tranquilo—, se sentaron y hablaron de cosas familiares, a las que contesté alegremente; mas al poco tiempo sentí que palidecía y ansié la marcha de aquellos hombres. Me dolía la cabeza; me parecía que mis oídos zumbaban; pero los oficiales continuaban sentados, hablando sin cesar. El zumbido se pronunció más, persistiendo con mayor fuerza; me puse a charlar sin tregua para librarme de aquella sensación, pero todo fue inútil y al fin descubrí que el rumor no se producía en mis oídos.

Sin duda palidecí entonces mucho, pero hablaba todavía con más viveza, alzando la voz, lo cual no impedía que el sonido fuera en aumento. ¿Qué podía hacer yo? Era «un rumor sordo, ahogado, frecuente, muy análogo al que produciría un reloj envuelto en algodón». Respiré fatigosamente; los oficiales no oían aún. Entonces hablé más aprisa, con mayor vehemencia; pero el ruido aumentaba sin cesar.

Me levanté y comencé a discutir sobre varias nimiedades, en un diapasón muy alto y gesticulando vivamente; mas el ruido crecía. ¿Por qué «no querían» irse aquellos hombres? Aparentando que me exasperaban sus observaciones, di varias vueltas de un lado a otro de la habitación; mas el rumor iba en aumento. ¡Dios mío! ¿Qué podía hacer? La cólera me cegaba, comencé a renegar; agité la silla donde me había sentado, haciéndola rechinar sobre el suelo; pero el ruido dominaba siempre de una manera muy marcada... Y los oficiales seguían hablando, bromeaban y sonreían. ¿Sería posible que no oyesen? ¡Dios todopoderoso! ¡No, no! ¡Oían! ¡Sospechaban; lo «sabían» todo; se divertían con mi espanto! Lo creí y lo creo aún. Cualquier cosa era preferible a semejante burla; no podía soportar más tiempo aquellas hipócritas sonrisas. ¡Comprendí que era preciso gritar o morir! Y cada vez más alto, ¿lo oís? ¡Cada vez más alto, «siempre más alto»!

—¡Miserables! —exclamé—. No disimuléis más tiempo; confieso el crimen. ¡Arrancad esas tablas; ahí está, ahí está! ¡Es el latido de su espantoso corazón!

FIN





The Tell-tale heart


TRUE! nervous, very, very dreadfully nervous I had been and am; but why WILL you say that I am mad? The disease had sharpened my senses, not destroyed, not dulled them. Above all was the sense of hearing acute. I heard all things in the heaven and in the earth. I heard many things in hell. How then am I mad? Hearken! and observe how healthily, how calmly, I can tell you the whole story.

It is impossible to say how first the idea entered my brain, but, once conceived, it haunted me day and night. Object there was none. Passion there was none. I loved the old man. He had never wronged me. He had never given me insult. For his gold I had no desire. I think it was his eye! Yes, it was this! One of his eyes resembled that of a vulture -- a pale blue eye with a film over it. Whenever it fell upon me my blood ran cold, and so by degrees, very gradually, I made up my mind to take the life of the old man, and thus rid myself of the eye for ever.

Now this is the point. You fancy me mad. Madmen know nothing. But you should have seen me. You should have seen how wisely I proceeded -- with what caution -- with what foresight, with what dissimulation, I went to work! I was never kinder to the old man than during the whole week before I killed him. And every night about midnight I turned the latch of his door and opened it oh, so gently! And then, when I had made an opening sufficient for my head, I put in a dark lantern all closed, closed so that no light shone out, and then I thrust in my head. Oh, you would have laughed to see how cunningly I thrust it in! I moved it slowly, very, very slowly, so that I might not disturb the old man's sleep. It took me an hour to place my whole head within the opening so far that I could see him as he lay upon his bed. Ha! would a madman have been so wise as this? And then when my head was well in the room I undid the lantern cautiously -- oh, so cautiously -- cautiously (for the hinges creaked), I undid it just so much that a single thin ray fell upon the vulture eye. And this I did for seven long nights, every night just at midnight, but I found the eye always closed, and so it was impossible to do the work, for it was not the old man who vexed me but his Evil Eye. And every morning, when the day broke, I went boldly into the chamber and spoke courageously to him, calling him by name in a hearty tone, and inquiring how he had passed the night. So you see he would have been a very profound old man, indeed , to suspect that every night, just at twelve, I looked in upon him while he slept.

Upon the eighth night I was more than usually cautious in opening the door. A watch's minute hand moves more quickly than did mine. Never before that night had I felt the extent of my own powers, of my sagacity. I could scarcely contain my feelings of triumph. To think that there I was opening the door little by little, and he not even to dream of my secret deeds or thoughts. I fairly chuckled at the idea, and perhaps he heard me, for he moved on the bed suddenly as if startled. Now you may think that I drew back -- but no. His room was as black as pitch with the thick darkness (for the shutters were close fastened through fear of robbers), and so I knew that he could not see the opening of the door, and I kept pushing it on steadily, steadily.

I had my head in, and was about to open the lantern, when my thumb slipped upon the tin fastening , and the old man sprang up in the bed, crying out, "Who's there?"

I kept quite still and said nothing. For a whole hour I did not move a muscle, and in the meantime I did not hear him lie down. He was still sitting up in the bed, listening; just as I have done night after night hearkening to the death watches in the wall.

Presently, I heard a slight groan, and I knew it was the groan of mortal terror. It was not a groan of pain or of grief -- oh, no! It was the low stifled sound that arises from the bottom of the soul when overcharged with awe. I knew the sound well. Many a night, just at midnight, when all the world slept, it has welled up from my own bosom, deepening, with its dreadful echo, the terrors that distracted me. I say I knew it well. I knew what the old man felt, and pitied him although I chuckled at heart. I knew that he had been lying awake ever since the first slight noise when he had turned in the bed. His fears had been ever since growing upon him. He had been trying to fancy them causeless, but could not. He had been saying to himself, "It is nothing but the wind in the chimney, it is only a mouse crossing the floor," or, "It is merely a cricket which has made a single chirp." Yes he has been trying to comfort himself with these suppositions ; but he had found all in vain. ALL IN VAIN, because Death in approaching him had stalked with his black shadow before him and enveloped the victim. And it was the mournful influence of the unperceived shadow that caused him to feel, although he neither saw nor heard, to feel the presence of my head within the room.

When I had waited a long time very patiently without hearing him lie down, I resolved to open a little -- a very, very little crevice in the lantern. So I opened it -- you cannot imagine how stealthily, stealthily -- until at length a single dim ray like the thread of the spider shot out from the crevice and fell upon the vulture eye.

It was open, wide, wide open, and I grew furious as I gazed upon it. I saw it with perfect distinctness -- all a dull blue with a hideous veil over it that chilled the very marrow in my bones, but I could see nothing else of the old man's face or person, for I had directed the ray as if by instinct precisely upon the damned spot.

And now have I not told you that what you mistake for madness is but over-acuteness of the senses? now, I say, there came to my ears a low, dull, quick sound, such as a watch makes when enveloped in cotton. I knew that sound well too. It was the beating of the old man's heart. It increased my fury as the beating of a drum stimulates the soldier into courage.

But even yet I refrained and kept still. I scarcely breathed. I held the lantern motionless. I tried how steadily I could maintain the ray upon the eye. Meantime the hellish tattoo of the heart increased. It grew quicker and quicker, and louder and louder, every instant. The old man's terror must have been extreme! It grew louder, I say, louder every moment! -- do you mark me well? I have told you that I am nervous: so I am. And now at the dead hour of the night, amid the dreadful silence of that old house, so strange a noise as this excited me to uncontrollable terror. Yet, for some minutes longer I refrained and stood still. But the beating grew louder, louder! I thought the heart must burst. And now a new anxiety seized me -- the sound would be heard by a neighbour! The old man's hour had come! With a loud yell, I threw open the lantern and leaped into the room. He shrieked once -- once only. In an instant I dragged him to the floor, and pulled the heavy bed over him. I then smiled gaily, to find the deed so far done. But for many minutes the heart beat on with a muffled sound. This, however, did not vex me; it would not be heard through the wall. At length it ceased. The old man was dead. I removed the bed and examined the corpse. Yes, he was stone, stone dead. I placed my hand upon the heart and held it there many minutes. There was no pulsation. He was stone dead. His eye would trouble me no more.

If still you think me mad, you will think so no longer when I describe the wise precautions I took for the concealment of the body. The night waned, and I worked hastily, but in silence.

I took up three planks from the flooring of the chamber, and deposited all between the scantlings. I then replaced the boards so cleverly so cunningly, that no human eye -- not even his -- could have detected anything wrong. There was nothing to wash out -- no stain of any kind -- no blood-spot whatever. I had been too wary for that.

When I had made an end of these labours, it was four o'clock -- still dark as midnight. As the bell sounded the hour, there came a knocking at the street door. I went down to open it with a light heart, -- for what had I now to fear? There entered three men, who introduced themselves, with perfect suavity, as officers of the police. A shriek had been heard by a neighbour during the night; suspicion of foul play had been aroused; information had been lodged at the police office, and they (the officers) had been deputed to search the premises.

I smiled, -- for what had I to fear? I bade the gentlemen welcome. The shriek, I said, was my own in a dream. The old man, I mentioned, was absent in the country. I took my visitors all over the house. I bade them search -- search well. I led them, at length, to his chamber. I showed them his treasures, secure, undisturbed. In the enthusiasm of my confidence, I brought chairs into the room, and desired them here to rest from their fatigues, while I myself, in the wild audacity of my perfect triumph, placed my own seat upon the very spot beneath which reposed the corpse of the victim.

The officers were satisfied. My MANNER had convinced them. I was singularly at ease. They sat and while I answered cheerily, they chatted of familiar things. But, ere long, I felt myself getting pale and wished them gone. My head ached, and I fancied a ringing in my ears; but still they sat, and still chatted. The ringing became more distinct : I talked more freely to get rid of the feeling: but it continued and gained definitiveness -- until, at length, I found that the noise was NOT within my ears.

No doubt I now grew VERY pale; but I talked more fluently, and with a heightened voice. Yet the sound increased -- and what could I do? It was A LOW, DULL, QUICK SOUND -- MUCH SUCH A SOUND AS A WATCH MAKES WHEN ENVELOPED IN COTTON. I gasped for breath, and yet the officers heard it not. I talked more quickly, more vehemently but the noise steadily increased. I arose and argued about trifles, in a high key and with violent gesticulations; but the noise steadily increased. Why WOULD they not be gone? I paced the floor to and fro with heavy strides, as if excited to fury by the observations of the men, but the noise steadily increased. O God! what COULD I do? I foamed -- I raved -- I swore! I swung the chair upon which I had been sitting, and grated it upon the boards, but the noise arose over all and continually increased. It grew louder -- louder -- louder! And still the men chatted pleasantly , and smiled. Was it possible they heard not? Almighty God! -- no, no? They heard! -- they suspected! -- they KNEW! -- they were making a mockery of my horror! -- this I thought, and this I think. But anything was better than this agony! Anything was more tolerable than this derision! I could bear those hypocritical smiles no longer! I felt that I must scream or die! -- and now -- again -- hark! louder! louder! louder! LOUDER! --

"Villains!" I shrieked, "dissemble no more! I admit the deed! -- tear up the planks! -- here, here! -- it is the beating of his hideous heart!"


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