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martes, 17 de marzo de 2015

El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo VI

Viene de "El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo V"






CAPITULO VI



Diez minutos después sonó la campana para el té y Virginia no bajó. La señora Otis envió a uno de los criados a buscarla.

No tardó en volver diciendo que no había podido encontrar a miss Virginia por ninguna parte.

Como la muchacha tenía la cos­tumbre de ir todas las tardes al jar­dín a coger flores para la cena, la señora Otis no se preocupó en lo más mínimo. Pero sonaron las seis y Virginia no aparecía. Entonces su madre se sintió seriamente intranqui­la y envió a sus hijos en su busca, mientras ella y su marido recorrían todas las habitaciones de la casa.

A las seis y media volvieron los muchachos diciendo que no habían encontrado huellas de su hermana por parte alguna.

Entonces se inquietaron todos ex­traordinariamente y nadie sabía qué hacer cuando míster Otis recordó de repente que pocos días antes había permitido acampar en el parque a una tribu de gitanos.

Así pues, salió inmediatamente para Blackfell-Hollow, acompañado de su hijo mayor y de dos criados de la granja.

El joven duque de Cheshire, com­pletamente loco de ansiedad, rogó con insistencia a míster Otis que le dejase acompañarle, mas éste se negó temiendo que pudiese surgir algún conflicto. Pero cuando llegó al sitio en cuestión vio que los gita­nos se habían marchado, y era evi­dente que su partida había sido precipitada, pues el fuego ardía aún y quedaban platos sobre la hierba.

Después de mandar a Washington y a los dos hombres a registrar los alrededores, se apresuraron a regre­sar y envió telegramas a todos los inspectores de policía del condado, rogándoles buscasen a una joven raptada por unos vagabundos o gi­tanos.

Luego hizo que le trajeran su'ca­ballo, y después de insistir para que su mujer y sus tres hijos se senta­ ran a la mesa, partió con un caba­llerango por el camino de Ascot. 

Había recorrido dos millas, cuan­do oyó un galope a su espalda. 

Se volvió, viendo al joven duque que llegaba en su poney, con la cara sofocada y la cabeza descubierta. 

-Lo siento muchísimo -le dijo el joven con voz entrecortada-, pero me es imposible comer mien= tras Virginia no aparezca. Se lo ruego, no se enfade conmigo. Si nos hubiera permitido casarnos el año pasado no habría ocurrido esto nun­ca. ¿No me rechaza usted, verdad? ¡No puedo ni quiero irme!

El ministro no pudo menos de di­rigir una sonrisa a aquel mozo gua­po y atolondrado, conmovidísimo ante la abnegación que mostraba por Virginia, e inclinándose sobre su caballo, le golpeó el hombro cariño­samente y le dijo:

-Pues bien, Cecil, ya que insistes en venir, no me queda más reme­dio que admitirte en mi compañía; pero, eso sí, tengo que comprarte un sombrero en Ascot.

-¡Al diablo los sombreros! ¡Lo que quiero es encontrar a Virginia! -exclamó el duque riendo.

Y acto seguido galoparon hasta la estación.

Una vez allí, míster Otis pregun­tó al jefe si no habían visto en el andén a una joven cuyas señas co­rrespondiesen con las de Virginia, pero no averiguó nada sobre ella. No obstante lo cual el jefe de la estación expidió telegramas a las estaciones del trayecto, ascendentes y descendentes, y le prometió ejercer una vigilancia minuciosa.

En seguida, después de comprar un sombrero para el duque en una tienda de novedades que se dispo­nía a cerrar, míster Otis cabalgó has­ta Bexley, pueblo situado cuatro mi­llas más allá, y que, según le dijeron, era muy frecuentado por los gita­nos, ya que cerca de allí había una numerosa comunidad rural.

Hicieron levantarse al guarda del lugar, pero no pudieron conseguir ningún dato de él.

Así es que, después, de atravesar y explorar los contornos, los dos ji­netes tomaron otra vez el camino de casa, llegando a Canterville a eso de las once, rendidos de cansancio y con el corazón desgarrado por la inquietud. Se encontraron allí con Washington y los gemelos, esperán­doles a la puerta con linternas, por­que la avenida estaba muy oscura.

No se había descubierto la menor señal de Virginia. Los gitanos fue­ron alcanzados en el prado de Bro­ckley, pero no estaba la joven entre ellos. Explicaron la prisa de su mar­cha diciendo que habían equivocado el día que debía celebrarse la feria de Chorton y que el temor de llegar demasiado tarde les obligó a darse prisa.

Además parecieron desconsolados por la desaparición de Virginia, pues estaban agradecidísimos a míster Otis por haberles permitido acam­par en su parque. Cuatro de ellos se quedaron detrás para tomar par­te, en las pesquisas.

Se hizo vaciar el estanque de las carpas. Registraron la finca en to­dos sentidos, pero no consiguieron nada.

Era evidente que Virginia estaba perdida, al menos por aquella no­che, y fue con un aire de profundo abat¡miento como entraron en casa míster Otis y los jóvenes seguidos del caballerango que llevaba de las bridas los dos caballos y al poney.

En el vestíbulo se encontraron con el grupo de los criados llenos de terror.

La pobre señora Otis estaba acos­tada sobre un sofá de la bibliote­ca, casi loca de terror y de ansie­dad, y is vieja ama de gobierno le humedecía la frente con agua de colonia. En seguida míster Otis instó a su esposa para que comiese algo, y dio órdenes para que se sirviese la cena. Fue una comida triste, pues casi nadie hablaba, y hasta los ge­melos se veían espantados y sumi­sos, pues querían entrañablemente a su hermana.

Cuando terminaron, míster Otis, a pesar de los ruegos del joven du­que, mandó que todo el mundo se fuese a la cama diciendo que ya no podía hacerse nada más aquella noche, y que al día siguiente tele­grafiaría a Scotland Yard para que pusieran inmediatamente varios de­tectives a su disposición.

Pero en el preciso momento en que salían del comedor sonaron las doce en el reloj de la torre.

Apenas acababan de extinguirse las vibraciones de la última campa­nada cuando oyóse un crujido acom­pañado de un grito penetrante.

Un trueno estentóreo bamboleó la casa; una meiodía, ultraterrena, flo­tó en el aire. Un lienzo de pared se desprendió bruscamente en lo alto de la escalera y sobre el rellano, muy pálida, casi blanca, apareció Virginia llevando en la mano un cofrecillo.

Inmediatamente todos la rodea­ron.

La señora Otis la estrechó apasio­nadamente entre sus brazos.

El duque casi la ahogó con sus besos, apasionados, y los gemelos ejecutaron una danza de guerra sal­vaje alrededor del grupo.

-¡Por Dios, hija! ¿Dónde esta­bas? -dijo míster Otis, bastante enfadado, creyendo que les había querido dar una broma pesada-. Cecil y yo hemos recorrido toda la comarca en busca tuya, y tu madre ha estado a punto de morirse de espanto. No vuelvas a dar bromas de ese género a nadie.

-¡Menos al fantasma, menos al fantasma! -gritaron los gemelos continuando sus brincos.

-Hija mía querida, gracias a Dios que te hemos encontrado; ya no nos volveremos a separar -mur­muraba la señora Otis besando a la muchacha, toda trémula y acarician­do sus cabellos de oro, que se veían despeinados.

-Papá -dijo dulcemente Virgi­nia-, estaba con el fantasma. Ha muerto ya. Es preciso que vayáis a verle. Fue muy malo, pero se ha arrepentido sinceramente de todo lo que había hecho y antes de morir me ha dado esta caja de joyas. Toda la familia la contempló mu­da y asombrada, pero ella tenía un aire muy circunspecto y muy serio. En seguida, dando media vuelta, les precedió a través del hueco de la pared y bajaron por un corredor secreto y angosto.

Washington les seguía llevando una vela encendida que cogió de la mesa. Por fin, llegaron a una gran puerta de roble con clavos recios y oxidados.

Virginia la tocó, y entonces la puerta giró sobre sus goznes enor­mes y se hallaron en una habitación estrecha y con bajo techo aboveda­do, y que tenía una ventanita enre­'ada. Junto a una gran argolla de hierro empotrada en el muro, a la cual estaba encadenado se veía un esqueleto, extendido cuan largo era sobre las losas.

Parecía estirar sus dedos descar­nados, como intentando llegar a un plato y a un cántaro, de forma an­tigua, colocados de tal forma que no pudiese alcanzarlos. El cántaro había estado lleno de agua induda­blemente, pues tenía su interior ta­pizado de moho verde. Sobre el pla­to no quedaba más que polvo.

Virginia, arrodillada junto al es­queleto y, uniendo sus finas manos, comenzó a rezar en silencio, mien­tras la familia contemplaba con asombro la horrible tragedia, cuyo secreto se les acababa de revelar.

-¡Oigan! -exclamó de pronto uno de los gemelos, que había ido a mirar por la ventanita, queriendo adivinar hacia qué lado del edificio caía aquella habitación-. ¡Oigan! El antiguo almendro, que estaba seco, ha florecido. Se ven admira­blemente las flores a la luz de la luna.

-¡Dios le ha perdonado! -dijo gravemente Virginia, levantándose. Y un magnífico resplandor parecía iluminar su rostro.

-¡Eres un ángel! -exclamó el joven duque rodeándole el cuello con el brazo y besándola.






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