Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

sábado, 9 de mayo de 2015

El rey-rana o el fiel Enrique - Los hermanos Grimm

Días atrás, una amiga me pasó por facebook un videíto - genial - que también comparto aquí con uds hoy, sobre cómo sería la vestimenta de las princesas de Disney en las películas si las hubieran vestido de la manera que se vestían las mujeres en la época en la cual ambientaron las historias. Me quedó larga la oración pero creo que se entiende... Se llama "Historically Accurate Disney Princesses" y pueden verlo abajo del cuento que les traigo en este mismo post. 
Cuestión que el novio de mi amiga, que es alemán, le preguntó, con razón, por qué la princesa de "La princesa y el sapo" de repente se convirtió en un cuento de hadas estadounidense, de Nueva Orleans, siendo que se basa en un cuento tradicional alemán recopilado por los hermanos Grimm allá por principios del siglo XIX. ¡Qué buena pregunta! Yo no sabía la respuesta pero mi amiga sí, y nos informó a ambos que la película fue dedicada a Nueva Orleans después del huracán Katrina y me pasó la siguiente cita: 
"We [the city and citizens of New Orleans] are indebted to you. This [film] will go around the world and continue to tell the story about New Orleans and will tell the world that New Orleans is back because the Disney magic brought us there."
Algo así como: "Nosotros, los ciudadanos de Nueva Orleans estamos en deuda contigo. Este film viajará por el mundo contando una historia sobre Nueva Orleans y le dirá al mundo que  Nueva Orleans ha regresado porque la magia de Disney nos llevó alli".
Pero, con Katrina o sin Katrina, lo cierto es que "La princesa y el sapo" se basa, en realidad, en "La princesa rana"  (2002) de E. D. Baker que a su vez se basa en "El rey-rana o el fiel Enrique" (otros nombres del mismo cuento: "El rey-rana", "El príncipe sapo", "El príncipe sapo o Enrique el férreo" etc) de los hermanos Grimm... Tenemos, entonces, cambio de época, cambio de lugar y cambio de género en el personaje, además de cambio de nombre porque la princesa de "La princesa rana" se llama Emma y la de la peli Tiana. De todas maneras, ya verán Uds., que más allá de qué cuento se base en cuál, es la historia misma la que ha ido evolucionando con el tiempo: ya no es el príncipe sapo el que se convierte en humano con un beso sino la princesa la que se convierte en sapo al besarlo... Más de una madre evitaría leerle el cuento de los Grimm a sus hijas simplemente porque nuestra forma de ver la vida y las relaciones hombre-mujer ha cambiado. Los niños nunca interpretarán las cosas como lo hacemos los adultos, pero el grito en el cielo de las madres, y algún que otro padre, va a estar. Los dejo con "El rey-rana o el fiel Enrique" que, como verán, es dos historias en una... y que  luego de leerlo, cada quién decida qué historia prefiere.

   

El rey-rana o el fiel Enrique

En aquellos remotos tiempos, en que bastaba desear una cosa para tenerla, vivía un rey que tenía unas hijas lindísimas, especialmente la menor, la cual era tan hermosa que hasta el sol, que tantas cosas había visto, se maravillaba cada vez que sus rayos se posaban en el rostro de la muchacha. Junto al palacio real extendíase un bosque grande y oscuro, y en él, bajo un viejo tilo, fluía un manantial. En las horas de más calor, la princesita solía ir al bosque y sentarse a la orilla de la fuente. Cuando se aburría, poníase a jugar con una pelota de oro, arrojándola al aire y recogiéndola, con la mano, al caer; era su juguete favorito.

Ocurrió una vez que la pelota, en lugar de caer en la manita que la niña tenía levantada, hízolo en el suelo y, rodando, fue a parar dentro del agua. La princesita la siguió con la mirada, pero la pelota desapareció, pues el manantial era tan profundo, tan profundo, que no se podía ver su fondo. La niña se echó a llorar; y lo hacía cada vez más fuerte, sin poder consolarse, cuando, en medio de sus lamentaciones, oyó una voz que decía: "¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras como para ablandar las piedras!" La niña miró en torno suyo, buscando la procedencia de aquella voz, y descubrió una rana que asomaba su gruesa y fea cabezota por la superficie del agua. "¡Ah!, ¿eres tú, viejo chapoteador?" dijo, "pues lloro por mi pelota de oro, que se me cayó en la fuente." - "Cálmate y no llores más," replicó la rana, "yo puedo arreglarlo. Pero, ¿qué me darás si te devuelvo tu juguete?" - "Lo que quieras, mi buena rana," respondió la niña, "mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas; hasta la corona de oro que llevo." Mas la rana contestó: "No me interesan tus vestidos, ni tus perlas y piedras preciosas, ni tu corona de oro; pero si estás dispuesta a quererme, si me aceptas por tu amiga y compañera de juegos; si dejas que me siente a la mesa a tu lado y coma de tu platito de oro y beba de tu vasito y duerma en tu camita; si me prometes todo esto, bajaré al fondo y te traeré la pelota de oro." – "¡Oh, sí!" exclamó ella, "te prometo cuanto quieras con tal que me devuelvas la pelota." Mas pensaba para sus adentros: ¡Qué tonterías se le ocurren a este animalejo! Tiene que estarse en el agua con sus semejantes, croa que te croa. ¿Cómo puede ser compañera de las personas?

Obtenida la promesa, la rana se zambulló en el agua, y al poco rato volvió a salir, nadando a grandes zancadas, con la pelota en la boca. Soltóla en la hierba, y la princesita, loca de alegría al ver nuevamente su hermoso juguete, lo recogió y echó a correr con él. "¡Aguarda, aguarda!" gritóle la rana, "llévame contigo; no puedo alcanzarte; no puedo correr tanto como tú!" Pero de nada le sirvió desgañitarse y gritar 'cro cro' con todas sus fuerzas. La niña, sin atender a sus gritos, seguía corriendo hacia el palacio, y no tardó en olvidarse de la pobre rana, la cual no tuvo más remedio que volver a zambullirse en su charca.

Al día siguiente, estando la princesita a la mesa junto con el Rey y todos los cortesanos, comiendo en su platito de oro, he aquí que plis, plas, plis, plas se oyó que algo subía fatigosamente las escaleras de mármol de palacio y, una vez arriba, llamaba a la puerta: "¡Princesita, la menor de las princesitas, ábreme!" Ella corrió a la puerta para ver quién llamaba y, al abrir, encontrase con la rana allí plantada. Cerró de un portazo y volviese a la mesa, llena de zozobra. Al observar el Rey cómo le latía el corazón, le dijo: "Hija mía, ¿de qué tienes miedo? ¿Acaso hay a la puerta algún gigante que quiere llevarte?" - "No," respondió ella, "no es un gigante, sino una rana asquerosa." - "Y ¿qué quiere de ti esa rana?" - "¡Ay, padre querido! Ayer estaba en el bosque jugando junto a la fuente, y se me cayó al agua la pelota de oro. Y mientras yo lloraba, la rana me la trajo. Yo le prometí, pues me lo exigió, que sería mi compañera; pero jamás pensé que pudiese alejarse de su charca. Ahora está ahí afuera y quiere entrar." Entretanto, llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía:
"¡Princesita, la más niña,
Ábreme!
¿No sabes lo que
Ayer me dijiste
Junto a la fresca fuente?
¡Princesita, la más niña,
Ábreme!"
Dijo entonces el Rey: "Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta." La niña fue a abrir, y la rana saltó dentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó: "¡Súbeme a tu silla!" La princesita vacilaba, pero el Rey le ordenó que lo hiciese. De la silla, el animalito quiso pasar a la mesa, y, ya acomodado en ella, dijo: "Ahora acércame tu platito de oro para que podamos comer juntas." La niña la complació, pero veíase a las claras que obedecía a regañadientes. La rana engullía muy a gusto, mientras a la princesa se le atragantaban todos los bocados. Finalmente, dijo la bestezuela: "¡Ay! Estoy ahíta y me siento cansada; llévame a tu cuartito y arregla tu camita de seda: dormiremos juntas." La princesita se echó a llorar; le repugnaba aquel bicho frío, que ni siquiera se atrevía a tocar; y he aquí que ahora se empeñaba en dormir en su cama. Pero el Rey, enojado, le dijo: "No debes despreciar a quien te ayudó cuando te encontrabas necesitada." Cogióla, pues, con dos dedos, llevóla arriba y la depositó en un rincón. Mas cuando ya se había acostado, acercóse la rana a saltitos y exclamó: "Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú; conque súbeme a tu cama, o se lo diré a tu padre." La princesita acabó la paciencia, cogió a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la arrojó contra la pared: "¡Ahora descansarás, asquerosa!"

Pero en cuanto la rana cayó al suelo, dejó de ser rana, y convirtióse en un príncipe, un apuesto príncipe de bellos ojos y dulce mirada. Y el Rey lo aceptó como compañero y esposo de su hija. Contóle entonces que una bruja malvada lo había encantado, y que nadie sino ella podía desencantarlo y sacarlo de la charca; díjole que al día siguiente se marcharían a su reino. Durmiéron se, y a la mañana, al despertarlos el sol, llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con penachos de blancas plumas de avestruz y cadenas de oro. Detrás iba, de pie, el criado del joven Rey, el fiel Enrique. Este leal servidor había sentido tal pena al ver a su señor transformado en rana, que se mandó colocar tres aros de hierro en torno al corazón para evitar que le estallase de dolor y de tristeza. La carroza debía conducir al joven Rey a su reino. El fiel Enrique acomodó en ella a la pareja y volvió a montar en el pescante posterior; no cabía en sí de gozo por la liberación de su señor.

Cuando ya habían recorrido una parte del camino, oyó el príncipe un estallido a su espalda, como si algo se rompiese. Volviéndose, dijo:
"¡Enrique, que el coche estalla!"
"No, no es el coche lo que falla,
Es un aro de mi corazón,
Que ha estado lleno de aflicción
Mientras viviste en la fontana
Convertido en rana."
Por segunda y tercera vez oyóse aquel chasquido durante el camino, y siempre creyó el príncipe que la carroza se rompía; pero no eran sino los aros que saltaban del corazón del fiel Enrique al ver a su amo redimido y feliz.




viernes, 8 de mayo de 2015

El hombre que debía adivinarle la edad al diablo - Javier Villafañe

El cuento de hoy es un relato para niños que obtuve de la revista escolar digital "Correo del Orinoco". Fue escrito por Javier Villafañe, escritor y titeritero argentino (1909-1996). No encontré mucha info sobre él pero me suena haber leído cuentos suyos en la escuela...
En el cuento de hoy, y todavía en el marco de "El deseo mueve montañas", un hombre se enfrenta al diablo quien le trae una jugosa propuesta...
"El hombre que debía adivinarle la edad al diablo" pertenece al libro del mismo nombre y fue publicado en 1991. Me recuerda a la fórmula de "Rumpelstiltskin" de los hermanos Grimm...



El hombre que debía adivinarle la edad al diablo


Era un hombre que estaba en el monte, cerca de una peña, y de pronto se le apareció el Diablo, él mismo en persona, así como es él. El hombre no tuvo miedo porque lo conocía. Una vez lo había visto en un sueño y eran exactamente iguales, cortados con la misma tijera: ni alto ni bajo, el pelo chamuscado, los cuernos puntiagudos, la cola rabona y las patas de chivo.

—Señor, quiero hacer un pacto con usted —dijo el Diablo, y preguntó—: ¿Qué le parece?
—Vamos a ver de qué se trata —contestó el hombre.
—Se trata de que usted será riquísimo, mucho más rico que el Presidente. ¿Qué le parece?
—Me parece bien, ¿y?
—Tendrá un palacio, carruajes. Lo que quiera. ¿Qué le parece?
—Me parece bien, ¿y?
—Si todo le parece bien, ¿por qué no hacemos un pacto?
— ¿Y cuál es el pacto?
—Usted tendrá lo prometido y mucho más, pero deberá adivinarme la edad en un plazo de veinte años. Si adivina, queda libre y dueño de esa inmensa riqueza, y si no adivina será mi esclavo. ¿Qué le parece? ¿Está de acuerdo?
—Sí, estoy de acuerdo.

El Diablo le entregó un papel y dijo:

—Lea y firme.
— ¿Para qué voy a leer, si no sé? Firmar, sí. Y, con la pluma que le dio el Diablo, firmó. La firma era una espiral que terminaba en un punto.

El Diablo guardó el papel y dijo:

—Dentro de veinte años, justo a la medianoche nos encontraremos aquí, en este peñón. Yo soy puntual en las citas.
 —Yo también —respondió el hombre.

El Diablo lo miró con una mirada filosa y desapareció.

Cuando el hombre llegó a su rancho, el rancho no estaba. En su lugar había un palacio todo iluminado y un gentío con uniforme subiendo y bajando escaleras. El hombre tampoco se reconoció. Era otro. En vez de alpargatas tenía botas. También, sin darse cuenta, le habían cambiado el sombrero y el poncho por un sombrero aludo y un poncho listado. Nuevos, flamantes. Le aparecieron de golpe cuatro anillos, dos en cada mano, y de oro.

El personal de servicio estaba vestido de punta en blanco. Los hombres con guantes, zapatos de charol, pantalón gris, una chaqueta azul con alamares y botones dorados. Parecían generales en un día de desfile. Y las mujeres con guantes, zapatos de charol, blusa rosada y pollera negra. El mismo peinado y la misma sonrisa.

Cuando el hombre entró en el palacio, un caballero de barba que parecía el patrón de los uniformados dijo inclinando la cabeza:

—Señor, lo acompañarán a los aposentos.
—Perfecto —contestó el hombre.
—Pero antes deseo saber qué le apetece para el almuerzo.
— ¿Desea saber qué?
—Qué ordeno para su almuerzo.
—Un puchero completo, que no le falte nada.
— ¿Y de postre?
—Queso y dulce. Mantecoso y batata, preferiblemente.
— ¿Y para beber?
—Tinto y soda.

Lo que llamaban "aposentos" era la exageración de lo increíble. Una cama donde podía dormir y soñar cómodamente una familia entera. Tenía un acolchado con pinturas de pájaros y flores. Almohadas y almohadones mullidos con bordados y encajes. "Para dormir en esta cama —pensaba el hombre— hay que bañarse todos los días y usar un camisón que esté a la altura de las sábanas". De las paredes colgaban tantos tapices, espejos y cuadros que no alcanzaban los ojos para verlos. Mesas recién lustradas con incrustaciones de nácar y piedras preciosas. Sillones y sillas del mismo color y sin fundas, como si esperaran visitas de importancia.  "Así serán los 'aposentos' de los emperadores y los reyes," pensó el hombre.

Ese día lo pasó de asombro en asombro. Comió un puchero completo con vino y soda y un abundante postre, casi doble ración. Después durmió una larga siesta. Después paseó por el parque. Lo acompañaban unos perros finísimos y tan bien educados que a ninguno se le ocurrió olfatear ni levantar una pata frente al tronco de un árbol. Al contrario. Pasaban muy orgullosos sin mirarlo.

Un pobre se acostumbra en poco tiempo a ser rico. A veces en una semana, a veces en unas horas. En cambio, un rico no se acostumbra jamás a ser pobre. Ni en treinta, ni en cincuenta años. El caso es que el hombre que firmó el pacto con el Diablo se acostumbró en minutos a ser rico, en un abrir y cerrar de ojos. Le gustó el buen comer, el dormir a pata suelta, el trato que le daba la gente, y mandar, sobre todo mandar y que le obedecieran. Se sentía tremendamente feliz. Hasta se había olvidado del Diablo.

En un lujoso transatlántico cruzó el océano y paseó por Europa, alojándose en hoteles de primera categoría. Conoció a reyes, sultanes, banqueros y embajadores, y pasó unos días con el Papa en su palacete de Roma. Vivió así, como un duque, sin darse cuenta de que pasaban los años.

Se casó. La mujer era joven y hermosa, y él tan dichoso que el tiempo se le iba volando. A veces creía que era ayer y era pasado mañana.

Una noche de tormenta se desveló. No podía conciliar el sueño, y mientras contaba ovejas para dormirse recordó la cita con el Diablo. Además, para no olvidarse, tenía escondido en la mesa de luz un cartón misterioso con números y dibujos que solamente él podía descifrarlo: "El veinticinco de abril de mil novecientos noventa a las doce de la noche con el Diablo en el monte cerca del peñón".

Una tarde, el 15 de octubre de 1989, al abrir el cajón de la mesa de luz, se encontró con el cartoncito. Sacó cuentas con los dedos y se pegó un enorme julepe. Fue la primera vez que sintió tanto miedo, un miedo atroz, con chuchos de frío y sudor en las palmas de las manos. "Me quedan solamente seis meses y diez días. No hay tiempo que perder", se dijo.

Y salió a buscar la edad del Diablo. Fue un viaje enloquecedor. Todo avión. Estuvo en Bolivia, nada. Nada en Ecuador. Nada en Venezuela. En México se enteró de que el primer Diablo llegó a América con Cristóbal Colón y el ajetreo de la carabela y los olores de a bordo le hicieron perder la memoria. Fue a Estados Unidos y un economista lo envió a la capital asegurándole que un grupo de diablos se reunía en una casa pintada de blanco.

Allí no consiguió ninguna información y lo enviaron a Inglaterra para que viera en Londres a una metálica Diablesa, y ella le dijo: "De años no sé, ni pregunto; trato de ocultar los míos". Estuvo en China, en la India, y no lo conocían. En Persia se entrevistó con un matemático, que le dijo: "Tiene tantos años que no alcanzan los números para contarlos". En Alemania le dijo un filósofo: "Cuando nació estaba creado. Por lo tanto, no tiene edad". En Francia un quiromántico le dijo "De tanto apantallar fuego se le borró la edad en las líneas de las manos".

Y regresó totalmente desconsolado. Había recorrido el mundo y nadie supo decirle la edad del Diablo. Ni magos, ni sabios, ni adivinos, ni brujos. Nadie. La noche de la cita se acercaba. Pasaron Navidad y Fin de Año, pasaron Reyes y Carnaval. Y nada. El hombre cada vez más triste, más pálido y ojeroso. Y cuando faltaban apenas dos días el hombre le revela el secreto a su mujer:

—Te voy a contar lo que me ha sucedido. Todas nuestras riquezas se las debo al Diablo. El me dio dinero y poder a cambio de que le adivine la edad en un plazo de veinte años, y si no la adivino seré su esclavo. Sólo faltan dos días para que se cumpla el plazo. Estoy perdido.
—No te preocupes —respondió la mujer—. Yo voy a solucionar este problema. Es muy sencillo.
— ¿Sencillo?
—Sí, muy sencillo. Déjalo por mi cuenta.
— ¿Pero cómo le vas a adivinar la edad al Diablo en dos días si yo en veinte años no he podido?
—Vos, tranquilo. Vas a ver. Primero hay que cazar pájaros. Todo el personal del palacio debe ir a cazar pájaros. Cuantos más traigan, mejor.
—Sí, ¿y después?
—Después, ya verás.

Todo el personal salió en busca de pájaros. Regresaron con las jaulas llenas.

—Ahora hay que matarlos y quitarles las plumas —ordenó la mujer.

Los mataron y les quitaron las plumas.

—Ahora hay que poner las plumas en un tanque.

Pusieron las plumas en un tanque.

—Ahora hay que traer varios frascos de miel.

Trajeron varios frascos de miel.

—Ahora hay que volcar la miel en otro tanque.

La mujer se quitó la ropa, los zapatos, las medias y se metió desnuda en un tanque. Se cubrió con miel desde la punta del pelo hasta la punta del pie y pasó al otro tanque y empezó a dar vueltas y vueltas, a revolcarse como una cobra, y salió hecha un plumero.

—Ahora vamos al lugar de la cita.

El hombre la llevó al monte y se detuvieron frente a una peña. Ahí se quedó ella, inmóvil. Parecía una estatua. Ni estornudaba por no perder una pluma.

El hombre se escondió detrás de un árbol y justo a la medianoche se escucha un trueno, un ruido tremendioso como si se resquebrajara y ¡zas! se presenta el Diablo. Da un salto y al encontrarse con un pájaro tan extraño se sorprende y se pregunta: ¿Qué pájaro será este pájaro?". Retrocede y lo observa detenidamente. "Nandú no es —dice—; gallareta no es; tampoco es garza ni gavilán." Y empieza a dar vueltas alrededor del pájaro con más colores que el arcoiris. Va calladito, calladito. Se detiene, se acerca, lo mira bien y vuelve a preguntarse: "¿Dónde tendrá el pico y qué comerá este pájaro?". Lo toca por un sitio y huele. "¡Puff! Este pájaro sí que tiene el pico blandito y hediondo. ¿Qué comerá este pájaro?" Y pregunta en alta voz:

— ¿Qué comes? Decíme: ¿qué comes?

Entonces el pájaro, la mujer, responde:

—Jua gua... Jua gua.
— ¡Caramba! —exclama el Diablo—. En mis cuatrocientos ochenta y cinco mil quinientos cuarenta y seis años jamás me había encontrado con un pájaro tan raro y que comiera juaguá. 

Y mientras la mujer se iba dando saltos, el hombre subió a la peña y se quedó esperando. El Diablo lo reconoció y dijo:

—Puntual. Acaban de dar las doce.
—Usted también fue puntual —respondió el hombre.
— ¿Adivinó?
—Cuatrocientos ochenta y cinco mil quinientos cuarenta y seis años.
—Ni uno más ni uno menos —dijo el Diablo.

Y desapareció.

sábado, 2 de mayo de 2015

Sennin - Ryunosuke Akutagawa

Ayer fue "El día del trabajador" y como trabajé - estoy de guardia - me fue imposible publicar el cuento que tenía pensado para este día y que, además, es uno más de la seguidilla que estamos haciendo sobre como los deseos determinan nuestras vidas :D
En este caso, el personaje, Gonsuké, un hombre muy trabajador, cae a una agencia de empleo con el deseo que marcará el resto de su existencia: convertirse en un Sennin. Pero, ¿qué es un Sennin? Según el folclore chino se trata de un hombre con ciertos poderes que le permiten poder volar a su antojo además de tener una vida extremadamente longeva. Ahora, estamos hablando de un cuento japonés... La cuestión es que "Sennin" es el título que le puso J. L. Borges allá en los 60s cuando lo tradujo al español a partir de una traducción en inglés - esa es la que yo leí. Desconozco el año exacto de la primera publicación en Japón pero ha de ser entre 1917 y 1927. 
"Sennin" es también conocido como "El mago" gracias a una nueva traducción, directa del japonés, publicada por Candaya en el libro "El mago" que contiene trece cuentos de Ryunosuke Akutagawa. Tengo entendido que la reciente publicación de Candaya constituye la primera traducción directa del japonés pero no la encontré en internet por lo que compartiré la de Borges.
Publiqué tiempo atrás un cuento de Ryunosuke Akutagawa, Rashomon, aunque con otro estilo, mucho más oscuro. Espero que les gusto :D



Sennin

Un hombre que quería emplearse como sirviente llegó una vez a la ciudad de Osaka. No sé su verdadero nombre, lo conocían por el nombre de sirviente, Gonsuké, pues él era, después de todo, un sirviente para cualquier trabajo.

Este hombre -que nosotros llamaremos Gonsuké- fue a una agencia de COLOCACIONES PARA CUALQUIER TRABAJO, y dijo al empleado que estaba filmando su larga pipa de bambú: 

- Por favor, señor Empleado, yo desearía ser un sennin. ¿ Tendría usted la gentileza de buscar una familia que me enseñara el secreto de serlo, mientras trabajo como sirviente?

El empleado, atónito, quedó sin habla durante un rato, por el ambicioso pedido de su cliente.

- ¿No me oyó usted, señor Empleado? dijo Gonsuké-. Yo deseo ser un sennin. ¿Quisiera usted buscar una familia que me tome de sirviente y me revele el secreto?
- Lamentamos desilusionarlo -musitó el empleado, volviendo a fumar su olvidada pipa-, pero ni una sola vez en nuestra larga carrera comercial hemos tenido que buscar un empleo para aspirantes al grado de sennin. Si usted fuera a otra agencia, quizá...

Gonsuké se le acercó más, rozándolo con sus presuntuosas rodillas, de pantalón azul, y empezó a argüir de esta manera:

- Ya, ya, señor, eso no es muy correcto. ¿Acaso no dice el cartel COLOCACIONES PARA CUALQUIER TRABAJO? Puesto que promete cualquier trabajo, usted debe conseguir cualquier trabajo que le pidamos. Usted está mintiendo intencionadamente, si no lo cumple.

Frente a su argumento tan razonable, el empleado no censuró el explosivo enojo:

- Puedo asegurarle, señor Forastero, que no hay ningún engaño. Todo es correcto -se apresuró a alegar el empleado-; pero si usted insiste en su extraño pedido, le rogaré que se dé otra vuelta por aquí mañana. Trataremos de conseguir lo que nos pide.

Para desentenderse, el empleado hizo esa promesa, y logró, momentáneamente por lo menos, que Gonsuké se fuera. No es necesario decir, sin embargo, que no tenía la posibilidad de conseguir una casa donde pudieran enseñar a un sirviente los secretos para ser un sennin. De modo que al deshacerse del visitante, el empleado acudió a la casa de un médico vecino.

Le contó la historia del extraño cliente y le preguntó ansiosamente:

- Doctor, ¿qué familia cree usted que podría hacer de este muchacho un sennin, con rapidez?

Aparentemente, la pregunta desconcertó al doctor. Quedó pensando un rato, con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplando vagamente un gran pino del jardín. Fue la mujer del doctor, una mujer muy astuta, conocida como la Vieja Zorra, quien contestó por él al oír la historia del empleado.

- Nada más simple. Envíelo aquí. En un par de años lo haremos sennin.
- ¿Lo hará usted realmente, señora? ¡Sería maravilloso! No sé cómo agradecerle su amable oferta. Pero le confieso que me di cuenta desde el comienzo que algo relaciona a un doctor con un sennin.

El empleado, que felizmente ignoraba los designios de la mujer, agradeció una y otra vez, y se alejó con gran júbilo.

Nuestro doctor lo siguió con la vista; parecía muy contrariado; luego, volviéndose hacia la mujer, le regañó malhumorado:

- Tonta, ¿te has dado cuenta de la tontería que has hecho y dicho? ¿Qué harías si el tipo empezara a quejarse algún día de que no le hemos enseñado ni una pizca de tu bendita promesa después de tantos años?

La mujer, lejos de pedirle perdón, se volvió hacia él y graznó:

- Estúpido. Mejor no te metas. Un atolondrado tan estúpidamente tonto como tú, apenas podría arañar lo suficiente en este mundo de te comeré o me comerás, para mantener alma y cuerpo unidos.

Esta frase hizo callar a su marido.

A la mañana siguiente, como había sido acordado, el empleado llevó a su rústico cliente a la casa del doctor. Como había sido criado en el campo, Gonsuké se presentó aquel día ceremoniosamente vestido con haori hakama, quizá en honor de tan importante ocasión.

Gonsuké aparentemente no se diferenciaba en manera alguna del campesino corriente: fue una pequeña sorpresa para el doctor, que esperaba ver algo inusitado en la apariencia del aspirante a sennin. El doctor lo miró con curiosidad, como a un animal exótico traído de la lejana India, y luego dijo:

- Me dijeron que usted desea ser un sennin, y yo tengo mucha curiosidad por saber quién le ha metido esa idea en la cabeza.
- Bien, señor, no es mucho lo que puedo decirle -replicó Gonsuké-. Realmente fue muy simple: cuando vine por primera vez a esta ciudad y miré el gran castillo, pensé de esta manera: que hasta nuestro gran gobernante Taiko, que vive allá, debe morir algún día; que usted puede vivir suntuosamente, pero aun así volverá al polvo como el resto de nosotros. En resumidas cuentas, que toda nuestra vida es un sueño pasajero... justamente lo que sentía en ese instante.
- Entonces -prontamente la Vieja Zorra se introdujo en la conversación-, ¿haría usted cualquier cosa con tal de ser un sennin?
- Sí, señora, con tal de serlo.
- Muy bien. Entonces usted vivirá aquí y trabajará para nosotros durante veinte años a partir de hoy y, al término del plazo, será el feliz poseedor del secreto.
- ¿Es verdad, señora? Le quedaré muy agradecido.
- Pero -añadió ella-, durante veinte años usted no recibirá de nosotros ni un centavo de sueldo. ¿De acuerdo?
- Sí, señora. Gracias, señora. Estoy de acuerdo en todo.

De esta manera empezaron a transcurrir los veinte años, que pasó Gonsuké al servicio del doctor. Gonsuké acarreaba agua del pozo, cortaba la leña, preparaba las comidas y hacía todo el fregado y el barrido. Pero esto no era todo; tenía que seguir al doctor en sus visitas, cargando en sus espaldas el gran botiquín. Ni siquiera por todo este trabajo Gonsuké pidió un solo centavo. En verdad, en todo el Japón, no se hubiera encontrado mejor sirviente por menos sueldo.

Pasaron por fin los veinte años y Gonsuké, vestido otra vez ceremoniosamente con su almidonado haori como la primera vez que lo vieron, se presentó ante los dueños de casa.

Les expresó su agradecimiento por todas las bondades recibidas durante los pasados veinte años.

- Y ahora, señor -prosiguió Gonsuké-, ¿quisieran ustedes enseñarme hoy, como lo prometieron hace veinte años, cómo se llega a ser sennin y alcanzar juventud eterna e inmortalidad?
- Y ahora, ¿qué hacemos? -suspiró el doctor al oír la petición. Después de haberlo hecho trabajar durante veinte largos años por nada, ¿cómo podría en nombre de la humanidad decir ahora a su sirviente que nada sabia respecto al secreto de los sennin? El doctor se desentendió diciendo que no era él sino su mujer quien sabía los secretos.
- Usted tiene que pedirle a ella que se lo diga -concluyó el doctor y se alejó torpemente.

La mujer, sin embargo, suave e imperturbable, dijo:

- Muy bien, entonces se lo enseñaré yo; pero tenga en cuenta que usted debe hacer lo que yo le diga, por difícil que le parezca. De otra manera, nunca podría ser un sennin; y además, tendría que trabajar para nosotros otros veinte años, sin paga, de lo contrario, créame, el Dios Todopoderoso lo destruirá en el acto.
- Muy bien, señora, haré cualquier cosa por difícil que sea contestó Gonsuké. Estaba muy contento y esperaba que ella hablara.
- Bueno -dijo ella-, entonces trepe a ese pino del jardín.

Desconociendo por completo los secretos, sus intenciones habían sido simplemente imponerle cualquier tarea imposible de cumplir para asegurarse sus servicios gratis por otros veinte años. Sin embargo, al oír la orden, Gonsuké empezó a trepar al árbol, sin vacilación.

- Más alto -le gritaba ella-, más alto, hasta la cima.

De pie en el borde de la baranda, ella erguía el cuello para ver mejor a su sirviente sobre el árbol; vio su haori flotando en lo alto, entre las ramas más altas de ese pino tan alto.

- Ahora suelte la mano derecha.

Gonsuké se aferró al pino lo más que pudo con la mano izquierda y cautelosamente dejó libre la derecha.

- Suelte también la mano izquierda.
- Ven, ven, mi buena mujer -dijo al fin su marido, atisbando las alturas-. Tú sabes que si el campesino suelta la rama, caerá al suelo. Allá abajo hay una gran piedra y, tan seguro como yo soy doctor, será hombre muerto.
- En este momento no quiero ninguno de tus preciosos consejos. Déjame tranquila. ¡He! ¡Hombre! Suelte la mano izquierda. ¿Me oye?

En cuanto ella habló, Gonsuké levantó la vacilante mano izquierda. Con las dos manos fuera de la rama ¿cómo podría mantenerse sobre el árbol? Después, cuando el doctor y su mujer retomaron aliento, Gonsuké y su haori se divisaron desprendidos de la rama, y luego... y luego... Pero ¿qué es eso? ¡Gonsuké se detuvo! ¡se detuvo! en medio del aire, en vez de caer como un ladrillo, y allá arriba quedó, en plena luz del mediodía, suspendido como una marioneta.

- Les estoy agradecido a los dos, desde lo más profundo de mi corazón. Ustedes me han hecho un sennin -dijo Gonsuké desde lo alto.

Se le vio hacerles una respetuosa reverencia y luego comenzó a subir cada vez más alto, dando suaves pasos en el cielo azul, hasta transformarse en un puntito y desaparecer entre las nubes.