Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

viernes, 26 de junio de 2015

Los tres cerditos - Roald Dahl - Cuentos en verso para niños perversos

Hoy traigo el último cuento que completa el libro "Cuentos en verso para niños perversos" de Roald Dahl. La historia es "Los tres cerditos". Ya leímos hace tiempo "¡La verdadera historia de los tres cerditos!", versión que nos relata lo sucedido desde el punto de vista del lobo. Hoy leamos esta cómica versión.




LOS TRES CERDITOS

El animal mejor que yo recuerdo
es, con mucho y sin duda alguna, el cerdo.
El cerdo es bestia lista, es bestia amable,
es bestia noble, hermosa y agradable.
Mas, como en toda regla hay excepción,
también hay algún cerdo tontorrón.
Dígame usted si no: ¿qué pensaría
si, paseando por el Bosque un día,
topara con un cerdo que trabaja
haciéndose una gran casa... de paja?
El Lobo, que esto vio, pensó: "Ese idiota
debe estar fatal de la pelota...
"¡Cerdito, por favor, déjame entrar!".
"¡Ay no, que eres el Lobo, eso ni hablar!".
"¡Pues soplaré con más fuerza que el viento
y aplastaré tu casa en un momento!".
Y por más que rezó la criatura
el lobo destruyó su arquitectura.
"¡Qué afortunado soy! -pensó el bribón-.
¡Veo la vida de color jamón!".
Porque de aquel cerdito, al fin y al cabo,
ni se salvó el hogar ni quedó el rabo.

El Lobo siguió dando su paseo,
pero un rato después gritó: "¿Qué veo?
¡Otro lechón adicto al bricolaje
haciéndose una casa... de ramaje!
¡Cerdito, por favor, déjame entrar!".
"¡Ay no, que eres el Lobo, eso ni hablar!".
"¡Pues soplaré con más fuerza que el viento
y aplastaré tu casa en un momento!".
Farfulló el Lobo: "¡Ya verás, lechón!",
y se lanzó a soplar como un tifón.
El cerdo gritó: "¡No hace tanto rato
que te has desayunado! Hagamos un trato...".
El Lobo dijo: "¡Harás lo que yo diga!".
Y pronto estuvo el cerdo en su barriga.
"No ha sido mal almuerzo el que hemos hecho,
pero aún no estoy del todo satisfecho
-se dijo el Lobo-. No me importaría
comerme otro cochino a mediodía".
De modo que, con paso subrepticio,
la fiera se acercó hasta otro edificio
en cuyo comedor otro marrano
trataba de ocultarse del villano.
La diferencia estaba en que el tercero,
de los tres era el menos majadero
y que, por si las moscas, el muy pillo
se había hecho la casa... ¡de ladrillo!
"¡Conmigo no podrás!", exclamó el cerdo.
"¡Tú debes de pensar que yo soy lerdo!
-le dijo el Lobo-. ¡No habrá quien impida
que tumbe de un soplido tu guarida!".
"Nunca podrá soplar lo suficiente
para arruinar mansión tan resistente",
le contestó el cochino con razón,
pues resistió la casa el ventarrón.
"Si no la puedo hacer volar soplando,
la volaré con pólvora... y andando",
dijo la bestia, y el lechón sagaz
que aquello oyó, chilló: "¡Serás capaz!"
y, lleno de zozobra y de congoja,
un número marcó: "¿Familia Roja?".
"¡Aló! ¿Quién llama? -le contestó ella-.
¡Guarrete! ¿Cómo estás? Yo aquí, tan bella
como acostumbro, ¿y tú?". "Caperu, escucha.
Ven aquí en cuanto salgas de la ducha".
"¿Qué pasa?", preguntó Caperucita.
"Que el Lobo quiere darme dinamita,
y como tú de Lobos sabes mucho,
quizá puedas dejarle sin cartuchos".
"¡Querido marranín, cerdito guapo!
Estaba proyectando irme de trapos,
así que, aunque me da cierta pereza,
iré en cuanto me seque la cabeza".

Poco después Caperu atravesaba
el Bosque de este cuento. El Lobo estaba
en medio del camino, con los dientes
brillando cual puñales relucientes,
los ojos como brasas encendidas,
todo él lleno de impulsos homicidas.
Pero Caperucita, -ahora de pie volvió
a sacarse el arma del corsé
y alcanzó al Lobo en punto tan vital
que la lesión le resultó fatal.
El cerdo, que observaba ojo avizor,
gritó: "¡Caperucita es la mejor!".

¡Ay, puerco ingenuo! Tu pecado fue
fiarte de la chica del corsé.
Porque Caperu luce últimamente
no sólo dos pellizas imponentes
de Lobo, sino un maletín de mano
hecho con la mejor... ¡piel de marrano!

domingo, 21 de junio de 2015

Caperucita Roja y el Lobo - Roald Dahl - Cuentos en verso para niños perversos

¡Ayer vi por primera vez en la librería el libro "Cuentos en verso para niños perversos"!, una genialidad de Roald Dahl, el autor de, entre otros libros, "Charlie y la fábrica de chocolate" que se encuentra completo en el blog (has click en el título del libro y te llevará a él). Se ve que lo están publicando nuevamente... 
En ese momento recordé que apenas me quedan dos cuentos para que esté subido completo en el blog, por ello, aquí va uno de los que faltaba: "Caperucita roja y el lobo", versión "Cuentos en verso para niños perversos
Y de yapa, les recuerdo que las versión original de Charles Perrault y la elegida por los Hermanos Grimm, se encuentran en los siguientes links del blog: "Caperucita Roja - Charles Perrault" y "Caperucita Roja - Los hermanos Grimm"



Caperucita Roja y el Lobo

Estando una mañana haciendo el bobo
le entró un hambre espantosa al Señor Lobo,
así que, para echarse algo a la muela,
se fue corriendo a casa de la Abuela.
"¿Puedo pasar, Señora?", preguntó.
La pobre anciana, al verlo, se asustó
pensando: "¡Este me come de un bocado!".
Y, claro, no se había equivocado:
se convirtió la Abuela en alimento
en menos tiempo del que aquí te cuento.
Lo malo es que era flaca y tan huesuda
que al Lobo no le fue de gran ayuda:
"Sigo teniendo un hambre aterradora...
¡Tendré que merendarme otra señora!".
Y, al no encontrar ninguna en la nevera,
gruñó con impaciencia aquella fiera:
"¡Esperaré sentado hasta que vuelva
Caperucita Roja de la Selva!"
-que así llamaba al Bosque la alimaña,
creyéndose en Brasil y no en España-.
Y porque no se viera su fiereza,
se disfrazó de abuela con presteza,
se dio laca en las uñas y en el pelo,
se puso la gran falda gris de vuelo,
zapatos, sombrerito, una chaqueta
y se sentó en espera de la nieta.
Llegó por fin Caperu a mediodía
y dijo: "¿Cómo estás, abuela mía?
Por cierto, ¡me impresionan tus orejas!".
"Para mejor oírte, que las viejas
somos un poco sordas". "¡Abuelita,
qué ojos tan grandes tienes!". "Claro, hijita,
son las lentillas nuevas que me ha puesto
para que pueda verte Don Ernesto
el oculista", dijo el animal
mirándola con gesto angelical
mientras se le ocurría que la chica
iba a saberle mil veces más rica
que el rancho precedente. De repente
Caperucita dijo: "¡Qué imponente
abrigo de piel llevas este invierno!".
El Lobo, estupefacto, dijo: "¡Un cuerno!
O no sabes el cuento o tú me mientes:
¡Ahora te toca hablarme de mis dientes!
¿Me estás tomando el pelo...? Oye, mocosa,
te comeré ahora mismo y a otra cosa".
Pero ella se sentó en un canapé
y se sacó un revólver del corsé,
con calma apuntó bien a la cabeza
y -¡pam!- allí cayó la buena pieza.

Al poco tiempo vi a Caperucita
cruzando por el Bosque... ¡Pobrecita!
¿Sabéis lo que llevaba la infeliz?
Pues nada menos que un tapado
que a mí me pareció de piel de un lobo
que estuvo una mañana haciendo el bobo.


viernes, 19 de junio de 2015

El árbol del orgullo - G. K Chesterton

Me gustó este cuento cuando lo leí. Creo que hay cierto placer en los momentos cuando se hace justicia.
Gilbert Keith Chesterton nació en Londres en 1874. Su obra es muy amplia. Según la antología que yo tengo "El árbol del orgullo" (1922) se incluyó en el libro de cuentos "El hombre que sabía demasiado". Sin embargo, encontré en internet que en realidad pertenece a "Los árboles del orgullo"... En fin, mejor es leerlo.
 


El árbol del orgullo

"Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la transmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles. Pero dicen que cuando vino la primavera todos los árboles dieron hojas, salvo este que dio plumas que eran estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación, el pecado se reveló."

jueves, 4 de junio de 2015

Los cautivos de Longjumeau - Léon Bloy

Estoy segura de que todos tenemos pequeñas trabas que nos impiden avanzar en algún aspecto de nuestras vidas. Con esfuerzo, trabajando en nosotros mismos, podemos superarlas y avanzar. Pero, ¿qué sucedería si nuestras trabas no fueran psicológicas sino algo más real y tangible?, ¿algo inexplicable, cercano a la magia, pero que ahí está para complicarnos la existencia? ¿Y si nada de lo que hicieramos fuera suficiente para liberarnos? ¿Y si aquel impedimento fuera nuestra cárcel por toda la eternidad?
Este es el caso del señor y la señora Fourmi, dos amantes de los viajes que, sin embargo, no logran salir de sus casas.
Léon Bloy nació en Francia en 1864 y fue autor de varios cuentos, ensayos y novelas. En vida no fue un personaje muy querido, aparentemente. Devoto católico, fue acusado de antisemita y de ocultista. Dicen que siempre fue más apreciado fuera que dentro de su país que no fue hasta 70 años después de su muerte (1917) que se lo reconoció.




Los cautivos de Longjumeau

El Postillón de Longjumeau anunciaba ayer el deplora­ble fin de los Fourmi. Esta hoja tan recomendable por la abundancia y por la calidad de su información, se perdía en conjeturas sobre las misteriosas causas de la desesperación que había precipitado al suicidio a esta pareja, considerada tan feliz.

Casados muy jóvenes, y despertando cada día a una nueva luna de miel, no habían salido de la ciudad ni un solo día.

Aliviados por previsión paterna de las inquietudes pe­cuniarias que suelen envenenar la vida conyugal, amplia­mente provistos, al contrario, de lo requerido para endulzar un género de unión legítima, sin duda, pero poco conforme a ese afán de vicisitudes amorosas que impulsa al versátil ser humano, realizaban, a los ojos del mundo, el milagro de la ternura a perpetuidad.

Una hermosa tarde de mayo, el día que siguió a la caída del señor Thiers, aparecieron en el tren de circunvalación con sus padres, venidos para instalarlos en la propiedad deliciosa que albergaría su dicha.

Los longjumelianos de corazón puro contemplaron con enternecimiento a esta linda pareja, que el veterinario com­paró sin titubear a Pablo y Virginia.

En efecto, ese día estaban muy bien y parecían niños pálidos de gran casa.

Maitre Piécu, el notario más importante de la región, les había adquirido, en las puertas de la ciudad, un nido de verdura, que los muertos hubieran envidiado. Pues hay que convenir que el jardín hacía pensar en un cementerio aban­donado. Este aspecto no debió desagradarles, pues no hicie­ron, en lo sucesivo, ningún cambio y dejaron que las plantas crecieran a su arbitrio.

Para servirme de una expresión profundamente original de Maitre Piécu, vivieron en las nubes, sin ver casi a nadie, no por maldad o desprecio, sino, sencillamente, porque no se les ocurría.

Además, hubiera sido necesario soltarse por algunas horas o algunos minutos, interrumpir los éxtasis, y a fe mía, dada la brevedad de la vida, les faltaba el valor para ello. Uno de los hombres más grandes de la Edad Media, el maestro Juan Tauler, cuenta la historia de un ermitaño a quien un visitante inoportuno pidió un objeto que estaba en su celda. El ermitaño tuvo que entrar a buscar el objeto. Pero al entrar olvidó cuál era, pues la imagen de las cosas exteriores no podía grabarse en su mente. Salió pues y rogó al visitante le repitiera lo que deseba. Este renovó el pedido. El solitario volvió a entrar, pero antes de tomar el objeto, ya había olvidado cuál era. Después de muchas tentativas, se vio obligado a decir al importuno.

-Entre y busque usted mismo lo que desea, pues yo no puedo conservar su imagen lo bastante para hacer lo que me pide.

Con frecuencia, el señor y la señora Fourmi me han hecho pensar en el ermitaño. Hubieran dado gustosos todo lo que se les pidiera si lo hubieran recordado un solo ins­tante.

Sus distracciones eran célebres y se comentaban hasta en Corbeil. Sin embargo, esto no parecía afectarlos, y la funesta resolución que ha concluido con sus vidas tan gene­ralmente envidiadas tiene que parecer inexplicable.

Una carta ya antigua de ese desdichado Fourmi, a quien conocí de soltero, me ha permitido reconstruir, por induc­ción, toda su lamentable historia.

He aquí la carta. Se verá, quizá, que mi amigo no era ni un loco, ni un imbécil.

"... Por décima o vigésima vez, querido amigo, faltamos a nuestra palabra, infamemente. Por paciente que seas, su­pongo que ya estarás harto de invitarnos. La verdad es que esta última vez, como las anteriores, no tenemos excusa, mi mujer y yo. Te habíamos escrito que contaras con nosotros y no teníamos absolutamente nada que hacer. Sin embargo, hemos perdido el tren, como siempre.

"Hace quince años que perdemos todos los trenes y todos los vehículos públicos, hagamos lo que hagamos. Es horriblemente estúpido, es de un atroz ridículo, pero em­piezo a creer que el mal no tiene remedio. Somos víctimas de una grotesca fatalidad. Todo es inútil. Para alcanzar el tren de las ocho, por ejemplo, hemos ensayado levantarnos a las tres de la mañana, y hasta pasar la noche en vela. Y bien, amigo mío, en el último momento, se incendiaba la chimenea, a medio camino se me recalcaba un pie, el ves­tido de Julieta se enganchaba en alguna zarza, nos quedá­bamos dormidos en la sala de espera, sin que ni la llegada del tren ni los gritos del empleado nos despertaran a tiem­po, etcétera, etcétera... La última vez olvidé mi portamone­das. En fin, te repito, hace quince años que esto dura y siento que ahí está nuestro principio de muerte. Por esa causa tú lo sabes, todo lo he malogrado, me he disgustado con todo el mundo, paso por un monstruo de egoísmo, y mi pobre Julieta se ve envuelta, claro está, en la misma reprobación. Desde nuestra llegada a este lugar maldito, hemos faltado a setenta y cuatro entierros, a doce casamientos, a treinta bautismos, a un millar de visitas o diligencias indis­pensables. He dejado que reventara mi suegra sin volver a verla ni una sola vez, aunque estuvo enferma cerca de un año, cosa que nos privó de tres cuartas partes de su heren­cia, que nos escamoteó furiosa, en un codicilo, la víspera de su muerte.

"No acabaría con la enumeración de las torpezas y de los fracasos ocasionados por la circunstancia increíble de que jamás pudimos alejarnos de Longjumeau. Para decirlo en una palabra, somos cautivos, ya sin esperanza, y vemos acercarse el momento en que esta condición de galeotes se nos hará insoportable..."

Suprimo el resto en que mi pobre amigo me confiaba cosas demasiado íntimas. Pero doy mi palabra de honor, de que no era un hombre vulgar, de que fue digno de la adora­ción de su mujer y de que esos dos seres merecerían algo mejor que acabar estúpida e indecentemente como han aca­bado.

Ciertas particularidades que me permito reservar me sugieren la idea de que la infortunada pareja era realmente víctima de una maquinación tenebrosa del Enemigo del hombre, que los condujo, por medio de un notario eviden­temente infernal, a ese rincón maléfico de Longjumeau de donde no ha habido poder humano que los arranque. Creo, en verdad, que no podían huir, que había alrededor de su morada un cordón de tropas invisibles, cuidadosamente elegidas para sitiarlos, contra las cuales era inútil toda energía.

El signo, para mí, de una influencia diabólica es que los Fourmi vivían devorados por la pasión de los viajes. Esos cautivos eran, por naturaleza, esencialmente migratorios.

Antes de unirse, habían tenido la sed de rodar tierras. Cuando no eran más que novios, fueron vistos en Enghien, en Choisy-le-Roi, en Meudon, en Clamart, en Montre-tout. Un día alcanzaron hasta Saint-Germain.

En Longjumeau, que les parecía una isla de Oceanía, esta rabia de exploraciones audaces, de aventuras por mar y tierra, se había exasperado.

Su casa estaba abarrotada de globos terráqueos y de planisferios, de atlas ingleses y de atlas germánicos. Hasta tenían un mapa de la luna publicado por Gotha bajo la direc­ción de un botarate llamado Justus Perthes.

Cuando no se entregaban al amor, leían juntos historias de navegantes célebres, libros exclusivos de esa biblioteca; no había diario de viajes, Tour du Monde o boletín de socie­dad geográfica, del que no fueran suscritores. Llovían en la casa, sin intermitencia, las guías de ferrocarril y los pros­pectos de las agencias marítimas.

Cosa increíble, sus baúles estaban siempre listos. Siempre estuvieron a punto de partir, de realizar un viaje interminable a los países más lejanos, más peligrosos o más inexplorados.

He recibido como cuarenta telegramas anunciándome su partida inminente para Borneo, la Tierra del Fuego, Nue­va Zelanda o Groenlandia.

Muchas veces, en efecto, estuvieron a un ápice de la partida. Pero el hecho es que no partían, que no partieron jamás porque no podían y no debían partir. Los átomos y las moléculas se coaligaban para sujetarlos.

Un día, sin embargo, hará diez años, creyeron escapar. Habían conseguido, contra toda esperanza, meterse en un vagón de primera clase que los conduciría a Versalles. ¡Li­bertad! Ahí, sin duda, se rompería el círculo mágico.



El tren se puso en marcha, pero ellos no se movían. Se habían ubicado, naturalmente, en un coche destinado a que­dar en la estación. Había que volver a empezar. El único viaje que debían lograr era evidentemente el que acababan de emprender, ay de mí, y su carácter, que conozco tan bien, me induce a creer que lo prepararon temblando.