Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Los pequeños propietarios - Roberto Arlt

Hoy me sumé a un juego en facebook que decía algo así como "Toma le libro que tengas más cerca, abre en la página 45. La primera oración describe tu vida amorosa". Me pareció que el resultado podría ser muy gracioso y, entonces, tomé "El cuento argentino", una antología editada en 1979. No sé si perteneció a mis abuelos o a mis padres. La selección de cuentos la realizó la archiconocida Beatriz Sarlo e incluye autores como Borgues, Quiroga (si bien de nacimiento era uruguayo - cosas que pasan...), Arlt, Ocampo, Cortázar, Wernicke, Saer y muchos más. El resultado fue:
- Sí... pero le hago un anónimo a máquina.
Sin palabras... Aunque nada tiene que ver con el amor la frase :D Más bien el cuento se relaciona con las miserias humanas, el odio, la envidia...
La frase pertenece a "Los pequeños propietarios" de Roberto Arlt y pertenece a "Los jorobaditos", publicado en 1933. 



Los pequeños propietarios

Cierta noche, Eufrasia, poco después de cenar, le dijo a Joaquín, su esposo:

—¿Sabés?, tengo el presentimiento de que el de al lado le roba materiales al infeliz a quien le está construyendo la casa.

Joaquín la soslayó hosco, con su ojo de vidrio.

—¿De dónde sacás eso?
—Porque hoy al oscurecer vino con el carrito cargado de polvo de ladrillo y tapado con bolsas, para disimular.
—No puede ser.
—Sí, porque ayer traía unos mosaicos debajo del brazo, también envueltos en una bolsa rota. Y se les veía el canto.
—Entonces… ¡quién sabe!...
—Sí…, también me fijé cuando tenía la otra obra. Al principio llegaba temprano con el carrito, después, cuando estaba por terminar, mucho más anochecido, y siempre el carrito tapado. Con ese material deben haber construido la marquesina.

Taciturno, replicó Joaquín:

—Claro, así es fácil construir obras para darle envidia a los otros.

Luego no hablaron más. Cenaron en silencio y el ojo de Joaquín, el corredor y pequeño propietario, estaba tan inmóvil como su otro de vidrio.

Solo al acostarse, cuando Eufrasia iba a apagar la lámpara, dijo sin mirar a su esposo, con la voz ligeramente desnaturalizada por el deseo de que fuera natural;

—Si el dueño de la casa lo supiera…
—Lo hace meter preso —fue el único comentario del tuerto—. Luego se acostaron y ya no hablaron más.

Los dos propietarios se odiaban con rencor tramposo.

Tal sentimiento había madurado al calor de oscuras ignominias, y lo teñía de colores distintos la desemejanza de desgracia que se deseaban. Cosme, el albañil, invocaba sobre la propiedad de Joaquín una catástrofe súbita. No podría especificar, si se lo preguntaran, qué clase de catástrofe era la que le deseaba a su vecino, ya que ésta no llegaba sino en excepcionales casos a la muerte. Y esta falta de imaginación le atormentaba con iras fugaces pero tormentosas, pues estaba seguro de que si concretara su deseo, sería feliz.

En cambio, Joaquín había objetivado este anhelo.

Deseaba que el albañil se arruinara.

Se imaginaba que su vecino no podía pagar las mensualidades del terreno que con poca diferencia de tiempo habían comprado a plazos, y el sencillo acto de representarse la roja bandera de remate flameando en el jardín de Cosme le regocijaba siniestramente. Crujíanle los dientes y su ojo de vidrio traslucía un fulgor más intenso que el otro, al acecho, bajo un fino párpado siempre arrugado.

Dos hechos fueron el origen de este odio.

Cuando Joaquín compró el terreno, pidióle presupuesto, para la casa que pensaba construir, a Cosme, y luego, lógicamente, le dio la obra a otro albañil.

Pero como necesitó utilizar la medianera de su vecino, éste, furioso, le exigió un precio superior al valor natural, y Joaquín, rechinando los dientes, se negó a pagar. Una mañana en que el albañil estaba ausente, hizo colocar las vigas del techo sostenidas provisoriamente por unos parantes, de modo que cuando Cosme llegó era demasiado tarde para detener la obra.

Mas como el importe de ésta era inferior al de la cantidad requerida para sustanciar un litigio ante los tribunales (imposibilidad que lo puso furioso al albañil, pues deseaba arruinar a Joaquín) el asunto fue a parar a un Juzgado de Paz y en el plazo de un año y medio Cosme cruzó sombrío y tempestuoso, sucios salones atestados de oficiales de justicia y palurdos aburridos. Conoció todas las triquiñuelas de los que no quieren pagar y durante numerosos meses buscó en su caletre arduos sistemas para asesinar a su vecino, mas como era muy bruto no se le ocurría nada y al fin, cuando ya desesperaba de la justicia terrestre, cobró.

Pasó el tiempo y este odio creció, ya no con la energía brutal del primer año; porque ahora que ellos estaban en reposo, el rencor maduraba a la sombra, destilando en el alma de los propietarios un jugo que les engordaba los tuétanos rezumándoles en el alma feroces proyectos y cierto goce oscuro y vigilante: el presentimiento de que algún día el otro se “las pagaría”.

La primera puñalada trapera partió del albañil.

Joaquín construyó una piecita sin presentar el plano a la Municipalidad, y lo más grave es que no se hizo colocar el contrapiso, de acuerdo con lo reglamentado en el Digesto.

Cosme lo supo, charlando con el peón de Joaquín en el despacho de bebidas del almacén de la esquina, y puso esta gravísima infracción en conocimiento del Inspector Municipal de zona.

Vino éste y el corredor tuvo que abonar una fuerte multa, pero no sin haber visto antes cómo el inspector destrozaba su hermoso piso de pinotea, a fin de comprobar la infracción.

Aquel día una lágrima cayó de su ojo de vidrio, mientras Eufrasia maldecía en la cocina el poco carácter de su esposo en no irle a buscar querella al albañil. Y éste esa noche se sumergió en su camastro mascullando dulces palabras torvas.

Siete meses después el albañil compró un carro y un caballo para transportar sus materiales a la obra, pero por negligencia, no construyó la caballeriza de acuerdo a las disposiciones del Digesto Municipal. Joaquín, so pretexto de examinar su techo, subió al de Cosme, estudió aquel establo provisorio, luego se hizo recomendar a un inspector, y un buen día el albañil fue sorprendido por una multa, amén la orden de construir la caballeriza que le costó más que el carro y el caballo.

El éxito de estas cuchilladas lubrificadas con jurisprudencia, no marchitaba aquel odio.

Joaquín no podía verle a Cosme sin estremecerse de rabia, y la grosera figura del otro le espantaba hasta la repulsión física, pues el albañil era pequeño, morrudo, cargado de espaldas, y en su cara biliosa, había siempre sonriendo, impúdicos, dos ojuelos verdes. Su voz surgía sesgada, recargada del sonido “guee”, y cuando Joaquín le escuchaba se escalofriaba hasta el malestar físico. Y sin embargo charlaban.

Porque a veces conversaban. El tema era el desmesurado costo de los ladrillos, o cualquier otra cosa.
Joaquín, que necesitaba mil ladrillos para el invierno próximo, comentaba:

—Dicen que van a subir a cuarenta el mil.
—A cuarenta y cinco.
—Pero eso es un escándalo. ¿Se da cuenta usted? Diez pesos de aumento el mil.

Y por esos cinco pesos de exceso que tendría que pagar dentro de cuatro meses, se estaba una hora protestando con el otro contra el país y sus leyes, solidarizados por la común desgracia del costo del material.

Sentían el placer de ser avaros, y, a la inversa de la gente de otra condición, en vez de ocultar el defecto lo exhibían como una virtud, regodeándose en su tacañería.

Y Joaquín, que era más sensible y romántico que Cosme, cuando conversaba de estas miserias, le parecía ser igual al dueño de un conventillo de la calle Loyola, y entonces insistía en su argumento, esperanzado de llegar a ser algún día un propietario gordo, que a la puerta de su casa remienda la tapia con un balde lleno de tierra romana.

Y lo único que se reprochaba era no ser demasiado mezquino.

A pesar de esta aparente cordialidad, cuando conversaba con el albañil, le parecía entrever en las verdes pupilas del otro, un alma inmóvil, pesada como un monstruo de carne cruda, que entorpecía sus sensaciones, suspendiéndole en una sonrisa tímida, de la áspera cháchara de Cosme.

Y no discutía con él, sino que, por lo general, asentía a lo que el albañil decía, mientras que todos los nervios se le sublevaban en una contracción silenciosa, que al transcurrir los siguientes días se traducía en sus pensamientos en una crispadura roja, como la de una epidermis cicatrizada después de una quemadura. Y sus pensamientos, semejantes a sanguijuelas, se movían en un mundo homicida y fangoso.

En cambio, el albañil se veía caer sobre Joaquín con un puñal en la izquierda.

Era en la esquina lúgubre de su casa, con los desperdicios de basura en la vereda de tierra, y el farol de nafta iluminando con su luz amarilla un círculo del que Cosme brotaba cuando pasaba el tuerto.

En tanto, sus deseos no se consumaban, desacreditaba la casa, y cuando Joaquín quiso venderla, y recibió la visita de un comprador, Cosme, que escuchó la conversación por la baja tapia del fondo, siguió al desconocido, y una vez que este se hubo separado de Joaquín, lo interpeló, convenciéndole de que la casa estaba construida con pésimos materiales, lo cual era cierto.

Además, este odio era cuidado, abonado, puesto en tensión como las cuerdas de un violín, por sus respectivas esposas.

Se deseaban padecimientos atroces, lo que no les impedía hablarse sonriendo, adulándose respecto a insignificancias, dedicándose en los saludos sonrisas melosas, cambiando entre sí melifluos “sí, señora” y “no, doña”, porque la mujer del corredor, que usaba sombrero y medias de seda, era “señora” para la otra que sólo gastaba batón para salir y no se cortaba melena. Y como las propiedades estaban divididas por un cerco de alambre, conversaban a la hora de la siesta, buscándose a su pesar, yendo al jardín a recortar las rosas mondadas por las hormigas, o a preguntarse la hora, motivos estos que eslabonaban conversaciones inagotables, donde se sacaba a relucir la vida de la carbonera y la posibilidad de un tranvía en la calle próxima, dándose con solicitud conmovedora consejos sobre compotas y modos de podar las plantas.

En estos diálogos ocurría a la inversa que en los de los hombres, y era que la mujer de Cosme daba siempre la razón a la de Joaquín, imitando el modo de conversar de “la señora Eufrasia”, sonriendo con sonrisas que le doblaban el vértice del labio hacia el ojo izquierdo, mientras que, a su vez, la “señora” movía en gesto de comprensión la cabeza hacia la pechera de su batón, gesto que era característico en la analfabeta que se había hecho de este tic, para no demostrar ignorancia. Pues tal movimiento era un compuesto de comprensión e indulgencia, o sea, las condiciones de inteligencia elevadas a su máximo, descubrimiento inconsciente pero que utilizaba con acierto la mujer del albañil.

Y el odio que no podían enrostrarse, la casi repulsión que las separaba, ponía en estos diálogos una atracción, y, sin repararlo, cuando ambas conversaban, estaban como esas criaturas que temiendo el vacío se asoman a los altos ventanales.

Ahora Joaquín no podía dormir.

Súbitamente se había introducido una incomodidad en su conciencia. Era aquello algo extraño, cierto apresuramiento del tiempo a través de sus nervios, de modo que la sangre empujada por el frenesí de los minutos, corriendo más rápidamente, tornaba anhelosa su respiración.

Bruscamente se le había transformado la vida, ¿mas, por qué su esposa no lo miró antes de acostarse?
Recordándolo, le parecía raro el tono de su voz, que ahora se le presentaba un poco desnaturalizada por el deseo de que el pensamiento expresado pareciera la consecuencia de una actitud natural.

Y, aunque desasosegado, no se movía.

El tiempo no pasaba nunca en las tinieblas, pero descentrado por una ansiedad de espera, sentía que la mitad longitudinal de su cuerpo pesaba más que la otra debido a un repentino descentramiento de la conciencia.

Y no quería asomarse a sus pensamientos, porque le parecía que de levantar la cabeza chocaría la frente con ellos.

Luego, entornando los ojos, miró por el intersticio de los postigos el cilindro amarillo que en el fanal del farol oscilaba tristemente y se dio cuenta que en la calle soplaba el viento.

Pero no se movía; tan inmóvil estaba, que lo sobresaltó la voz de su esposa preguntando:

—¿Qué te pasa que no dormís?

Y a las doce de la noche estaba aún despierto.

Tal silencio pesaba en el cubo negro de la estancia, que el silencio parecía el susurro tibio de los fantasmas desprendiéndose de los muros. Había algo de horrible en esa situación.

Tenía la impresión de que su esposa estaba incorporada junto a la almohada, pero él no la reconocía, porque de aquel semblante amable durante el día solo restaba un perfil de hueso de nariz rampante y terrible mirada lechosa, que, atravesando su carne, estampaba en su conciencia un dictado terrible.

Tan fuerte era el llamado implacable, que se revolvió espantado en su cama, al tiempo que con su voz suave le preguntaba su esposa:

—¿Qué te pasa que no dormís?

No podían dormir.

Los atenaceaba el mismo deseo pesado, la igual perspectiva de desastre que podían desencadenar sobre el albañil; y la figura de Cosme surgía ante sus ojos, desmesurada en la soledad de la callejuela, encorvada en el pescante de su carrito, con el pelo enredado sobre la frente y soslayando con sus ojuelos verdosos la carga roja de polvo de ladrillo.

O veían esto otro: y era el sargento de policía llegando en el crepúsculo a la casa de Cosme, golpeaba las manos, y de pronto, ellos, escondidos detrás de la ventana que daba al jardín, escuchaban:

—¡Señora… su marido está preso por ladrón!...

Un grito desgarrador cruzaba la perspectiva y la mujer caía desvanecida en el patio de mosaico, mientras que ellos solícitos acudían corriendo y preguntando:

—¿Qué le pasa, señora… qué le pasa?

Y ya Joaquín, no pudiendo soportar más su pensamiento, dijo en voz alta:

—No; por eso no lo van a condenar.
—¿Por qué?

Dejó él caer el brazo en la almohada de su esposa y dijo:

—Le darán dos años de cárcel… pero condicional… Lo único es el dolor de cabeza.
—Te entiendo.
—De lo que me alegro, porque uno es sensible aunque no quiera. Eso sí… lo más que le va a pasar es que le rematarán la casa…
—¿Quién?...
—El dueño de la otra obra… por daños y perjuicios.

En silencio se refocilaron los cónyuges, asomados a la siniestra perspectiva judicial de una tarde de domingo, con la callejuela recorrida de honestos propietarios, excitados por un remate ordenado por el juez. ¡Qué plato para la ferocidad del barrio!

Veían la bandera roja flameando en la caña tacuara, mientras que ellos, seguros, calafateados en su “casa propia” comentaban en rueda con el carbonero y la panadera las ventajas de ser honrados y esas desgracias que ocurren por “ensuciarse por una miseria”.

Paladeando sus frases, Joaquín agregó:

—A nadie le gusta pagar… y el dueño de la obra va a encontrar admirable el pretexto de que Cosme lo robaba para hacerlo meter preso y no aflojar la plata que le debe…
—¿Pero por una miseria así?...

Joaquín replicó indignado:

—¿Una miseria? ¡Estás loca tú! El otro día lo pusieron preso a un carpintero por llevarse unas alfarjías y un paquete de clavos de la obra. ¿Dónde iríamos a parar si cada uno hiciera lo que quisiera? ¡No, m’hijita, hay que ser honrados!
—Sí, la frente limpia… ¿pero cómo vas a hacer?...
—Mañana me averiguo dónde está la obra… la dirección del dueño…
—No le vas a escribir, ¡eh!...
—Sí… pero le hago un anónimo a máquina.
—¡Cómo se va a poner la hipocritona de su mujer! Fijáte que ayer, con pretexto de enseñarme un figurín, me dice: “Ah, ¡no sabe?, cuando mi marido termine la obra le vamos a poner persiana a todas las puertas”. Y todo, ¿sabés para qué?, para hacerme “estrilar”.(1)
—¡Qué gentuza!
—Y pensar que uno tiene que tratarse con ellos…
—Dejá… mañana lo arreglamos.

Bostezó Joaquín un instante, y ya cansado, dijo:

—Me voy a dormir. Hasta mañana, querida.
—¿Y no me das un beso?
—Tomá… y que duermas bien.



(1) Estrilar: Rabiar, impacientarse, irritarse.

domingo, 20 de septiembre de 2015

Ante la Ley - Franz Kafka

Leí recién este cuento de Kafka que no conocía y me llenó de interrogantes que no colocaré aquí para no arruinar el final del relato pero me dieron ganas de compartirlo porque es uno de esos cuentos que uno relee para intentar entender y no porque sea complejo, al contrario, se trata de una prosa simple.
Franz Kafka nació en Praga en 1883 y falleció en Viena en 1924. Lo conocí por "La metamorfosis" y hasta ahora era la único que había leído de él, pero fue autor de otras tres novelas y varios cuentos. 
"Ante la Ley" pertenece al libro "Un médico rural" publicado por primera vez en 1919.

Imagen obtenida de Isidre Mones Art

Ante la Ley


Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

—Tal vez —dice el centinela— pero no por ahora.

La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:

—Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene mas esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.

Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
—Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.

Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para si. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.

—¿Qué quieres saber ahora?-pregunta el guardián-. Eres insaciable.
—Todos se esfuerzan por llegar a la Ley —dice el hombre—; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:

—Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para tí. Ahora voy a cerrarla.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Mi corazón era un hotel - Alejandro Schmidt

Leí este poema en el muro de un amigo y me encantó. Me puso a pensar en cuantas veces dejamos que nuestro corazón sea un hotel donde quienes habitan están sólo de paso...
Alejandro Schmidt es un poeta y periodista argentino nacido en 1955. Tiene en su haber varios premios y publicaciones aunque reconozco que no lo conocía.
Pego textual porque así lo he encontrado en otros sitios, sin mayúsculas, sin puntuación... Estimo es una licencia del autor. 

Imagen obtenida de guía de hoteles inventados, Oscar San Martín Vargas, ilustrador


Mi corazón era un hotel
mi corazón era un hotel
vestidos de fiesta
los huéspedes se iban sin pagar
a los portazos

es cierto
a veces
una mujer lloró en sus ventanas
hasta cansarse

es cierto
yo era el que lustraba los zapatos

es cierto
hubo temporadas malas
problemas de humedad
palmeras muertas

todo eso es cierto
también la luna
y el loco que cantaba

mi corazón era un hotel
ahora parece una casa

una casita blanca

domingo, 13 de septiembre de 2015

El milagro secreto - Jorge Luis Borges

Hola a todos. Este cuento me lo leyeron - sí, leyeron, es hermoso que te lean - hace unos días. No lo conocía por lo que quiero compartirlo con ustedes. El paso del tiempo, la perfección o imperfección de Dios, la condena en vida, quitarla, darla... La necesidad de crear, de terminar la creación. La muerte inminente... 
Se publicó por primera vez en 1944 en "Ficciones" y pertenece a la parte llamada "Artificios"
Espero que les guste

Imagen obtenida de Foundational Texts

El milagro secreto

Y Dios lo hizo morir durante cien 
años y luego lo animó y le dijo: 
—¿Cuánto tiempo has estado aquí?—Un día 
o parte de un día— respondió.
ALCORAN, II, 261. 

La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladik, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizás infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arena de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer; las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.

El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladik fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma dilataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirahl para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladik. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladik y dispusiera que lo condenaron a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obra impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.

El primer sentimiento de Hladik fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretes. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos. 


Hladik había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abenesra y de Fludd, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia.... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladik solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladik preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte).

Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una apasionada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio—primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón—que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Este, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt.... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae una apasionada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.

Nunca se había preguntado Hladik si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aún le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad: Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.

Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladik le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego buscándola. Se quitó las gafas y Hladik vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladik. Este lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladik se despertó.

Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quién las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.

Del otro lado de la puerta, Hladik había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de hierro. Varios soldados, algunos de uniforme desabrochado—revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladik, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladik no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau....

El piquete se formó, se cuadró. Hladik, de pie contra la parad del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la parad quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladik, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladik y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.

El universo físico se detuvo.

Las armas convergían sobre Hladik, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladik ensayó un grito, una silaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia; anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladik entendiera.

Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo germánico, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurriría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.

No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos eternos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minuciosos, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún cave, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstaaft. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.

Jaromir Hladik murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.