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domingo, 21 de febrero de 2016

Yo, Robot - Isaac Asimov - 9 El conflicto inevitable - FINAL





9
El conflicto inevitable

El Organizador tenía en su estudio privado una curiosidad medieval, una chimenea. Desde luego, el hombre medieval seguramente no la hubiera reconocido, ya que no tenía un significado funcional. La inmóvil y ondulante llama se encontraba aislada en un recinto, detrás de un transparente cuarzo.

Los troncos de leña se quemaban a larga distancia mediante una ligera desviación de los rayos de energía que alimentaban los edificios públicos de la ciudad. El mismo botón que prendía fuego a los troncos vaciaba primero las cenizas de los anteriores y permitía la entrada de la nueva leña. Era una chimenea perfectamente domesticada, como puede verse. Pero el fuego era real. Podía oírsele crujir y se veía cómo las llamas lamían el alambre bajo la corriente de aire que lo alimentaba.

El enrojecido vaso del Ordenador reflejaba en miniatura las discretas cabriolas de las llamas, y, en más miniatura aún, también sus reflexivas pupilas. Y las reflexivas pupilas de su huésped, la doctora Susan Calvin, de la U.S. Robots / Mechanical Men Corporation.

--No la he convocado a usted aquí, doctora Calvin, únicamente por razones sociales.
--No lo he pensado nunca, Stephen.
--Y no obstante, no sé cómo exponerle el problema. Por una parte, puede no tener importancia, por otra, puede ser el fin de la Humanidad.
--Me he encontrado con muchos problemas que ofrecían el mismo dilema, Stephen. Creo que todos los problemas son así.
--¿De veras?... Entonces, a ver qué le parece éste. La producción mundial de acero tiene un excedente de veinte mil toneladas o más. El Canal de Méjico hubiera debido estar terminado hace dos meses. Las minas de Almadén han experimentado una baja de producción desde la última primavera, mientras las compañías hidráulicas de Tientsin están despidiendo gente. Éstos son los hechos que se me acuden de momento. Pero hay más.
--¿Son puntos graves? No soy lo suficientemente economista para juzgar sobre las terribles consecuencias de todo esto.
--En sí mismo, no. Se podrían mandar técnicos en mineralogía si la situación de Almadén empeorara. Si hay demasiados ingenieros hidráulicos en Tientsin, pueden ser enviados a Java o Ceilán. Veinte mil toneladas de acero no cubrirán más allá de algunos días de demanda mundial, los dos meses de retraso y la apertura del Canal de Méjico es de escasa importancia. Son las Máquinas lo que me preocupa; he hablado ya de ellas con su Doctor de Investigaciones.
--¿Con Vicent Silver? No me ha dicho nada de todo esto...
--Le pedí que no hablase con nadie. Por lo visto me ha obedecido.
--¿Y qué le dijo?
--Vamos a proceder por orden. Quiero hablar de las Máquinas primero. Y quiero hablar de ellas con usted porque es usted la única en el mundo que entiende lo suficiente en robots para ayudarme. ¿Puedo sentirme filósofo?
--Por esta tarde, Stephen, puede usted sentirse lo que quiera y como quiera, con tal de que me diga usted primero qué pretende demostrar.
--Que este pequeño desequilibrio en la perfección de nuestro sistema de oferta y demanda, tal como lo he mencionado, puede ser el primer paso hacia la guerra final.
--¡Humm!... Siga.

Susan no se permitió arrellanarse en su sillón, a pesar de lo cómodo que era. La frialdad en su mirada, de sus labios y de su rostro se había acentuado con los años. Y a pesar de que Stephen Byerley era un hombre en quien podía confiar enteramente, tenía casi setenta años y los hábitos de una vida no se olvidan tan fácilmente.

--Cada período del desarrollo humano, Susan, tiene su tipo particular de conflicto, sus problemas distintos que, aparentemente sólo pueden resolverse por la fuerza. Y jamás, por decepcionante que esto sea, la fuerza resuelve el problema. En su lugar, éste persiste a través de una serie de conflictos y se desvanece por sí solo..., ¿cómo dice la frase?..., no con un estallido, sino con su susurro, a medida que el ambiente económico y social cambia. Y entonces, nuevo problema y nueva serie de guerras. Un ciclo, al parecer, sin fin. Consideremos los tiempos relativamente modernos. Hubo las guerras dinásticas de los siglos dieciséis y diecisiete, cuando los problemas más importantes de Europa eran si los Habsburgo, los Valois o los Borbones tenían que gobernar el continente. Era uno de estos conflictos inevitables, porque Europa no podía evidentemente existir en dos. Salvo que fue así, y ninguna guerra barrió a unos para establecer a los otros, hasta que se creó una nueva atmósfera social en Francia en 1789, al derrocar a los
Borbones primero y después a los Habsburgo, arrastrándolos en la polvorienta caída al incinerador histórico. Y durante aquellos siglos hubo también las bárbaras guerras de religión, que resolvieron la importante cuestión de si Europa tenía que ser católica o protestante. Mitad y mitad no podía ser. Era "inevitable" que la espada decidiese. Salvo que no decidió. En Inglaterra iba creciendo un nuevo industrialismo y en el Continente un nuevo nacionalismo. Europa sigue siendo mitad y mitad y a nadie le preocupa esto mucho. Durante los siglo diecinueve y veinte hubo un ciclo de guerras nacionalimperialistas, cuando el problema más importante del mundo era saber qué porciones de Europa controlarían los recursos económicos y la capacidad de consumo de otras porciones no-europeas. Las regiones no-europeas no podían, por lo visto, existir siendo en parte inglesas, en parte francesas, en parte alemanas y así sucesivamente. Hasta que las fuerzas del nacionalismo se extendieron lo suficiente y la no-Europa terminó lo que las guerras no habían conseguido terminar, y decidió que podía perfectamente subsistir íntegramente no-europeas. Y así tenemos una estructura...
--Sí, Stephen, lo explica muy claro -dijo Susan Calvin-. No son observaciones muy profundas.
--No, pero lo evidente es en muchos casos lo más difícil de ver. La gente dice, "es tan claro como mi nariz", pero, ¿qué porción de nuestra nariz podemos ver, a menos que nos den un espejo? Durante el siglo veinte, Susan comenzamos un nuevo ciclo de guerras..., ¿cómo las llamaremos? ¿Guerras ideológicas? ¿Las emociones de la religión aplicadas a los sistemas económicos, en lugar de los extranaturales? De nuevo las guerras eran "inevitables" y entonces se disponía de armas atómicas, de manera que la humanidad no podía vivir ya por más tiempo en el tormento del inevitable derroche de la inevitabilidad. Y vinieron los robot positónicos.... Vinieron a tiempo, y con ellos el viaje interplanetario. De manera que ya no pareció tan importante que el mundo fuese Adam Smith o Carlos Marx. Ninguno de los dos tenía gran influencia en las nuevas circunstancias. Ambos tenían que adaptarse y terminaron casi en el mismo lugar.
--Un "Deus ex machina", entonces, en doble sentido -dijo Susan Calvin.
--No le había oído nunca hacer juegos de palabras, Susan, pero es exacto. Y no obstante, había otro peligro. El final de un problema no había hecho más que dar nacimiento a otro. Nuestro nuevo mundo universal de economía robótica puede plantear un nuevo problema, y por esta razón tenemos las máquinas. La economía mundial es estable, y permanecerá estable, porque está basada en las decisiones de las máquinas calculadoras, que llevan el bien de la Humanidad en su corazón a través de la avasalladora fuerza de la Primera Ley robótica. Y aunque las Máquinas no son sino el más vasto conglomerado de circuitos calculadores jamás inventado -prosiguió Stephen Byerley-, siguen siendo robots en el sentido de la Primera Ley, y así nuestra economía terrestre está de acuerdo con los mejores intereses del hombre. La población de la Tierra sabe que no habrá paro obrero, ni superproducción ni falta de producción. Destrucción y hambre son palabras de los libros de historia. Y así, la cuestión de la propiedad de los medios de producción es un problema anticuado. Quienquiera que los poseyese (si es que esta frase tiene algún sentido), un hombre, un grupo, una nación, o toda la Humanidad, sólo podrían utilizarse como las Máquinas dicten. No porque los hombres viniesen obligado a ello, sino porque sería el camino más corto y lo saben. Esto pone fin a las guerras..., no sólo al último ciclo de guerras, sino al próximo y a todos ellos. A menos que...

Hubo una pausa y Susan lo alentó a proseguir repitiendo...

--¿A menos qué...?

El fuego fue extinguiéndose en un troco de leña y se apagó.

--A menos -dijo el Ordenador- que las Máquinas no cumplan con su función.
--Comprendo. Y aquí es donde aparecen estos pequeños desequilibrios que ha mencionado usted hace un momento..., el acero, las instalaciones hidráulicas, etc.
--Exacto. Estos errores no deberían existir. El doctor Silver me ha dicho que no "podían" ser.
--¿Niega los hechos?¡Qué extraño!
--No, admite los hechos, desde luego. Soy injusto con él. Lo que niega es que ningún error en la máquina sea responsable de los llamados (es su frase) "errores en las respuestas". Pretende que las máquinas se corrigen por sí mismas y que sería violar las leyes fundamentales de la naturaleza que existiese un error en los círculos de conexión. Y así, le dije...
--Y así, le dijo: "Que sus hombres lo comprueben y se aseguren de ello, de todos modos...".
--Susan, lee usted mi pensamiento. Esto fue lo que dije y me contestó que no podía.
--¿Demasiado ocupado?
--No, dijo que ningún ser humano podía. Lo dijo francamente. Me dijo, y espero haberlo comprendido debidamente, que las Máquinas son una gigantesca extrapolación... Un equipo de matemáticos trabaja varios años calculando un cerebro positónico equipado para realizar ciertos actos similares de cálculo. Utilizando este cerebro hacen nuevos cálculos para crear un nuevo cerebro más complicado aún, y así sucesivamente. Según Silver, lo que llamamos Máquinas son el resultado de diez de estos progresos.
--Sí..., me parece claro. Afortunadamente, no soy matemática. ¡Pobre Vicent!... Es muy joven. Los directores que le precedieron, Alfred Lanning y Peter Bogert, han muerto y no tenían estos problemas. Ni yo tampoco. Quizá todos los técnicos en robótica moriremos ahora, puesto que no podemos comprender nuestras propias creaciones.
--Aparentemente, no. Las Máquinas no son supercerebros, en el sentido de los suplementos periodísticos de los domingos, pese a que nos los describen así. Es meramente que en la actividad consistente en reunir y analizar un número casi infinito de datos y sus relaciones en un espacio de tiempo casi infinitesimal, han progresado hasta más allá de la posibilidad de un control humano detallado. Y entonces intenté otra cosa. Le pregunté a la Máquina. En el más estricto secreto alimenté la máquina con los datos originales relacionados con la producción del acero, su propia respuesta y su actual desarrollo desde entonces..., es decir, la superproducción, y le pedí una explicación de la discrepancia.
--Bien, ¿y cuál fue la respuesta?
--Puedo citársela a usted palabra por palabra: "El asunto no admite explicación".
--¿Y cómo interpretó Vicent esto?
--De dos formas. O no le habíamos dado a la Máquina datos suficientes para permitirle contestar exactamente, lo cual no es probable, el doctor Silver está de acuerdo con ello, o bien a la Máquina le es
imposible reconocer que puede dar una respuesta a unos datos que implican un posible daño a un ser humano. Esto, desde luego, es una consecuencia de la Primera Ley. Y entonces el doctor Silver me recomendó que la viese a usted.

Susan Calvin parecía muy cansada.

--Soy ya vieja, Stephen. Cuando murió Peter Bogert quisieron hacerme directora de investigaciones y rehusé. Entonces ya no era joven y no quise asumir responsabilidad. Nombraron a Silver y esto me satisfacía; pero de qué habrá valido, si me meten en estos líos... Stephen, déjeme que le exponga mi situación. Mis investigaciones incluyen desde luego la interpretación de la conducta del robot bajo el aspecto de las Tres Leyes robóticas. Aquí, sin embargo, tenemos unas máquinas calculadoras increíbles. Son cerebros positónicos y por consiguiente obedecen las Tres Leyes. Pero carecen de personalidad; es decir, sus funciones son sumamente limitadas... Tiene que ser así, puesto que están especializadas en este sentido. Por consiguiente, hay muy poco margen para la reacción a las Leyes, y mi método de ataque es virtualmente inútil. En una palabra, no creo poderlo ayudar, Stephen.

El Ordenador se echó a reír.

--A pesar de todo déjeme que le diga el resto. Déjeme que le explique "mis" teorías, y quizá entonces pueda usted decirme si son posibles a la luz de la robopsicología.
--Con mucho gusto. Siga adelante.
--Bien; puesto que las máquinas dan una respuesta errónea, partiendo de la base de que no pueden cometer error, sólo existe una posibilidad. ¡"Se les dieron unos datos erróneos"1 En otras palabras, la perturbación es humana, no robótica. Así es que, al efectuar mi reciente gira de inspección interplanetaria...
--¿De la que acaba usted de regresar a Nueva York?
--Sí; era necesario, comprenda, puesto que hay cuatro Máquinas, cada una de las cuales controla una
región Planetaria. ¡"Y las cuatro están dando resultados imperfectos"!
--¡Oh, esto es natural, Stephen! Si una de las Máquinas es imperfecta, tiene que reflejar automáticamente en el resultado de las otras tres, puesto que cada una de ellas asumirá su parte de los datos sobre los cuales basan sus decisiones, la perfección de la cuarta imperfecta. Con una falsa suposición, tienen que dar falsas respuestas.
--¡Eh, eh!... Eso me parece. Ahora bien, aquí tengo el resultado de mis conversaciones con cada uno de los cuatro Viceordenadores regionales. ¿Quiere usted que los estudiemos juntos? ¡Ah!... Primero, ¿ha oído usted hablar de la "Sociedad Humanitaria"?
--¿Eh?... Sí. Son una consecuencia de los Fundamentalistas, que impidieron a la U.S. Robots emplear cerebros positónicos por el principio de competencia obrera desleal y todo lo demás. ¿La "Sociedad Humanitaria" es antimáquinas, verdad?
--Sí, pero... En fin, ya verá. ¿Empezamos? Empezaremos por la Región Oriental.
--Como usted diga...

Región Oriental:

a) Superficie: 23.500.000 kilómetros cuadrados.
b) Población: 1.700.000.000 de habitantes.
c) Capital: Shanghai.

El bisabuelo de Ching Hso-lin murió durante la invasión japonesa de la vieja República de China y no hubo nadie, aparte sus desconsolados hijos, para llorar su pérdida y ni siquiera saber qué se había perdido. El abuelo de Ching Hso-lin sobrevivió a la guerra civil, pero no había nadie más que su abnegado hijo para saberlo o importarle. Y no obstante, Ching Hso-lin era el Viceordenador Regional, con el bienestar económico de la mitad de la población de la Tierra a su cuidado.

Quizá era con esto en la cabeza que Ching tenía dos mapas como único adorno permanente en las paredes de su despacho. Uno de ellos era un viejo mapa chino que abarcaba una superficie de un acre o dos y ostentaba todavía los anticuados caracteres pictográficos de la vieja China. Un arroyo cruzaba por entre los dibujos borrosos y en el borde del mapa se veían algunas cabañas, en una de las cuales había nacido el abuelo de Ching.

El otro mapa era de grandes dimensiones, finamente delineado, con todas las indicaciones en netos caracteres cirílicos. La roja frontera que delimitaba las Regiones Orientales comprendía dentro de sus vastos confines todo lo que un día había sido China, India, Birmania, Indochina e Indonesia. En el mapa, en el interior de la provincia de Sichuan, diminuta y tenue hasta el punto que nadie podía verla, había una señal que indicaba el lugar donde estaba situada la atávica granja de los Ching.

Ching estaba de pie delante de estos dos mapas, mientras hablaba con Stephen Byerley en correcto inglés.
--Nadie sabe mejor que tú, señor Ordenador, que mi cargo, bajo muchos conceptos, es una prebenda. Da una cierta categoría social, y represento el punto focal de la administración, pero para todo lo demás..., ¡está la Máquina! La Máquina hace todo el trabajo. ¿Qué te parecen, por ejemplo, las obras hidráulicas de Tientsin?
--¡Tremendas! -dijo Byerley.
--Son sólo una de ellas y no las mayores. Están extensamente esparcidas por Shanghai, Calcuta, Bangkok..., y solucionan la alimentación de los mil setecientos millones de habitantes del Oriente.
--Y sin embargo -respondió Byerley- tenéis un problema de paro en Tientsin. ¿Hay acaso una superproducción? Es inconcebible que Asia sufra de un exceso de comida.

Los ojos de Ching se entornaron hasta ser casi invisible.

--No. No hemos llegado a esto, todavía. Es cierto que durante estos últimos meses se han cerrado varias albercas en tientsin, pero la situación no es grave. Los hombres han sido despedidos sólo temporalmente y los que no les importa trabajar en otros campos han sido embarcados por Colombo, en Ceilán, donde se está implantando una nueva organización.
--¿Y por qué tienen que cerrarse las albercas?
--Veo que no entiendes gran cosa en hidráulica -dijo Ching, sonriendo gentilmente-. Bien, no me sorprende. Tú eres del Norte y allí el cultivo del suelo rinde todavía grandes provechos. En el Norte es elegante considerar la hidráulica, cuando se considera algo, como un sistema de cultivar tulipanes en una solución química, de una manera infinitamente complicada. En primer lugar, la cosecha más considerable que tenemos desde hace mucho tiempo (y el porcentaje sigue creciendo) es el lúpulo. Tenemos más de dos mil parcelas de lúpulo en producción y mensualmente aumentan. Los abonos químicos básicos de las diferentes clases de lúpulo son nitratos y fosfatos entre los inorgánicos, con las proporciones debidas de metal, añadidos a las partes fraccionales por millón de borón y molibdeno requerido. La materia orgánica es principalmente mixturas de azúcar derivadas de la hidrólisis de la celulosa, pero, además, hay varios factores alimenticios que deben añadirse. Para una industria hidráulica floreciente que pueda alimentar a setecientos millones de hombres, tenemos que emprender un inmenso programa de repoblación forestal por todo el Este; tenemos que poseer vastos talleres de conversión maderera para competir con las selvas meridionales, y acero, y sintéticos químicos por encima de todo.
--¿Para qué, esto último?
 --Porque, señor Byerley, estos campos de lúpulo tienen cada uno de ellos sus propiedades particulares.
Hemos dado desarrollo, como he dicho, a dos mil parcelas. El bisté que has creído comer hoy era lúpulo. Las frutas congeladas que has tomado de postre era lúpulo helado. Hemos extraído jugo de lúpulo con el sabor, aspecto y valor alimenticio de la leche. Es el sabor, más que nada, comprende, lo que presta su atractivo a la alimentación a base de lúpulo, y en busca de este sabor hemos instalado parcelas artificiales fertilizadas que no pueden mantenerse por más tiempo con una dieta básica de sal y azúcar. Una necesita biotina; otra, ácido pteroiglutámico; otras aun, diferentes ácidos amínicos, así como todas las vitaminas B menos una (y aun así es popular y no podemos, con un poco de sentido económico, abandonarlo).
--¿Con qué propósito me dices todo esto?
--Me has preguntado, señor, por qué los hombres están sin trabajo en Tientsin. Tengo algo más que explicarte. No es sólo que necesitemos estos variados y diversos abonos para nuestro lúpulo; pero subsiste el complicado factor del capricho popular, que pasa con el tiempo; y la posibilidad del desarrollo de nuevas parcelas con nuevas necesidades y nueva popularidad. Todo esto tiene que ser previsto, y la Máquina hace el trabajo...
--Pero no perfectamente.
--No muy imperfectamente, en vista de las complicaciones que he mencionado. Bien, entonces, algunos miles de obreros en Tientsin están sin trabajo temporalmente. Pero, considera esto: la cantidad de pérdidas sufridas durante estos últimos años (pérdidas en términos de defectuosa producción o de defectuosa demanda) no asciende a una décima del uno por ciento de nuestra producción normal. Considero que...
--Y no obstante, durante los primeros años de la Máquina, la cifra era cerca de una milésima del uno por ciento.
--Sí, pero durante el decenio último en que la Máquina empezó sus operaciones con verdadero ímpetu, hemos aumentado nuestra industria de lúpulo, con respecto a la época premáquina, unas veinte veces. Es de esperar que las imperfecciones aumenten con las complicaciones, si bien...
--¿Si bien...?
--Hubo el curioso ejemplo de Rama Vrasayana.
--¿Qué le ocurrió?
--Vrasayana estaba encargado del taller de evaporación de la salmuera para la producción de yodo, sin el cual el lúpulo puede vivir, pero los seres humanos, no. Se vio obligado a sindicar su taller.
--¿De veras? ¿Y a causa de qué?
--Competencia, créelo o no. En general, una de las principales funciones de los análisis de la Máquina  es indicar la distribución más eficiente de nuestras unidades productivas. Es visiblemente un error tener regiones insuficientemente surtidas de manera que los gastos de transporte importan un porcentaje considerable del gasto total. De manera similar, es un error tener un área demasiado servida, de forma que las factorías tienen que funcionar con capacidades más bajas o bien competir perjudicialmente unas con otras. En el caso de Vrasayana, se estableció otro taller en la misma ciudad y con un sistema de
extracción más eficiente.
--¿Y la Máquina  lo permitió?
--¡Oh, sin duda! No es sorprendente. El nuevo sistema se está extendiendo considerablemente. La sorpresa fue que la Máquina omitió avisar a Vrasayana que renovase o cambiase... Sin embargo, no importa. Vrasayana aceptó un cargo de ingeniero en un nuevo taller, y si su responsabilidad y sueldo son ahora menores, por lo menos no sufre. Los obreros encontraron fácilmente trabajo; el antiguo taller fue convertido en... no sé qué. Algo útil. Lo confiamos todo a la Máquina.
--¿Y por otra parte no tienes quejas?
--Ninguna.

La Región Tropical:

a) Superficie: 35.000.000 de kilómetros cuadrados.
b) Población: 500.000.000 de habitantes.
c) Capital: Capital City.

El mapa del despacho de Ngoma estaba muy lejos de tener la neta precisión del de los dominios de Ching en Shanghai. Los límites de las fronteras de la Región Tropical de Ngoma estaban punteados de oscuro y se extendían hacia un bello interior llamado "selva" y "desierto", y "Aquí hay elefantes y Toda Clase de Extrañas Bestias".

Había mucho que recorrer, porque en tierras, la Región Tropical abarcaba más de dos continentes; toda América del Sur, norte de Argentina, y toda África al sur del Atlas. Incluía también América del Norte al sur de Río Grande e incluso Arabia, e Irán en Asia. Era el reverso de la Región Oriental. Donde el hormiguero humano del Oriente se apretujaba en un 15% de la Tierra, los Trópicos desparramaban un 15% de Humanidad sobre casi la mitad de la extensión del globo.

A Ngoma, Stephen Byerley le produjo la impresión de uno de aquellos inmigrantes de rostro pálido que van en busca de la obra creadora en el ambiente suave necesario para el hombre, y sintió una cierta dosis del automático desprecio del hombre fuerte nacido en el duro Trópico por el infortunado oriundo de más pálidos soles.

Los Trópicos tenían la ciudad más nueva del mundo y en su sublime confianza juvenil recibía únicamente el nombre de "Capital City". Se extendía espléndida por las fértiles tierras altas de Nigeria, y al pie de las ventanas de Ngoma, más abajo, había vida y color, un sol ardiente y frecuentes chaparrones. El gorjeo de los pájaros multicolores era estridente y las estrellas parecían puntas de agujas brillantes en la noche oscura.

Ngoma se echó a reír. Era un hombre bello, muy negro, alto y de facciones enérgicas.

--Desde luego -dijo en un inglés bastante correcto, dando la sensación de hablar con la boca llena-, el Canal de Méjico va atrasado. ¡Qué diablos! ¡Un día u otro se terminará de todos modos, hombre!
--Todo iba bien hasta hace medio año.

Ngoma dirigió una atenta mirada a Byerley y sacando un cigarro del bolsillo mordió una punta, la escupió y encendió la otra.

--¿Es esto una investigación oficial, Byerley? ¿De qué se trata?
--Nada. Nada absolutamente. Entra dentro de mis funciones de Ordenador el ser curioso.
--Bien, si es sólo que te aburres y quieres pasar un rato..., la verdad es que andamos siempre cortos de mano de obra. Hay muchos trabajos en curso en los Trópicos. El Canal es uno de ellos...
--Pero ¿no ha predicho la Máquina  la cantidad de mano de obra disponible para el Canal..., sin contar todos los demás proyectos en curso?

Ngoma se puso una mano en la nuca y echó al aire unos círculos de humo azul.

--Era un poco deficiente.
--¿Es a menudo deficiente?
--No más de lo que es de esperar. No esperamos gran cosa de ella, Byerley. Le suministramos los datos. Tomamos los resultados. Hacemos lo que dice. Pero es sólo un expediente, un instrumento para economizar trabajo. Podríamos prescindir de ella, si fuese necesario. Quizá no tan bien. Quizá no tan rápidamente. Pero el final sería el mismo. Aquí tenemos confianza, Byerley, y éste es el secreto. ¡Confianza! Hemos ocupado nuevas tierras que llenaban miles de años esperándonos, mientras el resto del mundo ha sido destrozado por las asquerosas experiencias de la Era preatómica. No tenemos que comer lúpulo como en Oriente, no tenemos que preocuparnos de los rancios desperdicios del siglo pasado, como vosotros los Nórdicos. Hemos barrido la mosca tsetsé y el mosquito anofeles, el pueblo ha visto que puede vivir al sol y le gusta. Hemos aclarado las selvas vírgenes y roturado el suelo; hemos encontrado carbón y petróleo en campos intactos y minerales sin cuento. Retiraos de aquí. Es lo único que pedimos al resto del mundo. Retiraos y dejadnos trabajar.
--Pero el Canal -interrumpió Byerley prosaicamente- hace seis meses que hubiera debido estar terminado. ¿Qué ha ocurrido?
--Perturbaciones obreras -dijo Ngoma, abriendo las manos. Buscó algo por entre los papeles que cubrían su mesa, pero renunció-. Tenía algo sobre esto por aquí -murmuró-, pero no importa. Una vez hubo escasez de mano de obra en Méjico por una cuestión de mujeres. No había bastantes mujeres por allí. Al parecer a nadie se le ocurrió alimentar la Máquina  con datos sexuales.

Hizo una pausa para echarse a reír, encantado, y prosiguió:

--Espera un momento. Me parece que ya lo tengo... ¡Villafranca!
--¿Villafranca?
--Francisco Villafranca. Era el ingeniero encargado. Ocurrió no sé qué y hubo un corrimiento de tierras. Eso es. Eso es. No murió nadie pero el desorden fue terrible. ¡Un escándalo!
--¡Oh...!
--Hubo un error en sus cálculos. O por lo menos la Máquina  lo dijo así. Le suministraron datos de Villafranca, suposiciones, y así. El material con que había empezado. Las respuestas fueron diferentes. Parece que las respuestas que Villafranca utilizó no tenían en cuenta el efecto de las fuertes lluvias en las cercanías de la brecha. O algo así. No soy ingeniero, ¿comprendes?... En todo caso, Villafranca armó un lío de mil diablos. Pretendió que la respuesta de la Máquina había sido diferente la primera vez. Que había seguido a la Máquina ciegamente. ¡Y dimitió! Le ofrecimos mantenerlo..., la duda era razonable, el trabajo anterior era satisfactorio, todo aquello que se dice..., en una posición subordinada, desde luego..., estábamos obligados..., los errores no pueden pasar inadvertidos..., es malo para la disciplina..., ¿Dónde estaba?
--Le ofrecisteis conservarlo.
--¡Ah, sí! Rehusó. Bien, en resumen, llevamos dos meses de retraso. ¡No es nada, qué diablos!

Byerley extendió la mano y apoyó las puntas de los dedos sobre la mesa

--¿Villafranca le echó las culpas a la Máquina , verdad?
--Pues... ¿no iba a echárselas a sí mismo, verdad? Mirémoslo serenamente; la naturaleza humana es una
vieja amiga nuestra. Por otra parte, recuerdo algo más ahora... ¿Por qué diablos no podré encontrar los documentos cuando los necesito? Mi sistema de archivar no vale un pepino. Este Villafranca era miembro de una de vuestras organizaciones nórdicas. Méjico está demasiado cerca del Norte. A esto es debido en parte la perturbación.
--¿De qué organización estás hablando?
--La Sociedad Humanitaria, la llaman. Villafranca solía asistir a una conferencia anual en Nueva York. Un atajo de chiflados, pero inofensivos. No les gustan las Máquinas; dicen que destruyen la iniciativa personal. De manera que, como es natural, Villafranca echó la culpa a la Máquina... Yo no acabo de entenderlo tampoco. ¿Es que en Capital City parece que la raza humana esté siendo apartada de la iniciativa? Y Capital City siguió tendida bajo el glorioso y dorado sol; la más joven y moderna creación del
"Homo Metrópolis".

La Región Europea

a) Superficie: 7.000.000 kilómetros cuadrados.
b) Población: 300.000.000 de habitantes.
c) Capital: Ginebra.

La Región Europea era una anomalía bajo varios conceptos. En superficie, era con mucho la menor; ni un quinto de la superficie de la Región Tropical y ni un quinto de la población de la Región Oriental. Geográficamente, tenía cierta semejanza con la Europa de la era preatómica, ya que excluía lo que había sido la Rusia europea e Islas Británicas, mientras incluía las costas Mediterráneas de África y Asia y, en un extraño salto a través del Atlántico, Argentina, Chile y el Uruguay.

No era tampoco probable que mejorase su "status vis- -vis" de sus demás regiones de la Tierra, excepto por el vigor que estas provincias americanas le prestaban. De todas la Regiones, era la única que mostró un franco declive de la población durante el medio siglo pasado. Sólo ella había dejado de extender seriamente sus facilidades productivas o aportar algo radicalmente nuevo a la cultura humana.

--Europa -decía madame Szegeczowska, en su medio francés-, es esencialmente un apéndice económico de la Región Nórdica. Lo sabemos, pero no nos importa.
--Y sin embargo -le hizo ver Byerley-, tienen ustedes una Máquina propia, y no están seguramente bajo una presión económica del otro lado del océano.
--¡Una Máquina ! ¡Bah! -encogió sus delicados hombros y dejó que una leve sonrisa se filtrase por sus labios mientras encendía un cigarrillo con sus largos dedos-. Europa es un lugar soñoliento. Y todos nuestros hombres que no consiguen emigrar al trópico están cansados y aburridos de todo esto. Usted mismo puede ver en qué consiste la tarea de Viceordenadora. En fin, afortunadamente no es un papel difícil, y no espera gran cosa de mí. En cuanto a la Máquina ..., ¿qué sabe decir fuera de "Haz esto y será mejor para vosotros"? Pero ¿qué es lo mejor para nosotros? Pues es una apéndice económico de la Región Nórdica... ¿Y esto es acaso tan terrible? No hay guerras. Vivimos en paz... y es agradable después de setecientos años de guerras. Somos viejos, señor. En nuestras fronteras tenemos las que fueron cuna de la viejas civilizaciones. Tenemos Egipto y Mesopotamia; Creta y Sicilia; Asia Menor y Grecia. Pero los tiempos antiguos no son necesariamente unos tiempos infelices. Puede hallarse fruición...
--Quizá tenga usted razón -dijo Byerley, afablemente-. Por lo menos el "tempo" de la vida no es tan intenso como en otras regiones. Es una atmósfera agradable.
--¿Verdad? Van a traer el té, señor Byerley. ¿Quiere indicarme su preferencia sobre la leche y el azúcar?... Gracias.

Tomó un sorbo de té con elegancia; Después continuó:

--Es agradable. El resto de la Tierra se ha convertido en una lucha continua. Aquí encuentro un paralelo; un paralelo interesante. Hubo un tiempo en que Roma era dueña del mundo. Había adoptado la dulzura y civilización de Grecia; una Grecia que no había estado nunca unida; que se había arruinado en la guerra y estaba languideciendo en un estado de decadente ruina. Roma la unió, aportó la paz y le permitió vivir una vida de seguridad sin gloria. Se ocupó de su filosofía y de su arte, lejos del estruendo y de la agitación de la guerra. Era una especie de muerte, pero de una muerte tranquila con pequeños intervalos, unos cuatrocientos años.
--Y sin embargo -interrumpió Byerley-, Roma cayó y el sueño de opio tocó a su fin.
--No había ya bárbaros para derrumbar la civilización.
--Nosotros podemos ser nuestros propios bárbaros, Madame Szegeczowska. ¡Ah!..., quería hablarle de una cosa. Las minas de mercurio de Almadén han disminuido considerablemente de producción. ¿El mineral no debe haber disminuido más rápidamente de lo previsto, supongo?

Los pequeños ojos grises de la muchacha se fijaron en Byerley.

--Los bárbaros..., la caída de la civilización..., el probable fracaso de la Máquina ... El proceso de sus ideas es muy transparente, monsieur.
--¿Sí? Veo que me hubiera convenido tratar con hombres, como hasta ahora. ¿Considera usted que el asunto de Almadén es culpa de la Máquina ?
--En absoluto, pero me parece que usted sí lo es. Usted es nativo de la Región Nórdica. La Oficina Central de Coordinación está en Nueva York. Y hace ya tiempo que he observado que ustedes, los nórdicos, carecen de fe en la Máquina.
--¿Nosotros?
--Hay una Sociedad Humanitaria que tiene mucha fuerza en el Norte, pero no consigue hacer adeptos en la fatigada y vieja Europa, que sólo anhela dejar tranquila a la débil Humanidad. Con toda seguridad, es usted uno de los confiados nórdicos y no uno de los cínicos del viejo continente.
--¿Tiene esto relación con Almadén?
--¡Oh, sí, creo que sí! Las minas están bajo el control de la Consolidated Cinnabar, que es con toda certeza una compañía nórdica, con la oficina central en Nikolaev. Personalmente, dudo de que el Consejo de Administración haya consultado para nada la Máquina. En la conferencia del mes pasado, dijeron que lo habían hecho, y desde luego, no tenemos ninguna prueba de lo contrario, pero no me atrevería a dar crédito a un nórdico en este asunto, sin ánimo de ofender, de ningún modo. Sin embargo, espero que todo acabará bien.
--¿En qué sentido, mi querida madame?
--Debe usted comprender que las irregularidades económicas de estos últimos meses -que, aun cuando insignificantes comparadas con las grandes tormentas del pasado, son sin embargo, perturbadoras para nuestros espíritus sedientos de paz-, han causado considerables inquietudes en la provincia española. Tengo entendido que la Consolidated Cinnabar va a vender a un grupo de españoles. Es consolador. Si somos vasallos económicos del Norte, es humillante ver el hecho proclamado con excesiva ostentación. Y se puede confiar más en nuestro pueblo para seguir los consejos de la Máquina .
--¿Entonces, cree usted que no habrá más disturbios?
--Estoy segura de ello... En Almadén, por lo menos.

La Región Norte:

a) Superficie: 27.000.000 de kilómetros cuadrados.
b) Población: 800.000.000 de habitantes.
c) Capital: Ottawa.

La Región Norte, en más de un concepto, se llevaba la supremacía.

 La cosa quedaba bien de manifiesto en el mapa del las oficinas del Viceordenador de Ottawa, Hiram Mackenzie, en el cual el Polo Norte ocupaba el centro. A excepción de Europa con sus regiones escandinavas e islándicas, toda la zona americana estaba incluida en la Región Nórdica.

Vagamente, podía ser dividida en dos zonas principales. A la izquierda del mapa se veía toda América del Norte por encima de Río Grande. A la derecha abarcaba todo lo que había sido un tiempo la Unión Soviética.

Estas dos áreas juntas representaban el poder central del planeta durante los primeros años de la Edad Atómica. Entre las dos estaba la Gran Bretaña, lengua de la región que lamía Europa. En todo lo alto del mapa, torcidas en una extraña y contorsionada forma, estaban Australia y Nueva Zelanda, también miembros de las provincias de la Región.

Todos los cambios sufridos durante los últimos decenios no habían alterado todavía el hecho de que el Norte era el gobernante económico del planeta. Había por lo tanto, una especie de simbolismo ostentoso en el hecho de que todos los mapas que Byerley había visto, sólo el de Mackenzie mostraba toda la Tierra, como si el Norte no temiese la competencia ni necesitase favoritismo para proclamar su supremacía.

--Imposible -dijo tristemente Mackenzie, levantando su vaso de "whisky"-. Señor Byerley, no tiene usted entrenamiento técnico en robótica, según tengo entendido.
--No, no lo tengo.
--¡Humm!... Bien, es lamentable, en mi opinión, que ni Ching, ni Ngona ni Szegeczowska lo tengan tampoco. Prevalece con exceso entre los pueblos de la Tierra la opinión de que un Ordenador tiene que ser meramente un organizador capaz, de conocimientos generalizados y una persona amable. En nuestros días deberían entender en robótica también..., sin propósito de ofensa...
--No la hay. Estoy de acuerdo con usted.
--Tomo, por ejemplo, lo que ha dicho usted ya; que le preocupan las recientes pequeñas perturbaciones que se han producido en la economía mundial. No sé de quién sospecha, pero ha ocurrido ya en el pasado que el pueblo, que debería tener otra opinión, se pregunte qué ocurrirá si se alimenta la Máquina  con falsos datos
--¿Y qué ocurriría, señor Mackenzie?
--Pues... -dijo el escocés moviéndose y suspirando-, todo dato recogido pasa por un complicado sistema de pantallas que comporta un control a la vez humano y mecánico, de manera que el problema no es probable que se suscite. Pero dejemos esto. Los humanos pueden equivocarse, son corruptibles, y los dispositivos mecánicos ordinarios son susceptibles de fallo mecánico. El punto crucial del asunto es que lo que llamamos un "dato erróneo" es incompatible con todos los demás datos conocidos. Es el único criterio que tenemos de lo exacto y lo inexacto. Es igualmente el de la Máquina. Ordénele, por ejemplo que dirija la actividad agrícola sobre la base de una temperatura media en julio, en Iowa, de 14°C. No lo aceptará. No dará respuesta. No porque tenga prejuicio alguno contra esta determinada temperatura ni pueda dejar de contestar, sino porque, a la luz de los demás datos que se le han dado a través de un cierto número de años, sabe que las probabilidades de una temperatura media de 14°C. en Iowa, en julio, son prácticamente nulas. Rechaza el dato. La única forma como un "falso dato" puede ser insertado en la Máquina  es incluyéndolo como parte de un todo consistente, pero de una falsedad demasiado sutil para que la máquina pueda destacarlo, o sobre el cual la Máquina no tenga experiencia. La primera está más allá de la capacidad humana, la segunda es casi esto, y va acercándose cada vez más a ello a medida que la experiencia de la Máquina aumenta con la segunda.

Stephen Byerley se apretó la nariz con los dedos.

--¿Entonces la Máquina  no puede ser inducida a error? ¿Cómo explica usted los que se han cometido recientemente, en este caso?
--Mi querido Byerley, veo que sigue usted instintivamente el gran error de que la Máquina ..., lo sabe todo. Déjeme usted que le cite un ejemplo de mi experiencia personal. La industria algodonera alquila compradores experimentados que compran el algodón. Su procedimiento es arrancar un puñado de algodón de una de las pacas al azar. Lo miran, lo tocan, comprueban su resistencia, escuchan su crujido, se lo llevan a la lengua, y por este procedimiento determinan la categoría de algodón que contienen las pacas. Hay una docena de ellas. Como resultado de su decisión, las compras se hacen a unos determinados precios, las mezclas se hacen a unas determinadas proporciones. Ahora bien, estos compradores no pueden ser substituidos con la Máquina .
--¿Por qué no? Seguramente los datos pertinentes no son demasiado complicados para ella...
--Probablemente no. Pero ¿a qué dato se refiere usted? No hay ningún químico textil que sepa exactamente qué es lo que comprueba cuando maneja un puñado de algodón. Probablemente la longitud media de la fibra, su tacto, la extensión y naturaleza y de su viscosidad, la forma como se pegan y así sucesivamente. Varias docenas de particularidades, inconscientemente pesadas, fruto de años de
experiencia. Pero la naturaleza "cuantitativa" de esta prueba no es conocida; incluso la verdadera naturaleza de algunas de ellas, no lo es tampoco. De manera que no tenemos nada con que alimentar la Máquina . Así ni los mismos compradores pueden explicar su juicio. Sólo pueden decir: Bien, mírelo. No se puede decir si es tal o cual clase.
--Comprendo...
--Hay innumerables casos como éste. La Máquina  no es más que una herramienta, al fin y al cabo, que puede contribuir al progreso humano encargándose de una parte de los cálculos e interpretaciones. La tarea del cerebro humano sigue siendo la que siempre ha sido; la de descubrir nuevos datos para ser analizados e inventar muevas fórmulas para ser probadas. Es un lástima que la Sociedad Humanitaria no quiera entenderlo así.
--¿Están contra la Máquina ?
--Hubieran estado contra las matemáticas o contra el arte de escribir si hubiesen vivido en el tiempo adecuado. Estos reaccionarios de la Sociedad pretenden que la Máquina priva al hombre de su alma. He observado que hombres perfectamente capaces están todavía llenos de prejuicios en nuestra sociedad; necesitamos todavía el hombre que sea suficientemente inteligente para pensar en las preguntas adecuadas. Quizá si pudiésemos encontrar un número suficiente de ellos, estas perturbaciones que le preocupan, Ordenador, no se producirían.

Tierra (Incluyendo el continente deshabitado, la Antártida):

a) Superficie: 75.000.000 de kilómetros cuadrados (superficie terrestre).
b) Población: 3.300.000.000 de habitantes.
c) Capital: Nueva York.

El fuego que relucía detrás del cuarzo estaba ya moribundo. El Ordenador estaba de humor sombrío, amoldándose al fuego.

--Todos disminuyen la gravedad de la situación -dijo en voz baja-. ¿No es fácil creer que se han reído de mí? Y sin embargo... Vicent Silver dice que la Máquina  no puede estropearse y tengo que creerlo. Hiram Mackenzie dice que no pueden ser alimentadas con falsos datos y tengo que creerlo. Pero las máquinas han funcionado mal por una u otra causa, y esto tengo que creerlo también, de manera que... sólo queda una alternativa.

Miró de soslayo a Susan Calvin que, con los ojos cerrados, parecía dormir.

--¿Cuál es? -preguntó sin embargo al instante.
--Que le han dado los datos correctos y la Máquina  ha dado las respuestas correctas, pero no han sido cumplidas. No hay manera de que la máquina obligue a seguir sus dictados.
--Madame Szegeczowska insinuó algo parecido, refiriéndose a los nórdicos en general, me parece. ¿Y qué propósito se busca desobedeciendo a la Máquina? Vamos a estudiar los motivos.
--A mí me parece obvio, y debe parecérselo también a usted. Es cuestión de sacudir la nave, deliberadamente. Mientras la Máquina  gobierne, no puede haber ningún conflicto serio en la Tierra en el cual un grupo pueda apoderarse de un mayor poderío del que tiene por lo que juzga ser su propio bien, a pesar de perjudicar la Humanidad como un todo. Si la fe popular en las máquinas pudiese ser destruida hasta el punto de que fuesen abandonadas, imperaría de nuevo la ley de la selva. Y no hay ninguna de las cuatro Regiones que pueda quedar libre de la sospecha de buscar precisamente esto. Oriente tiene la mitad de la Humanidad dentro de sus fronteras, y los Trópicos, más de la mitad de los recursos de la Tierra. Ambos pueden considerarse como los gobernantes naturales de toda la Tierra, y ambos se sienten humillados por el Norte y es muy humano buscar un desquite contra esta implacable humillación. Europa tiene una tradición de grandeza, por otra parte. En otros tiempos gobernó la Tierra, y no hay nada tan eternamente adhesivo como el recuerdo del poder. Y sin embargo, desde otro punto de vista, es difícil de creer. Tanto el Este como los Trópicos están en un estado de enorme expansión dentro de sus fronteras. Ambos crecen rápidamente. No les pueden quedar energías para aventuras militares. Y Europa no puede hacer más que soñar. Es una cifra, militarmente hablando.
--Así, Stephen -dijo Susan-, ¿deja usted el Norte?
--Sí -respondió Byerley enérgicamente-, Sí. El Norte es el más fuerte, como lo ha sido desde hace un siglo, o por lo menos sus componentes. Pero ahora decae, relativamente. Por primera vez desde los faraones, las regiones Tropicales pueden ocupar su lugar al frente de la civilización y hay nórdicos que lo
temen.
--En una palabra, son exactamente aquellos hombres que, negándose conjuntamente a aceptar las decisiones de la Máquina , pueden, en breve plazo, volver el mundo boca abajo...; éstos son los que pertenecen a la Sociedad.
--Susan, todo esto va de consumo. Cinco de los Directores de la World Steel son miembros de ella, y la World Steel sufre de una superproducción. La Consolidated Cinnabar, que explota las minas de mercurio de Almadén, era una sociedad Nórdica. Sus libros están todavía siendo examinados, pero uno, sor lo menos, de sus hombres, era miembro. Francisco Villafranca, que retrasó las obras del Canal de Méjico dos meses, era miembro, lo sabemos ya, lo mismo que Rama Vrasayana; no me sorprendió en absoluto descubrirlo.
--Estos hombres, téngalo usted en cuenta, lo han estropeado todo... -dijo Susan pausadamente.
--¡Naturalmente! Desobedecer los análisis de la Máquina es seguir el sendero del error. Los resultados son peores de lo que podrían ser. Es el precio que pagan. De momento lo verán vagamente, pero en la confusión que tarde o temprano surgirá...
--¿Qué proyecta usted hacer, Stephen?
--Es evidente que no hay tiempo que perder. Voy a declarar la Sociedad fuera de la ley y todos sus miembros serán destituidos de cualquier cargo de responsabilidad que ocupen. Y todos los puestos ejecutivos con solicitantes que firmen un juramento de no-adhesión a la Sociedad. Esta representará una cierta infracción a las libertades cívicas básicas, pero estoy seguro de que el Congreso...
--¡No servirá de dada!
--¡Eh! ¿Por qué?
--Representaría una predicción. Si intenta usted una cosa así, encontrar obstáculos a cada paso. Lo encontrar imposible de llevar adelante. Verá usted que cada movimiento en este sentido será origen de perturbaciones.
--¿Por qué dice usted esto? -preguntó Byerley, atónito-. Esperaba, al contrario, su aprobación en esta materia...
--No podrá usted conseguirla mientras sus acciones estén basadas en falsas premisas. Admite usted que la Máquina no puede equivocarse, y no puede ser alimentada con falsos datos. Le demostraré que no puede ser desobedecida tampoco, como cree usted que lo está siendo por la Sociedad.
--Esto... no consigo verlo.
--Pues escuche. Toda acción realizada por un dirigente que no siga las exactas instrucciones de la Máquina  con la cual trabaja, se convierte en parte de un dato para el siguiente problema. La Máquina, por consiguiente, sabe que el dirigente tiene una cierta tendencia a desobedecer. Puede incorporarse esta tendencia a los datos, incluso cuantitativamente, es decir, juzgando exactamente qué cantidad y en qué dirección la desobediencia se producir. Sus siguientes respuestas serán suficientemente elusivas en forma que, después de la desobediencia del jefe, vea sus respuestas automáticamente corregidas en la buena dirección. ¡La Máquina  "sabe", Stephen!
--No puede usted estar segura de todo esto. Son meras suposiciones.
--Si, una suposición basada en la experiencia de toda una vida entre robots. Hará usted bien en confiar en esta suposición, Stephen.
--Pero, en este caso, ¿qué queda? Las Máquinas están en orden y las premisas sobre las cuales trabajan son correctas. Sobre esto nos hemos puesto de acuerdo. Ahora dice usted que no puede ser desobedecida. Entonces..., ¿qué ocurre?
--Usted mismo se ha contestado. ¡Nada está mal! Piense en las máquinas un momento, Stephen. Son robots y cumplen la Primera Ley. Pero las máquinas trabajan, no para un solo individuo, sino para toda la Humanidad, de manera que la Primera Ley se convierte en: "Ninguna Máquina puede dañar la Humanidad; o, por inacción, dejar que la Humanidad sufra daño." Muy bien, Stephen, entonces, ¿qué daña la Humanidad? ¡El desequilibrio económico, principalmente, cualquiera que sea la causa! ¿No cree usted?
--Sí, lo creo.
--¿Y qué es lo más probable que produzca desequilibrios económicos en el futuro? Conteste a esto, Stephen
--Yo diría -respondió Byerley, a regañadientes-, la destrucción de las Máquinas. Y así lo digo, y así lo dirían las Máquinas también. Su primer cuidado, por consiguiente, es conservarse para nosotros. Y así siguen tranquilamente evitando los únicos elementos amenazadores que quedan. No es la Sociedad Humanitaria la que sacude la nave a fin de que las Máquinas sean destruidas; sólo ha visto usted el reverso de la medalla. Diga más bien que son las Máquinas las que están sacudiendo la nave... muy ligeramente... lo suficiente para liberarse de los pocos que se agarran a ella con el propósito de que las Máquinas sean consideradas nocivas para la Humanidad. Así, Vrasayana deja su factoría y encuentra un empleo donde no puede hacer daño; no queda seriamente perjudicado, no es incapaz de ganarse la vida, por que la Máquina  no puede dañar un ser humano más que mínimamente, y esto sólo para salvar un mayor número. La Consolidated Cinnabar pierde el control de Almadén; Villafranca no es ya el ingeniero civil al frente de un importante proyecto. Y los directores de la World Steel pierden su presa sobre la industria.. o la perderán. Pero es imposible que sepa usted todo esto... -insistió Byerley distraídamente-. ¿Cómo podemos correr el riesgo de que no tenga usted razón?
--Deben correrlo. ¿Recuerda usted la respuesta de la Máquina  cuando le sometió la pregunta? "El caso no admite explicación". La Máquina  no dijo que no hubiese explicación, ni que no pudiese determinarla. Dijo sólo que "no admitía" explicación. En otras palabras, sería perjudicial para la Humanidad tener la explicación de lo ocurrido, y por esto sólo podemos hacer suposiciones... y seguir suponiendo.
--Pero, ¿cómo puede la explicación sernos perjudicial? Supongamos que tenga usted razón, Susan.
--Pues Stephen, si tengo razón, significa que la Máquina  está conduciendo nuestro futuro no única y simplemente como una respuesta directa a nuestras preguntas directas, sino como respuesta general a la situación del mundo y a la psicología humana como un todo. Y sabe que nos puede hacer desgraciados y herir nuestro amor propio. La Máquina  no puede, no "debe", hacernos desgraciados. Stephen, ¿cómo sabemos qué es lo que consolidará el bien final de la Humanidad? No tenemos a nuestra disposición los infinitos factores que la Máquina tiene a la "suya". Quizá , para darle un ejemplo incierto, toda nuestra civilización técnica ha creado más infelicidad y miseria de la que ha suprimido. Quizá la civilización agraria o pastoral, con menos cultura y menos gente, sería mejor. En este caso, las Máquinas deben orientarse en esta dirección, preferiblemente sin decírnoslo, ya que en nuestros ignorantes prejuicios sólo sabemos que aquello a que estamos acostumbrados es bueno... y lucharemos contra todo cambio. O quizá una urbanización completa, una sociedad totalmente desprovista de castas, o una completa anarquía, sea la respuesta adecuada. No lo sabemos. Sólo las Máquinas lo saben y se encaminan hacia ello, llevándonos consigo.
--Pero está usted diciéndome, Susan, que la Sociedad Humanitaria tiene razón; que la Humanidad ha perdido su derecho de voto en el futuro...
--No lo ha tenido jamás, en realidad. Estuvo siempre a la merced de unas fuerzas económicas y sociológicas que no entendía, de los caprichos del clima y de los azares de la guerra. Ahora las Máquinas las entienden y nadie puede detenerlas, ya que las máquinas los dominarían como dominan la Sociedad..., poseyendo, como poseen, las armas más fuertes a su disposición, el absoluto control de nuestra economía.
--¡Qué horrible!
--Quizá habría que decir: ¡qué maravilloso! Piense que en todos los tiempos los conflictos han sido evitables. ¡Sólo las Máquinas, a partir de ahora serán inevitables!

Y el fuego se apagó detrás del cuarzo y sólo quedó un hilillo de humo para indicar donde había estado.

* * *

--Y eso es todo -dijo la doctora Calvin, levantándose-. Lo he vivido desde el principio, cuando los robots no podían hablar, hasta el final, cuando se interpusieron entre la Humanidad y la destrucción. No veré ya nada más. Usted verá lo que viene ahora...


No volví a ver a Susan Calvin nunca más. Murió el mes pasado a la edad de ochenta y dos años.


FIN

sábado, 20 de febrero de 2016

Yo, Robot - Isaac Asimov - 8 La prueba




8
La prueba

--Pero tampoco era esto -dijo Susan Calvin, pensativa-. ¡Oh!, por último, la nave y otras similares pasaron a ser propiedad del Gobierno; el Salto a través del hiperespacio fue perfeccionado, y ahora tenemos colonias humanas en los planetas de estrellas cercanas, pero no es esto.

Yo había terminado de comer y la miraba a través del humo de mi cigarrillo.

--Lo que realmente cuenta es lo que le ha ocurrido a la gente de la Tierra durante los últimos cincuenta años. Cuando yo nací, mi joven amigo, acabábamos de salir de la última Guerra Mundial. Era un punto insignificante en la historia, pero fue el final del nacionalismo. La Tierra era demasiado pequeña para las naciones y empezaron a agruparse en Regiones. Tomó bastante tiempo. Cuando yo nací, los Estados Unidos de América eran todavía una nación y no una mera parte de la Región Norte. De hecho, el nombre de la corporación sigue siendo "United States Robots"... Y el cambio de naciones a regiones, que ha estabilizado nuestra economía y ha traído lo que equivale a la Edad de Oro, si comparamos este siglo con los anteriores, fue obra también de nuestros robots.
--¿Se refiere usted a las Máquinas? -pregunté-. El Cerebro de que habla usted fue la primera de las Máquinas, ¿no?
 --Sí, pero no eran las Máquinas en lo que estaba pensando. Era más bien en un hombre. Murió el año pasado. -Su voz adquirió súbitamente un tono profundo de dolor-. O por lo menos se arregló para morir, porque sabía que no lo necesitábamos ya. Stephen Byerley.
--Sí, era quien yo suponía.
--Entró por primera vez en funciones en 2032. Usted no era más que un chiquillo, entonces, de manera que no puede usted recordar lo extraño que era. Su campaña para alcanzar la Alcaldía fue ciertamente la más extraña de la historia...

***

Francis Quinn era un político de la nueva escuela. Esto, desde luego, es una expresión sin sentido, como todas las expresiones de esta naturaleza. La mayoría de las "nuevas escuelas" que tenemos eran duplicadas de la vida social de la antigua Grecia y quizá, si supiésemos más sobre ellas, de la vida social de la antigua Sumeria y de las habitaciones lacustres de la Suiza prehistórica.

Pero, para salir de lo que promete ser un enojoso y complicado principio, es mejor dejar bien sentado que Quinn ni anduvo detrás de empleos ni mendigó votos, ni hizo discursos ni llenó urnas. Como Napoleón no apretó jamás un gatillo en Austerlitz.

Y como la política crea extrañas amistades, Alfred Lanning estaba sentado en el otro lado de la mesa con su feroz mirada y las blancas cejas fruncidas, inclinado hacia delante con su crónica impaciencia.

Si el hecho hubiese sido conocido de Quinn, le hubiera desagradado profundamente. Su voz era amistosa, quizá profesiomal, incluso.

--Supongo que conoce usted a Stephen Byerley, doctor Lanning.
--He oído hablar de él. Como mucha gente.
--Sí, yo también. ?Piensa usted quizá votar por él en las próximas elecciones?
--No podría decirlo -respondió con una inconfundible acidez en el tono-. No he seguido la política, de manera que no estoy enterado de que aspire a ningún puesto.
--Puede ser nuestro próximo alcalde. Desde luego, de momento no es más que un abogado, pero...
--Sí, ya he oído la frase otras veces -interrumpió Lanning-. Pero me pregunto si no podríamos tratar de los asuntos que nos ocupan.
--Estamos en los asuntos que nos ocupan, doctor Lanning -dijo Quinn en tono de perfecta corrección-. Tengo interés en Mr. Byerley siga en su cargo de "district attorney", y nada más, y es su interés ayudarme a conseguirlo.
--¿"Mi" interés? ¡Vamos!
--Bien, digamos el interés de la U.S. Robots / Mechanical Men Corporation. Me dirijo a usted como Director Honorario de Investigaciones, porque sé que su relación con las sociedades es, digamos, la de "estadista veterano". Le escuchan con respeto, y, sin embargo, su relación con ellos no es lo íntima que era ni dispone usted de una considerable libertad de acción; aunque esta acción sea en cierto modo heterodoxa.

El doctor Lanning permaneció algunos momentos silencioso, como si estuviese dando vueltas a sus pensamientos. Más suavemente, dijo:
--No le sigo a usted en absoluto, Mr. Quinn.
--No me sorprende, doctor Lanning. Pero es muy sencillo. ¿Me permite?... - Quinn encendió un delgado cigarrillo con un elegante encendedor y su demacrado rostro adquirió una cierta expresión de ironía-. Hemos hablado de Mr. Byerley, extraño e incoloro personaje. Hace tres años era un desconocido. Ahora es muy conocido. Es un hombre fuerte y capaz, y seguramente el fiscal más inteligente que hemos conocido. Desgraciadamente no es amigo mío...
--Comprendo -dijo Lanning mecánicamente, mirándose las uñas.
--El año pasado tuve ocasión -prosiguió Quinn pausadamente- de hacer investigaciones agotadoras, acerca de Mr. Byerley. Es siempre útil, comprende usted, someter la vida pasada de los reformadores políticos a una minuciosa investigación. Su supiese usted cuán frecuentemente esto ayuda a... -Hizo una pausa para mirar sonriente esto ayuda a... -Hizo una pausa para mirar sonriente el fuego de su cigarrillo-. Pero el pasado de Byerley es insignificante. Una vida tranquila en un pueblecito, una educación universitaria, una esposa que murió joven, un accidente de auto con una lenta convalecencia, su traslado a la metrópoli y su nombramiento de "attorney".

Francis Quinn movió la cabeza y prosiguió:

--Pero su vida actual... ¡Ah, esto es notable! ¡Nuestro "district attorney" no come!
--¿Cómo dice? -saltó Lanning con la viva sorpresa pintada en sus ojos, metidos por la edad.
--Nuestro "district attorney" no come -repitió marcando las sílabas-. Modificaré ligeramente mis palabras. No le han visto nunca comiendo ni bebiendo. ¡Nunca! ¿Comprende usted el significado de la palabra? ¡No raramente... "nunca"!
--Lo considero increíble. ¿Puede usted confiar en sus investigadores?
--Puedo confiar en mis investigadores y no lo considero en absoluto increíble. Más aún, nuestro "attorney" no ha sido nunca visto bebiendo, en el sentido acuático de la palabra, como en el alcohólico... ni durmiendo. Hay otros factores, pero creo mi deber precisar.

Lanning se echó atrás en su asiento y entre los dos hombres reinó un silencio preñado de amenazas. Finalmente, el robotista movió la cabeza:

--No -dijo-. Acoplando sus declaraciones, sólo hay una posibilidad a la que podría usted hacer
referencia... y ésta es imposible.
--¡Pero el hombre es completamente inhumano, doctor Lanning!
--Si me dijese usted que es Satanás enmascarado tendría usted una remota probabilidad de que le creyese.
--Le digo a usted que es un robot, doctor Lanning.
--Y yo le digo a usted que es la suposición más absurda que he oído jamás.
--De todos modos -dijo Quinn, apagando su cigarrillo con minucioso cuidado-, tendrá usted que investigar esta imposibilidad con todos los recursos de que dispone la Corporación
--Me es imposible emprender esta tarea, Quinn. No va usted a sugerir que la Corporación tome parte en estas intrigas políticas...
--No tiene usted elección posible. Suponga que diese publicidad a los hechos sin pruebas. Las apariencias son suficientemente probatorias.
--Si le conviene así...
--No me conviene. Las pruebas serían preferibles. Y no le conviene a usted, tampoco, porque la publicidad sería muy perjudicial para su compañía. Está usted perfectamente enterado, supongo, de la estricta prohibición del empleo de robots en los mundos habitados...
--¡Ciertamente! -exclamó con brusquedad.
--Ya sabe usted que la U.S. Robots / Mechanical Men Corporation es la única manufactura de robots positónicos. También sabe usted que los robots positónicos son arrendados, pero no vendidos; que la Corporación sigue siendo dueña y empresaria de cada robot, y es por ello responsable de todas sus acciones.
--Es una cosa muy fácil, Mr. Quinn, probar que la Corporación no ha fabricado jamás un robot de tipo humanoide.
--¿Puede hacerse? Es discutir meramente las posibilidades.
--Sí, puede hacerse.
--¿Secretamente, supongo, también? ¿Sin examinar sus libros?
--El cerebro positónico, no. Hay demasiados factores afectados, y es susceptible de una minuciosa investigación gubernamental.
--Sí, pero los robots se desgastan, se estropean, quedan inútiles..., y son desguazados.
--Y los cerebros positónicos, empleados nuevamente o destruidos...
--¿De veras? -dijo Francis Quinn, permitiéndose una punta de sarcasmo-. ¿Y si uno de ellos no fuese, accidentalmente, desde luego, destruido..., y hubiese casualmente una estructura humanoide esperándolo...?
--¡Imposible!
--Tendrá usted que probarlo al Gobierno y al público, de manera que no me lo pruebe usted ahora a mí.
--Pero... ¿cuál podría ser nuestro propósito? -preguntó Lanning, exasperado-. ¿Qué motivo podemos tener? Concédanos por lo menos un mínimo de sentido común...
--Mi querido doctor, escuche. La Corporación se consideraría muy feliz de tener el permiso de varias Regiones de usar el robot humanoide en los mundos habitados. Los beneficios serían enormes. Pero el perjuicio causado al público por semejante práctica es demasiado grande. Supongamos que lo acostumbra al uso de tales robots primero..., veamos, tenemos un eminente abogado, un buen alcalde..., y es un robot. ¿No compraría usted nuestros mayordomos robots?
--Completamente fantástico. De un humorismo que frisa con el ridículo.
--Lo imagino. ¿Por qué no lo prueba? ¿O prefiere usted probarlo en público?

La luz del despacho iba menguando, pero no había menguado lo suficiente en el rostro de Alfred Lanning. El dedo del robotista apretó lentamente un botón y la luz de las paredes iluminó la habitación, dándole nueva vida.

--Bien, entonces... -gruñó-, veamos.

El rostro de Stephen Byerley no es fácil de describir. Tenía unos cuarenta años según la partida de nacimiento y cuarenta por su aspecto sano y bien nutrido. Cuando se reía lo hacía con un aire de sinceridad y ahora se estaba riendo. Se reía fuertemente y continuamente, su risa se desvanecía por un instante..., y volvía a empezar.

Y el de Alfred Lanning demostraba una rígida y amarga reprobación. Hizo un leve gesto a la doctora sentada a su lado, pero ésta se limitó a avanzar ligeramente los labios. Byerley parecía irse calmando.

--Realmente, doctor Lanning..., realmente... ¡Yo..., un robot!
--No es una declaración mía -dijo Lanning, secamente-. Estoy encantado de considerarlo un miembro de la Humanidad. No habiéndolo confeccionado jamás nuestra Corporación, estoy convencido de que lo es usted..., en el sentido legal de la palabra en todo caso. Pero, en vista de que la afirmación de que es usted un robot, nos ha sido facilitada por un hombre de un cierta solvencia moral...
--No pronuncie usted su nombre, si tiene que hacer desprender un grano de arena de su ética de granito, pero supongamos, por pura conveniencia de la discusión, que fuese Mr. Francis Quinn, y prosigamos.

Lanning produjo una especie de ronquido de ferocidad ante la interrupción e hizo una larga pausa antes de continuar.

--... Por un hombre de una cierta solvencia moral, sobre cuya identidad no me interesa hacer conjeturas, me veo obligado a rogarle que nos ayude a demostrar lo contrario. El mero hecho de que una tal declaración pudiera ser adelantada y publicada por los medios de que este hombre dispone, sería ya un mal golpe para la compañía que represento..., aunque la acusación no fuese jamás probada. ¿Me comprende¡
--¡Oh, sí, veo muy claramente su situación! La acusación es en sí ridícula. La posición en que usted se encuentra, no. Le pido perdón si mi risa lo ha ofendido. Era de lo primero de lo que me reía, no de lo segundo. ¿En qué forma puedo ayudarlo?
--Muy sencillamente. Basta con que se siente usted en un restaurante en presencia de testigos, coma y le saquen una fotografía. -Lanning se echó atrás en su silla; lo peor de la conversación había pasado ya. La doctora observaba a Byerley con expresión aparentemente absorta, pero no intervino para nada en la conversación.

Stephen Byerley captó su mirada y se volvió hacia Lanning. Durante algunos instantes jugueteó con el pisapapeles, que era el único objeto de su mesa.

--No creo poder complacerlos -dijo pausadamente-. Pero, espere, doctor Lanning -añadió, levantando una mano-. Me hago perfectamente cargo de que todo esto es sumamente desagradable para usted, de que ha sido inducido a ello contra su voluntad, y de que se da usted cuenta de que está desempeñando un papel indigno e incluso ridículo. Sin embargo, este asunto está todavía más íntimamente ligado conmigo, de manera que sea tolerante. En primer lugar, ¿qué le hace a usted creer que Quinn..., ese hombre de una cierta responsabilidad moral, sabe usted..., no le ha engañado a fin de inducirle a hacer lo que está usted precisamente haciendo?
--Me parece muy improbable que una persona de reputación se pusiese en peligro de una forma tan ridícula, si no estuviese convencida de que pisaba terreno firme.

En los ojos de Byerley asomó un destello de humor.

--No conoce a Quinn. Conseguiría pisar terreno firme en la cresta de una montaña, donde no se aguantaría ni una cabra. Supongo que le mostró a usted los detalles de la investigación que dice haber hecho sobre mí.
--Lo suficiente para convencerme de lo molesto que sería ver a la corporación refutarlos, cuando puede usted hacerlo tan fácilmente.
--¿Entonces le cree usted cuando le dice que no como. ¿Es usted un científico, doctor Lanning? Piense con la lógica necesaria. No me han visto nunca comiendo porque no como nunca, ¿no es eso? ¡Al fin y al cabo es eso!
--Está usted empleando argucias de abogado para hacer confusa la que en realidad es una situación muy clara.
--Al contrario, estoy tratando de poner en claro lo que entre Quinn y usted han complicado extraordinariamente. Duermo poco, ¿comprende usted?, y desde luego, no duermo en público. No me gusta comer con los demás, una idiosincrasia que es inusitada y probablemente neurótica, pero que no hace daño a nadie. Permítame que le exponga una suposición, doctor Lanning. Supongamos que tenemos un político interesado en derrotar a un candidato reformista a toda costa y mientras
investiga su vida privada se encuentra además que a fin de anular efectivamente esta candidatura, acude a su compañía como agente ideal. ¿Espera usted que vaya y le diga: "Fulano es un robot porque no come nunca con nadie ni le hemos visto dar cabezadas en medio de una causa y una vez que me asomé a su ventana, seguía allí sentado con un libro en la mano a altas horas de la noche, y miré su nevera y no había nada de comer en ella"¿ Si le hubiese dicho a usted esto hubiera mandado a por la camisa de fuerza. Pero en su lugar, le dice: "Nunca duerme nunca, no come nunca". Y lo impresionante de esta declaración lo ciega a usted hasta el punto de que no ve la vedad, es imposible de probar. Está jugando con usted, en sus manos, propalando el rumor.
--Prescindiendo ahora -empezó Lanning con amenazadora obstinación- de que considere usted este asunto serio o no, bastaría sólo la comida a que he hecho referencia para darlo por terminado.

Byerley se volvió nuevamente hacia Susan, que seguía mirándole inexpresivamente.

--Perdómene, no sé si he entendido bien su nombre... ¿Es Susan Calvin, verdad?
--Sí, Mr. Byerley.
--Es usted la psicóloga de la U.S. Robots, ¿verdad?
--"Robopsicóloga", por favor.
--¡Ah! ¿Tan diferentes son mentalmente los robots del hombre?
--Son mundos diferente. Los robots son esencialmente honrados -dijo con una sonrisa helada.
--Esto es un golpe fuerte -dijo el abogado con un poco de sorna-. Pero lo que quería decir era lo siguiente. Puesto que es usted psicólo... robopsicóloga, perdón, y mujer, apostaría a que ha hecho usted algo en lo que el doctor Lanning no ha pensado.
--¡Ah!, ¿y qué es?
--Llevar algo de comer en el bolso

Un rápido destello apareció en los astutos ojos de Susan.

--Es usted sorprendente, Mr. Byerley -dijo.

Y abriendo su bolso, sacó una manzana. Pausadamente, se la tendió. Después de la primera impresión de sorpresa, Lanning observaba cuidadosamente los gestos de las dos manos. Pausadamente, Stephen Byerley mordió la manzana y se tragó el pedazo

--¿Lo ve usted, doctor Lanning?

Lanning sonrió con tal alivio, que incluso sus cejas parecieron llenas de benevolencia. Un alivio que sólo sobrevivió un frágil segundo.

--Tenía curiosidad de ver si era capaz de comérsela -dijo Susan Calvin-, pero, desde luego, este caso no prueba nada.
--¿No? -preguntó Byerley con una mueca.
--Desde luego que no. Es obvio, doctor Lanning, que si este hombre fuese un robot humanoide, sería perfecta imitación. Es casi demasiado humano para ser creíble. Después de todo, hemos estado viendo y observando seres humanos toda nuestra vida; sería imposible imaginar nada que estuviese más cerca de nosotros. Tenía que ser perfecto. Observe la contextura de la piel, la calidad del iris, la formación huesuda de la mano. Si es un robot, quisiera que lo hubiese fabricado la U.S.
Robots, porque es un buen trabajo. ¿Supone usted, pues, que quien es capaz de prestar atención a tales minucias descuidará algunos dispositivos para conseguir hacerlo comer, dormir y eliminar? Para casos de urgencia solamente, quizá; como, por ejemplo, la situación que se está presentando aquí. De manera que una comida no prueba en realidad nada.
--Espere, espere -saltó Lanning-. No soy tan imbécil como parecen ustedes creer. No me interesa el problema de la humanidad o inhumanidad de Mr. Byerley. Me interesa sacar a la corporación del aprieto. Una comida en público terminaría el asunto y lo mantendría terminado dijese lo que dijese Quinn. Podemos dejar los detalles más minuciosos a los abogados y robopsicólogos.
--Pero, doctor Lanning -dijo Byerley-, olvida usted el cariz político de la situación. Tengo tanto interés en ser elegido como Quinn de impedírmelo. A propósito, ¿se ha dado cuenta de que ha pronunciado su nombre? Ha sido un truco inocente mío; sabía que ocurriría así antes de que hubiésemos terminado.
--¿Qué tiene que ver con esto la elección? -preguntó Lanning, sonrojándose.
--La publicidad surte efecto en los dos sentidos. Si Quinn quiere llamarme robot y tiene la desfachatez de hacerlo yo tengo la desfachatez de jugar el juego de esta forma.
--¿Quiere usted decir que...?
--Exactamente; quiero decir que voy a dejarlo seguir adelante, elegir la cuerda, probar su resistencia, cortar la medida, hacer el nudo, meter la cabeza en él y hacer una mueca. Yo puedo hacer lo poco que falta.
--Muy confiado me parece usted...
--Dejémoslo, Alfred -dijo Susan Calvin poniéndose de pie-. No conseguiremos hacerle cambiar de manera de pensar sobre este punto.
--¿Lo ve usted? -dijo Byerley con una amable sonrisa-. También es usted una psicóloga humana...

Pero quizá notaba la confianza que el doctor Lanning había podido observar subsistía aún aquella noche cuando el auto de Byerley se colocó en la pista automática que llevaba al garaje subterráneo y cuando después atravesó la calle para dirigirse a su casa.

***

Una persona sentada en un sillón de ruedas levantó la vista y sonrió al oírlo entrar. El rostro de Byerley se iluminó, afectuoso. Se acercó a ella. La voz del inválido era un susurro estridente que salía de una boca torcida a un lado, en un rostro cuya mitad eran cicatrices.

--Vienes tarde, Steve.
--Lo sé, John, lo sé. Pero me he encontrado con una perturbación peculiar e interesante, hoy.
--¿Sí? -Ni el rostro destrozado ni la voz ronca podían tener expresión, pero en los ojos claros se pintaba la ansiedad-. ¿Nada que no puedas solucionar?
--No estoy del todo seguro. Quizá necesite tu ayuda. Eres el más brillante de la familia. ¿Quieres
que te lleve fuera, al jardín? Hace una noche magnífica.

Dos potentes brazos levantaron a John del sillón de ruedas. Gentilmente, casi como una caricia, los brazos de Byerley sostenían al paralítico por debajo de los hombros y las inútiles piernas. Cuidadosa y lentamente cruzaron las habitaciones, bajaron la suave rampa construida ex profeso para el sillón de ruedas y salieron al jardín posterior de la casa

--¿Por qué no dejas que use mi sillón, Steve? Es una tontería.
--Porque prefiero llevarte. ¿Tienes algo que objetar? Ya sabes que estás tan contento de salir de este chisme mecanizado por algún tiempo como yo de llevarte de él. ¿Qué tal te sientes hoy? -añadió depositando a John con infinito cuidado sobre la hierba fresca.
--¿Cómo me siento?... ¡Cuéntame qué te ha ocurrido!
--La campaña de Quinn se basará en su pretensión de que soy un robot.
--¿Cómo lo sabe? -exclamó John abriendo los ojos-. ¡Es imposible! ¡No puedo creerlo!
--Espera, te digo que es así. Ha mandado a dos ases científicos de la U.S. Robots / Mechanical Men Corporation a discutir conmigo a mi despacho.

Las torpes manos de John arrancaban la hierba.

--Comprendo, comprendo...
--Pero no podemos permitir que elija su terreno -dijo Byerley-. Tengo una idea. Escúchame y dime si podemos llevarla a cabo...

***

La escena, tal como aparecía aquella noche en el despacho de Lanning, era una colección de miradas. Francis Quinn miraba meditabundo a Alfred Lanning. La mirada de Lanning estaba furiosamente fija en Susan Calvin, quien, a su vez, miraba impasible a Quinn. Haciendo un esfuerzo por parecer tranquilo, Quinn dijo:

--Va inventándolo todo a medida que lo hace.
--¿Va usted a jugar sobre esto, Mr. Quinn? -preguntó Susan indiferente.
--Pues... es su juego, en realidad
--Mire -dijo Lanning pretendiendo ocultar su pesimismo con la jactancia-, hemos hecho lo nos ha dicho. Hemos visto al hombre comer. Es ridículo pretender que sea un robot.
--¿Lo cree usted así? -lanzó Quinn en dirección a Susan-. Lanning ha dicho que era usted la técnica de la sociedad.
--Veamos, Susan... -dijo Lanning en tono casi amenazador.
--¿Por qué no la deja hablar, hombre? -interrumpió Quinn-. Lleva aquí media hora muda como un poste.

Lanning estaba positivamente extenuado. De lo que entonces sentía a un estado paranoico no había más que un paso.

--Muy bien, lo que tenga que decir, Susan -dijo-. No la interrumpimos.

Susan le dirigió una mirada inexpresiva y después fijó sus ojos en Quinn.

--Para probar definitivamente que Mr. Byerley es un robot no hay más que dos caminos. Hasta ahora sólo aportan ustedes indicios circunstanciales con los cuales pueden acusar, pero no probar..., y creo que Byerley es suficientemente inteligente para contrarrestar esta clase de material. Probablemente piensan ustedes lo mismo, de lo contrario no estarían aquí. Los dos métodos de prueba son el físico y el psicológico. Físicamente, se le puede disecar o utilizar los rayos X. Como conseguirlo, sería su problema. Psicológicamente, su conducta puede ser estudiada, porque si es un robot positónico tiene que conformarse a las tres Leyes de la Robótica. Un cerebro
positónico no puede ser construido sin ella. ¿Conoce usted las Leyes, señor Quinn?

Las citó lenta y cuidadosamente, destacando palabra por palabra el famoso y ostentoso título de la página primera del Manual de Robótica.

--He oído hablar de ellas. -dijo Quinn.
--Entonces, el caso es fácil. Si Mr. Byerley comete una infracción a una de estas leyes, no es un robot. Desgraciadamente, este procedimiento tiene sólo una dirección. Si se amolda a las leyes, el hecho no probaría ni una cosa ni otra.
--¿Por qué no, doctor? -preguntó Quinn.
--Porque, si se detiene usted a estudiarlas, verá que las tres Leyes de Robótica no son más que los principios esenciales de una gran cantidad de sistemas éticos del mundo. Todo ser humano se supone dotado de un instinto de conservación. Es la Tercera Ley de la Robótica. Todo ser humano "bueno", siendo la consecuencia social del sentido de responsabilidad, deberá someterse a la autoridad constituida; obedecer a su doctor, a su Gobierno, a su psiquiatra, a su compañero; incluso si son un obstáculo a su comodidad y seguridad. Es la Segunda Ley del Robotismo. Todo ser humano "bueno", debe, además, amar a su prójimo como a sí mismo, arriesgar su vida para salvar a los demás. Esta es la Primera Ley de la Robótica. Para exponerlo claramente, si Byerley observa todas las reglas de robotismos, puede ser un robot, pero puede también ser simplemente una buena persona.
--Entonces -dijo Quinn- me está usted diciendo que no podrá jamás probar que sea un robot.
--Puedo quizá probar que "no" es un robot.
--No es ésta la prueba que quiero.
--Tendrá usted la prueba tal como exista. Es usted el único responsable de sus propios deseos.

La mente de Lanning se aferró en aquel momento a una idea.

--¿No se le ha ocurrido a nadie -gruñó- que la profesión de "district attorney" es una ocupación bastante extraña para un robot? Acusar a seres humanos... sentenciarlos a muerte..., irrogarles un daño considerable...
--No, no se saldrá usted nunca de esto por este camino -saltó Quinn impaciente-. El ser "district attorney" no lo hace humano. ¿No conoce usted su hoja de servicios? ¿No sabe usted que se jacta de no haber acusado nunca un inocente, de que hay cantidad de hombres que no han sido procesados porque las pruebas contra ellos no lo convencían, pese a que hubiera probablemente podido convencer al jurado de su culpabilidad y condenarlos a ser atomizados? Pues es así.
--No, Quinn, no -dijo Lanning temblándole las mejillas-. No hay en las Leyes Robóticas nada que permita juzgar de la culpabilidad humana. Un robot no puede juzgar si un ser humano merece o no la muerte. No es él quien debe decidir. "No puede hacer daño a un ser humano", ya sea de la variedad granuja, o de la variedad ángel.
--Alfred -intervino Susan Calvin, visiblemente cansada-, no diga tonterías. ¿Qué ocurre si un robot ve un loco que va a pegarle fuego a una casa llena de gente? ¿Detendrá al loco, no?
--Desde luego.
--¿Y si la única manera de detenerlo fuese matarlo...?

Lanning produjo un sonido gutural. Eso fue todo.

--La respuesta, Alfred, es que haría cuanto le fuese posible por no matarlo. Si el loco moría, el robot necesitaría un tratamiento psicoterápico porque podría fácilmente volverse loco ante el conflicto que se le había presentado: infringir la Primera Ley para observar la Primera Ley en un sentido del mal menor. Pero habría un hombre muerto y un robot que lo habría matado.
--Bien, y ¿está Byerley acaso loco? -preguntó Lanning con todo el sarcasmo que pudo poner en su voz.
--No, pero tampoco ha matado personalmente a nadie. Ha expuesto hechos que demostraban que un hombre podía llegar a ser peligroso para la gran masa humana que llamamos sociedad. Protege la mayoría y de esta forma observa la Primera Ley en su máxima potencialidad. Hasta aquí es donde llega él. Es el juez quien condena al acusado a muerte o prisión una vez el jurado ha juzgado de su culpabilidad o inocencia. Es el carcelero quien lo encierra, el verdugo quien lo mata. Pero Byerley no ha hecho más que decidir la verdad y ayudar a los humanos. A decir verdad, señor Quinn, he estudiado la carrera de Byerley desde que llamó usted nuestra atención sobre él. He observado que no ha pedido nunca la pena de muerte en sus conclusiones ante el jurado. He descubierto también que con frecuencia ha hablado en pro de la supresión de la pena capital y ha contribuido generosamente en las instituciones de investigación consagradas a la neurofisiología criminal. Al parecer cree más en la curación que en el castigo de los criminales. Considero esto muy significativo.
--¿De veras? -dijo Quinn-. ¿Significativo de cierto olor de robotismo, quizá?
--¿Quizá? ¿Por qué negarlo? Acciones como éstas lo mismo pueden proceder de un robot que de un ser humano honorable y decente. Pero... ¿comprende, usted, que lo que pasa es que no hay manera de diferenciar un robot de un ser humano bueno?

Quinn se echó atrás en la silla. Su voz temblaba de impaciencia.

--Doctor Lanning, ¿es perfectamente posible crear a un robot humanoide que duplicara perfectamente un ser humano y su apariencia, verdad?

Lanning permaneció reflexionando largo rato.

--Ha sido hecho experimentalmente por la U.S. Robots -dijo a su pesar- sin el aditamento del cerebro positónico, desde luego. Empleando óvulos humanos, y control hormonal se puede desarrollar carne y piel humanas sobre un esqueleto de plásticos porosos de sílice que desafiarían todo examen externo. Los ojos, el cabello, la piel, serían realmente humanos, no humanoides. Y si le añade usted un cerebro positónico y demás dispositivos interiores que pueda desear, tiene usted un robot humanoide.
--¿Cuánto tiempo se necesitaría para fabricarlo?
--Si dispusiera usted de todo su equipo -dijo Lanning después de haber reflexionado-, el cerebro, el esqueleto, el óvulo, las hormonas adecuadas y las radiaciones... digamos dos meses.
--En este caso veremos qué aspecto ofrecen la entrañas del señor Byerley -dijo Quinn agitándose en su silla-. Será una publicidad para la U.S. Robots..., pero le doy esta probabilidad.

Una vez hubieron quedado solos, Lanning se volvió impaciente hacia Susan Calvin.

--¿Por qué insiste usted en...?

Pero Susan respondió secamente y con calor:

--¿Qué prefiere usted, la verdad o mi dimisión? No voy a mentir por usted. No se vuelva cobarde...
--¿Qué ocurrirá si abre a Byerley y de dentro caen ruedas dentadas y mecanismos? ¿Qué pasa entonces?
--No abrirá a Byerley -dijo Susan desdeñosa-. Byerley es tan inteligente como Quinn... por lo menos.

La noticia estalló en la ciudad una semana antes de que Byerley tuviese que ser elegido. "Estalló" es una palabra mal empleada. Se arrastró, se filtró, serpenteó por la ciudad. Y mientras Quinn acentuaba su presión en los centros accesibles, las risas aumentaban, un elemento de vaga incertidumbre intervenía y la gente comenzaba a dudar.

La misma convención adoptaba una actitud de semental indómito. Hasta entonces no había habido rival a la vista. Una semana antes no cabía otro nombramiento que el de Byerley. Ni siquiera entonces había substituto. Tenían que nombrarlo, pero reinaba la confusión. La situación no hubiera sido tan grave si el individuo no se viese hecho jirones entre la enormidad de la acusación, si era cierta, y su sensacional locura, si era falsa.

Al día siguiente de la designación de Byerley como candidato, un periódico publicó el resumen de una larga entrevista con la doctora Susan Calvin, "la mundialmente famosa técnica en robopsicología y positones".

El efecto que produjo podría calificarse sucintamente de infernal.

Era lo que los Fundamentalistas estaban esperando. No eran un partido político; no pretendían practicar ninguna religión. Eran esencialmente los que no se habían adaptado a lo que en otro tiempo se llamó la Edad Atómica, en los días en que el tomo era una novedad. En realidad, eran hombres sencillos que aspiraban a una vida que a los que vivían no les parecía probablemente tan sencilla, y habían sido, por consiguiente, hombres sencillos a su vez.

Los Fundamentalistas no invocaban ningún nuevo motivo para detestar los robots y los que los manufacturaban; pero un nuevo motivo, como la acusación de Quinn y el análisis de Susan Calvin, eran suficientes para exteriorizar esta aversión.

Los vastos talleres de la U.S. Robots / Mechanical Men Corporation eran una colmena de guardias armados. Se preparaban para la guerra.

En la ciudad, la casa de Stephen Byerley estaba llena de policías. La campaña política, desde luego, perdió todo otro punto de vista y parecía una campaña sólo porque era algo que llenaba el intervalo entre designación y elección.

 Stephen Byerley no permitió el agitado hombrecillo que lo distrajese. Permaneció impávido entre los uniformes del fondo de la habitación. Fuera de la casa, más allá de la hilera de guardias, esperaban fotógrafos y periodistas, de acuerdo con las tradiciones de su casta. Una instalación de televisión enfocaba la entrada de la modesta residencia del fiscal, mientras un sintético y excitado locutor emitía ampulosos comentarios.

El agitado hombrecillo avanzó tendiéndole una hoja de papel.

--Esto, Sr. Byerley, es el mandato judicial autorizándome a registrar la casa en busca de la presencia ilegal de... hombres mecánicos o robot e cualquier especie.

Byerley se incorporó y cogió la hoja de papel. La miró indiferente y la devolvió con una sonrisa.

--Todo en orden. Entre. Cumpla con su deber. Señorita Hoppen -dijo, dirigiéndose a su ama de llaves que aparecía perpleja a la puerta de la habitación-, tenga la bondad de acompañarnos y ayúdenlos en lo que pueda.

El hombrecillo agitado, cuyo nombre era Harroway, vaciló, se sonrió visiblemente, fracasó en su intento de captar la mirada de Byerley y, dirigiéndose a los dos policías, murmuró:

--Vamos...

A los diez minutos regresaba.

--¿Han terminado? -preguntó Byerley en el tono la persona a quien no interesa el asunto ni le importa la contestación.

Harroway carraspeó, hizo un fracasado intento por hablar con su voz de falsete y de nuevo empezó embarazado:

--Mire usted, Sr. Byerley, nuestras instrucciones eran de registrar la casa de arriba abajo.
--¿Y no lo han hecho?
--Nos han dicho exactamente lo que teníamos que buscar.
--¿Y bien?
--En una palabra, Sr. Byerley, sin querer herir sus susceptibilidades, nos han dado orden de registrarlo a usted.
--¿A mí? -preguntó el fiscal, ensanchando su sonrisa-. ¿Y cómo tiene usted intención de hacerlo?
--Tenemos un aparato Penet de penetración...
--¿Entonces, me van ustedes a hacer una fotografía en rayos X, verdad? ¿Tiene usted autorización?
--Ya ha visto usted la autorización del juez...
--¿Puedo verlo de nuevo?

Harroway, con un brillo en la frente que no era sólo de entusiasmo, se lo dio otra vez.

--Veo aquí la descripción de lo que tiene usted que registrar -dijo Byerley tranquilamente-. Leo: "La casa situada en 355 Willow Grove, Evenstron, perteneciente a Stephen Allen Byerley, así como el garage, almacén u otras construcciones y edificios de su propiedad, así como los terrenos adyacentes...", etc. En orden. Pero, mi buen amigo, aquí no dice nada respecto a registrar mi interior. No formo parte del alojamiento. Puede usted registrar mis ropas, si cree que llevo un robot oculto en el bolsillo.

A Harroway no le cabía la menor duda acerca de la persona a quien debía aquella misión. No pensaba, sin embargo, quedarse atrás una vez le habían dado la ocasión de ganarse un ascenso y... una mejor paga.

--Mire, Sr. Byerley. Tengo autorización para registrar los muebles y la casa y todo lo que encuentre dentro de ella. ¿Está usted en ella, no?
--Una observación verdaderamente notable. Estoy en ellas, en efecto. Pero no soy ningún mueble. Como ciudadano en pleno uso de mis facultades -poseo el certificado del psiquiatra que lo prueba- tengo ciertos derechos que me son conferidos por los Artículos Regionales. Registrarme a mí constituiría una violación de mis derechos civiles. Este papel no es suficiente.
--Seguro, pero si es usted un robot, no tiene usted derechos civiles.
--Exacto, pero este papel no es suficiente. Me reconoce implícitamente como un ser humano.
--¿Dónde?
--Donde dice "la casa perteneciente a fulano...". Un robot no puede ser propietario. Y puede usted decirle a su jefe, Sr. Harroway, que si intenta dictar otro documento que no me reconozca implícitamente como un ser humano, se encontrará inmediatamente ante un requerimiento judicial y una demanda civil obligándole a "demostrar" que soy un robot basándose en los hechos que tiene
"actualmente" en su posesión, o bien a pagar una indemnización por haber intentado privarme ilegalmente de mis derechos regionales. ¿Se lo dirá usted, verdad?

Harroway se dirigió hacia la puerta y al llegar a ella se volvió.

--Es usted un abogado astuto. -Con la mano en el bolsillo permaneció un momento de pie. Después se marchó, sonrió delante de la placa de televisión que seguía funcionando, hizo un signo a los periodistas y les gritó-: Mañana tendremos algo para vosotros, muchachos. No es broma...

Ya en su coche, se arrellanó, sacó el diminuto mecanismo que llevaba en el bolsillo y lo examinó cuidadosamente. Era la primera vez que había tomado una fotografía por rayos X de reflexión. Esperaba haberlo hecho correctamente.

Quinn y Byerley no se habían encontrado nunca solos frente a frente. Pero el fonovisor se parecía mucho a ello. De hecho, aceptándolo literalmente, quizá la frase era apropiada, aun cuando para cada uno de ellos, el otro no fuese más que el dibujo luminoso y oscuro alternativamente de una superficie de fotocélulas. Era Quinn quien había hecho la llamada. Era Quinn quien habló el primero, y sin particular ceremonia.

--He pensado que le interesaría saber, Byerley, que tengo intención de dar publicidad a la noticia de que usa usted una coraza protectora contra la radiopenetración.
--¿De veras? En este caso debe usted haberlo hecho público ya. Tengo la vaga idea de que nuestros emprendedores representantes de la prensa han interceptado mis líneas telefónicas durante bastante tiempo. Sé que tienen las líneas de mi despacho llenas de interferencias; ésta es la razón por la cual he estado en casa las últimas semanas.

Byerley hablaba en tono amistoso, casi familiar.

--Esta llamada está protegida, de todos modos -dijo Quinn apretando los labios-. La hago con un cierto riesgo personal.
--Lo imaginaba. Nadie sabe que está usted detrás de esta campaña: Por lo menos, nadie lo sabe oficialmente. Pero nadie deja de saberlo oficiosamente. No me importa. ¿Con que empleo una coraza protectora? Supongo que lo descubrió usted cuando el otro día su esbirro dio demasiada exposición a la fotografía de penetración Penet.
--Debe usted darse cuenta, Byerley, de que todo el mundo ve claramente que no se atreve usted a someterse a un análisis por rayos X.
--Tan claramente como que usted y sus hombres menospreciaron mis derechos civiles.
--Eso no les importa un comino.
--Es posible. Es bastante simbólico de nuestras dos campañas, ¿no crees? Usted se preocupa muy poco de los derechos individuales del ciudadano. Yo me preocupo mucho. No quiero someterme a los rayos X porque quiero mantener mis derechos por una cuestión de principios. De la misma manera que mantendré los de los demás, una vez elegido.
--Eso será el principio de un interesante discurso, pero nadie le creerá. Demasiado ampuloso para ser verdad. Otra cosa... -añadió con un súbito tono crispado en la voz-, el personal de su casa no estaba completo, la otra noche.
--¿En qué sentido? --Según el informe -dijo, agitando unos papeles dentro del campo de visión de la placa visual-, faltaba una persona..., un paralítico.
--Como lo dice usted -dijo Byerley sin entonación-, un paralítico. Mi viejo profesor, que vive conmigo y está ahora en el campo... desde hace dos meses. Un "muy necesario reposo" es la frase corriente en estos casos. ¿Le da usted permiso?
--¿Su profesor? ¿Una especie de científico?
--Antiguamente abogado... antes de que fuese paralítico. Tiene el título del Gobierno de investigador biofísico, con laboratorio propio y una descripción completa del trabajo que realiza, apoyado por las más insignes autoridades y de las cuales puede darle referencia. Es un trabajo sin trascendencia, pero es una ocupación inofensiva y entretenida para un pobre... inválido. Lo ayudo tanto como puedo, ¿comprende?
--Comprendo. ¿Y qué sabe este... profesor... sobre la manufactura de los robots?
--No puedo juzgar de la profundidad de sus conocimientos en un terreno con el que no estoy familiarizado.
--¿No tendría acceso a los cerebros positónicos?
--Pregúnteselo a sus amigos de la U.S. Robots. Ellos deben saberlo.
--Vamos a hablar claro. Byerley. Su profesor inválido es el verdadero Stephen Byerley. Usted es su creación robótica. Podemos comprobarlo. Fue él quien sufrió un accidente de automóvil, no usted. Habrá maneras de comprobar los informes.
--¿De veras? ¡Hágalo, pues! ¡Mis mejores deseos!
--Y podemos registrar la casa llamada "de campo" de su así llamado profesor y ver qué encontramos en ella.
--Pues... no lo sé, Quinn. Desgraciadamente para usted, mi así llamado profesor es un inválido. Su casa de campo es su lagar de reposo. En estas circunstancias, sus derechos como ciudadano responsable son todavía más fuertes. No conseguirá usted una orden de registro de su casa sin demostrar una causa justificada. Sin embargo, seré el último en intentar impedirle que lo intente.

Hubo una pausa de cierta longitud, y Quinn se echó adelante, haciendo desbordar los límites de su rostro de la placa de visión, de manera que las líneas de su frente aparecieron con toda claridad.

--Byerley, ¿por qué sigue usted adelante? No pude usted ser elegido.
--¿No?
--¿Cree usted conseguirlo? ¿Cree usted que el hecho de no hacer el menor intento de probar la falsedad de la acusación de que es un robot, cuando podría hacerlo fácilmente con sólo infringir una de las tres leyes, no surte más efecto que convencer a la gente de que es usted un robot?
--Lo único que veo es que, de letrado vagamente conocido, pero siempre como un oscuro abogado metropolitano, me he convertido ahora en una figura mundial. Es usted un buen agente de propaganda.
--Pero es usted un robot.
--Eso dicen, pero no lo prueban.
--Está suficientemente probado para la elección.
--Entonces descanse..., han ganado
--Buenas tardes -dijo Quinn, con el primer tono de maldad en la voz, mientras cerraba el visifono.
--Buenas tardes -respondió Byerley, imperturbable, inclinándose ante la pantalla oscura.

Byerley volvió a traer a su casa a su "profesor" la semana antes de la elección. El vehículo aéreo aterrizó rápidamente en una parte oscura de la ciudad.

--No te muevas de aquí hasta después de la elección. -le dijo Byerley-. Será mejor que estés al margen si las cosas se pusieran feas.

La ronca voz que salió pausadamente de la torcida boca de John tenía acentos de preocupación.

--¿Hay peligro de violencia?
--Los Fundamentalistas amenazan con ella, de manera que supongo la hay, en sentido teórico. Pero en realidad espero que no. No tienen un poder real. No son más que el continuo factor irritante que al cabo de cierto tiempo puede producir disturbios. ¿Te importa quedarte aquí? No quisiera tenerme que preocupar por ti...
--¡Oh, me quedaré! ¿Sigues creyendo que todo irá bien?
--Estoy seguro de ello. ¿Nadie te ha molestado, allí?
--Nadie.
--¿Y por tu parte, todo fue bien?
--Bastante bien. No habrá dificultades por este lado.
--Entonces, ten cuidado y observa el televisor mañana, John -añadió Byerley, estrechando la contorsionada mano que tenía en las suya.

La frente de Lenton era una colección de arrugas en suspenso. Desempeñaba el poco agradable cargo de agente de la campaña electoral de Byerley, una compaña que no era una campaña, por cuenta de una persona que se negaba a revelar su estrategia y a aceptar la de su agente.

--¡No puedes! -Era su frase favorita. Había llegado a ser su única frase-. ¡Te digo, Steve, que no puedes!

Se detuvo delante del fiscal, que estaba entretenido hojeando el texto de su discurso.

--Deja esto, Steve. Mira, esta multitud ha sido organizada por los Fundamentalistas. No tendrás auditorio. Lo más fácil es que seas lapidado. ¿Por qué tienes que hacer un discurso en público? ¿Qué dificultad hay en una grabación, una grabación visual?
--¿Quieres que gane la elección, no?
--¡Ganar la elección!¡No vas a ganar, Steve! Estoy tratando de salvarte la vida.
--¡Oh, no estoy en peligro!
--¡No estás en peligro! ¡No estás en peligro! -exclamó Lenton produciendo un sonido áspero con la garganta-. ¿Vas a salir a este balcón delante de cincuenta mil locos idiotas y hacerles entender la razón... a un balcón, como un dictador medieval?
--Dentro de unos cinco minutos -dijo Byerley, después de haber consultado su reloj-, en cuanto estén libres las líneas de televisión.

La respuesta de Lenton no es traducible.

La muchedumbre llenaba una zona apartada de la ciudad. Los árboles y las casas parecían crecer en medio de la masa humana. Y más allá, el resto del mundo observaba. Era una elección puramente local, pero a pesar de esto, tenía un público mundial. Byerley se daba cuenta y sonreía. Pero no había de qué sonreír, en cuanto a la muchedumbre. Había banderas y letreros, injuriando y atacando en todas las formas posibles su supuesto robotismo. La hostilidad de aquella actitud iba creciendo en la atmósfera de una manera tangible.

Desde el principio, el discurso fue un fracaso. Competía con los aullidos de la muchedumbre y los rítmicos gritos de los grupos de Fundamentalistas que formaban islas humanas entre la multitud. Byerley hablaba lentamente, sin emoción Dentro, Lenton se mesaba el cabello, gruñía... y esperaba que corriese la sangre.

Se produjo un movimiento arremolinado en las primeras filas. Un ciudadano de rostro anguloso, con los ojos salientes y ropas demasiado cortas para sus alargados miembros, se abría paso hacia adelante. Un policía se precipitó hacia él, tratando de detenerlo, pero Byerley lo apartó con un gesto.

El hombre delgado estaba debajo mismo del balcón. Sus palabras se perdían entre el ruido, sin ser oídas, Byerley se inclinó sobre la barandilla.

--¿Qué dices? Si quieres hacer una pregunta justificada, la contestaré. -Se volvió hacia uno de los guardias-. Haz subir a este hombre.

Hubo una gran expectación entre la muchedumbre. Gritos de: "¡Callarse!" estallaron en varios sitios y el clamor se fue desvaneciendo. El hombre delgado, de rostro escarlata, estaba delante de Byerley.

--¿Tiene alguna pregunta que hacer?

El hombre delgado se quedó mirándolo y con voz estridente, dijo:

--¡Pégame!

Con súbita energía dobló la cabeza ofreciendo el mentón.

--¡Pégame! Dices que no eres un robot. ¡Pruébalo! ¡No puedes pegar a un ser humano... monstruo!

Hubo un profundo silencio de expectación. La voz de Byerley dijo:

--No tengo ningún motivo para pegarte.
--¡No puedes pegarme! -gritó el hombre-. ¡No quieres pegarme! ¡No eres humano! ¡Eres un monstruo! ¡Un falso hombre!

Y entonces Stephen Byerley apretando los labios, delante de los miles de personas que lo veían personalmente y los otros miles que lo seguían en las pantallas, cerró el puño y alcanzó al hombre en la barbilla. El retador se desplomó, sin otra expresión que la de una profunda sorpresa.

--Lo siento -dijo Byerley-. Llevároslo y ved que sea bien tratado. Quiero hablar con él cuando haya terminado.

Y cuando la doctora Susan Calvin, desde su sitio reservado, se dirigió a su automóvil y se dispuso a arrancar, sólo un reportero había vuelto suficientemente en sí de la sorpresa para correr tras ella y
dirigirle una pregunta que no fue oída.

--¡Es humano¡ -gritó Susan Calvin volviendo la cabeza.

Fue suficiente. El reportero dio media vuelta y echó a correr. El resto del discurso pudo calificarse de "pronunciado , pero no oído". La doctora Calvin y Stephen Byerley volvieron a reunirse una semana después de haber prestado el segundo juramento como alcalde. Era ya tarde, más de
medianoche.

--No parece usted cansado -dijo la doctora.
--Puedo aguantar todavía -dijo el recién elegido-. No se lo diga a Quinn.
--No se lo diré. Pero puesto que menciona usted su nombre, era interesante la historia de Quinn. Es una lástima haberla estropeado. Supongo que conoce usted su teoría...
--Parte de ella.
--Es altamente dramática. Stephen Byerley era un joven abogado, un elocuente orador, un gran idealista... y con un cierto olfato para la biofísica. ¿Se interesa usted por la robótica, Sr. Byerley?
--Sólo bajo el aspecto legal.
--Este era Stephen Byerley. Pero ocurrió un accidente. La mujer de Byerley murió; lo que le ocurrió a él fue peor todavía. Se quedó sin piernas, sin rostro, sin voz. Parte de su mentalidad quedó alterada. No se sometió a la cirugía estética. Se retiró del mundo, perdida su carrera legal..., sólo le quedaron las manos y la inteligencia. De una u otra forma consiguió obtener un cerebro positónico, incluso uno complejo, dotado de una gran capacidad de formular juicio sobre problemas éticos, que es la
más alta función robótica hasta ahora desarrollada. Formó un cuerpo a su alrededor. Lo entrenó a ser todo lo que hubiera sido y no podía ser ya. Lo mandó al mundo como Stephen Byerley, permaneciendo él como el viejo paralítico profesor que jamás nadie ha visto...
--Desgraciadamente -dijo el electo - estropeé todo esto por haber pegado a aquel hombre. Los periódicos dicen que el veredicto oficial que dio usted en aquella ocasión fue el de que era humano.
--¿Cómo ocurrió? ¿Le importa decírmelo? No pudo ser casual...
--No lo fue del todo. Quinn lo hizo casi todo. Mis hombres comenzaron a propalar la versión de que no había pegado nunca a un hombre, que era incapaz de pegar a un hombre; de que no hacerlo bajo la provocación sería la prueba fehaciente de que era un robot. Y entonces arreglé aquel estúpido discurso en público, con toda clase de publicidad, y, casi inevitablemente, hubo quien picó. Esencialmente, es lo que yo llamo un burdo truco. Un truco en el que la atmósfera artificial que se ha creado lo hace todo. Desde luego, los efectos emotivos hicieron mi elección segura, tal como
estaba previsto.
--Veo que invade usted mi campo -dijo la doctora en robopsicología-, como corresponde a todo político, supongo. Pero siento mucho que haya ocurrido así. Me gustan los robots. Me gustan mucho más que los seres humanos. Si fuese posible crear un robot capaz de ser funcionario civil, creo que haríamos un gran bien. Por las Leyes de la Robótica sería incapaz de dañar un ser humano, incapaz de tiranía, de corrupción, de estupidez, de prejuicio. Y una vez hubiese servido durante un periodo prudencial, dimitiría, aunque fuese inmoral, porque sería incapaz de perjudicar a los seres
humanos haciéndoles saber que habían sido gobernados por un robot. Sería el ideal.
--Salvo que un robot puede fallar, debido a la inherente inadaptación de su cerebro. El cerebro positónico no tiene nunca la complejidad del cerebro humano.
--Tendría consejeros. Ni aun un cerebro humano es capaz de gobernar sin ayuda.

Byerley miró a Susan Calvin con grave interés.

--¿Por qué sonríe usted, doctora Calvin?
--Sonrió porque Quinn no pensó en todo.
--¿Quiere usted decir que esta historia hubiera podido ir más lejos?
--Sólo un poco. Durante los tres meses anteriores a la elección, aquel Stephen Byerley de que habla
señor Quinn, aquel hombre destrozado, estaba en el campo por alguna razón misteriosa. Regresó a tiempo para su famoso discurso. Y después de todo, lo que aquel viejo parlítico hizo una vez podía hacerlo dos, particularmente siendo la segunda mucho más fácil, comparada con la primera.
--No acabo de entenderlo...

La doctora Calvin se levantó y se alisó el traje. Se disponía, evidentemente a marcharse.

--Quiero decir que hay sólo un caso en el que un robot puede pegar a un ser humano sin quebrantar la Primera Ley. Sólo uno.
--¿Y es...?

Susan Calvin estaba en la puerta. Pausadamente dijo:

--Cuando el ser humano a quien debe pegar es otro robot.

Su rostros se iluminó con una ancha sonrisa.

--Adiós, Sr. Byerley. Espero votar por usted dentro de cinco años... como organizador.
--Tengo que responder que me parece una idea un poco remota... -dijo él, sonriendo, mientras se cerraba la puerta detrás de Susan Calvin.


Me quedé mirándola con una especie de horro.

--¿Es verdad eso?
--Enteramente.
--¿Y el gran Byerley era simplemente un robot?
--No hubo manera de averiguarlo. Creo que lo era. Pero cuando decidió morir, se atomizó a sí mismo, de manera que no hubo nunca la prueba legal. Por otra parte..., ¿qué mas da?
--Pues...
--Guarda usted un prejuicio contra los robots, completamente irrazonable. Fue un excelente alcalde. Cinco años después fue elegido Organizador Regional. Y cuando la Región de Tierra formó su Federación en 2044, fue nombrado Primer Organizador. Pero por aquel tiempo eran las máquinas las que gobernaban al mundo...
--Sí, pero...
--¡Nada de "peros"! Las Máquinas son robots y gobiernan al mundo. Hace sólo cinco años que descubrí toda la verdad. Era en 2052; Byerley ejercía su segundo período como Organizador mundial...




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