Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

lunes, 27 de junio de 2016

Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - Campaña de Publicidad

Viene de Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - Odio




CAMPAÑA DE PUBLICIDAD

Escribí este cuento en marzo de 1953. Después de aparecer rápidamente en el Evening News de Londres, tardó tres años en cruzar el Atlántico; fue publicado en el primer número de Satellite Science Fiction (octubre de 1956). Según la Science Fiction Encyclopaedia, en cada uno de los cinco primeros volúmenes apareció un cuento mío; me avergüenza confesar que había olvidado incluso la existencia de aquella revista...

Aunque las referencias del relato son un tanto anticuadas, las cuestiones que suscita no lo son. Y por una curiosa coincidencia, lo releí la misma semana en que los medios de comunicación estaban celebrando tristemente el quincuagésimo aniversario de la famosa radiación de La guerra de los mundos, de Orson Welles (Mercury Theatre of tbe Air de CBS, 31 de octubre de 1938).

Durante las primeras décadas —después de que los marcianos hiciesen bajar el valor de los bienes inmuebles en Nueva Jersey—, los alienígenas buenos fueron pocos y estuvieron muy espaciados, siendo tal vez Klatuu, de Ultimátum a la Tierra, el ejemplo más notable. Sin embargo, hoy en día, gracias sobre todo a E. T. (El extraterrestre), los alienígenas amigos e incluso cariñosos se dan casi por supuesto. ¿Dónde está la verdad? 

En los últimos años, la total ausencia de pruebas fehacientes de vida en otros mundos ha llevado a numerosos científicos a sostener que la inteligencia es muy rara en el universo. Algunos (como Frank Tipler) han llegado a afirmar que estamos completamente solos, una proposición que nunca podrá ser probada, sino sólo desaprobada. (¿No fue Pogo quien dijo: «De todas maneras, es una idea asombrosa»?)

Desde luego, los alienígenas hostiles y malos se prestan mucho más a los cuentos apasionantes que los buenos. Además, como se ha observado muy a menudo, las Cosas con que Uno no Quería Encontrarse en los años cincuenta y sesenta, eran reflejo de la paranoia imperante en aquellos tiempos, sobre todo en Estados Unidos. Ahora que la Guerra Fría ha dado paso, afortunadamente, a la Tregua Tibia, podemos contemplar los cielos con menos aprensión.

Porque hemos conocido ya a Darth Vader... y él es nosotros.


El estampido de la última bomba atómica parecía persistir en el aire cuando se encendieron las luces. Durante un buen rato nadie se movió. Después, el productor ayudante preguntó ingenuamente:

—Bueno, R. B., ¿qué te ha parecido? R. B. se levantó de su asiento mientras sus acólitos esperaban a ver en qué dirección saltaría el gato. Entonces advirtieron que el puro de R. B. se había apagado. ¡Esto no había ocurrido ni en el avance de «G. W. T.W.»!
—¡Muchachos —exclamó, entusiasmado—, ¡aquí tenemos algo! ¿Cuánto dijiste que ha costado, Mike? —Seis millones y medio.
—Relativamente barato. Os diré una cosa: me comeré todos los rollos si el total de ingresos no supera el de Quo Vadis. —Se volvió con toda la rapidez que podía esperarse de un tipo de su corpulencia hacia un hombrecillo que seguía agazapado en su asiento en el fondo de la sala de proyecciones—. ¡Despierta, Joe! ¡La Tierra se ha salvado! Tu has visto todas las películas del espacio. ¿Cómo la situarías, en relación con las anteriores?
—No hay punto de comparación —dijo Joe—. Tiene todo el suspense de La cosa, sin aquella horrible decepción al final, cuando te enteras de que el monstruo era un ser humano. La única película que se le acerca un poco es La guerra de los mundos. Algunos efectos especiales eran casi tan buenos como los nuestros; pero, desde luego, George Pal no tenía 3D. Y esto representa una gran diferencia. Cuando se derrumbaba el puente de Golden Gate, creí que el pilar se me venía encima...
—El trozo que me ha gustado más —dijo Tony Auerbach, de Publicidad— es cuando el Empire State Building se raja por la mitad. Pero ¿no creéis que los dueños podrían demandarnos?
—¿Por qué? Nadie espera que algún edificio pueda resistir a los..., ¿cómo los llama el guión...?, demoledores de ciudades. Y a fin de cuentas, arrasarnos también todo el resto de Nueva York. ¡Uy..., aquella escena en el Holland Tunnel, cuando se derrumba el techo!

La próxima vez, cogeré el ferry.
—Sí, estuvo muy bien realizada, casi demasiado bien. Pero lo que realmente me impresionó fueron aquellas criaturas del espacio. La animación es perfecta. ¿Cómo lo hiciste, Nike?
—Secreto profesional —declaró el orgulloso productor—. Sin embargo, te lo diré.

Muchas cosas eran auténticas.

—¿Qué?
—Bueno, entiéndeme. No hemos estado en Sirio B. Pero en Cal Tech inventaron una microcámara y la empleamos para filmar arañas en acción. Insertamos las mejores tomas y creo que te costaría distinguir las que corresponden a la «micro» y las que se realizaron con el material normal del estudio. Ahora comprenderás por qué quería que los alienígenas fuesen insectos y no pulpos, como decía al principio el guión.
—Un buen tema para la publicidad —señaló Tony—. Pero hay una cosa que me preocupa. Aquella escena donde los monstruos secuestran a Gloria. ¿Crees que el censor...? Quiero decir que tal como lo hemos hecho, casi parece...
—No te preocupes. Esto es lo que se cree que pensará la gente. De todos modos, en el rollo siguiente dejamos bien claro que en realidad la quieren para un trabajo de disecación. Así que todo está bien.
—¡Será formidable! —exclamó R. B. con los ojos brillantes, como si ya estuviese viendo el alud de dólares cayendo en la caja—. ¡Vamos a invertir otro millón en publicidad! Ya me imagino los carteles, Tony. ¡OBSERVAD EL CIELO! ¡LLEGAN LOS DE SIRIO! Y haremos miles de modelos mecánicos. ¿Os los imagináis deslizándose de un lado a otro sobre sus patas peludas? Al público le encanta asustarse, y le asustaremos.

Cuando hayamos terminado, nadie será capaz de mirar al cielo sin que se le ponga la piel de gallina. Lo dejo en vuestras manos, muchachos. ¡Esta película hará historia!

Tenía razón. Monstruos del espacio conmovió al público dos meses más tarde. Al cabo de una semana del estreno simultáneo en Londres y en Nueva York, tal vez no había nadie en el mundo occidental que no hubiese visto los carteles de ¡ALERTA, TIERRA! o que no se hubiese estremecido ante las fotografías de los monstruos peludos caminando por la desierta Quinta Avenida sobre sus delgadas patas de múltiples articulaciones.

Dirigibles hábilmente disfrazados de naves espaciales surcaban el cielo, para confusión de los pilotos que se tropezaban con ellos, y había modelos mecánicos de los alienígenas invasores que volvían locas a las ancianas.

La campaña de publicidad fue brillante y la película se habría proyectado sin duda durante meses de no haber sido por una coincidencia tan desastrosa como imprevisible.

Mientras todavía era noticia el número de personas que se desmayaban en cada representación, los cielos de la Tierra se llenaron de pronto de largas y delgadas sombras deslizándose rápidamente entre las nubes...

El príncipe Zervashni era bondadoso pero propenso a la impetuosidad, un defecto muy propio de su raza. No había motivos para suponer que su actual misión de establecer contacto pacífico con el planeta Tierra suscitase ningún problema especial. La técnica correcta de aproximación se había elaborado a fondo durante muchos miles de años,

mientras el Tercer Imperio Galáctico ampliaba lentamente sus fronteras, absorbiendo planeta tras planeta, sol tras sol. Raras veces se tropezaba con dificultades: las razas realmente inteligentes pueden colaborar siempre, una vez superada la primera impresión de saber que no están solas en el universo. 

Cierto que la humanidad había salido de su primitiva fase bélica hacía tan sólo una generación. Sin embargo, esto no preocupaba al primer consejero del príncipe Zervashni, Sigisnin II, profesor de Astropolí-tica.

—Es la típica cultura de Clase E —dijo el profesor—. Avanzada en el aspecto técnico, pero bastante atrasada moralmente. Sin embargo, ya están acostumbrados al concepto de vuelo espacial y pronto nos reconocerán. Serán suficientes las precauciones normales hasta que nos ganemos su confianza.
—Muy bien —dijo el príncipe—. Di a los enviados que partan enseguida. Fue una desgracia que las «precauciones normales» no abarcasen la campaña de publicidad de Tony Auerbach, que ahora había alcanzado nuevas alturas de xenofobia interplanetaria. Los embajadores aterrizaron en el Central Park de Nueva York el mismo día en que un eminente astrónomo en apurada situación económica, y por ende susceptible a las influencias, anunció, en una entrevista ampliamente difundida que cualquier visitante del espacio sería probablemente hostil.

Los infortunados embajadores, que se dirigían a la sede de las Naciones Unidas, habían llegado a la calle 60 cuando tropezaron con la turba. La batalla no pudo ser más desigual, y los científicos del Museo de Historia Natural lamentaron que hubiesen quedado tan pocos restos para poder examinarlos.

El príncipe Zervashni hizo otro intento, en el otro lado del planeta, pero la noticia ya había llegado hasta allí. Esta vez los embajadores iban armados y vendieron caras sus vidas antes de sucumbir bajo la superioridad numérica de sus atacantes. Aun así, el príncipe no perdió la calma y hasta que su flota fue atacada con misiles, no decidió emprender una acción drástica.

Entonces, todo terminó en veinte minutos y fue realmente indoloro. Después, el príncipe se volvió a su consejero y dijo, subestimando considerablemente la situación: 

—Parece que tenía que ser así. Y ahora, ¿puedes comunicarme exactamente qué es lo que fue mal?

Sigisnin II cruzó los doce dedos flexibles con no disimulada angustia. No era sólo el espectáculo de la Tierra totalmente desinfectada lo que le afligía, aunque para un científico la destrucción de unos bellos ejemplares es siempre una gran tragedia. Lo preocupante era también la destrucción de sus teorías, y por consiguiente, de su fama.

—¡No lo comprendo! —se lamentó—. Desde luego, las razas que se encuentran en este nivel cultural a menudo son recelosas y se muestran inquietas cuando se establece el primer contacto. Pero éstos no habían tenido nunca visitantes y, por consiguiente, no había motivo para que se mostrasen hostiles.
—¿Hostiles? ¡Eran demonios! Creo que todos estaban locos.

El príncipe se volvió a su capitán, una criatura con tres piernas que parecía un ovillo de lana sostenido por tres agujas de hacer punto.

—¿Se ha reunido la flota?
—Sí, señor.
—Entonces regresaremos a la Base a toda velocidad. Este planeta me deprime.

En la Tierra muerta y silenciosa, los carteles seguían pregonando sus avisos en mil vallas de publicidad. Las malignas formas de insectos que se representaban cayendo del cielo no se parecían en absoluto al príncipe Zervashni, que, aparte de sus cuatro ojos, hubiese podido confundirse con un panda de piel púrpura, y que además habían venido de Rigel, no de Sirio.

Pero ahora era ya demasiado tarde para fijarse en estas cosas.


Continúa leyendo este libro en 

Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - El otro tigre

sábado, 25 de junio de 2016

Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - Odio

Viene de "Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - El camino hacia el mar"




ODIO



Esto va a ser demasiado inverosímil para un relato de ficción. Tendrán que aceptar mi palabra de que no me lo estoy inventando. Como casi había olvidado la génesis de la historia hasta que saqué mis amarillentas libretas de notas, todavía me siento algo incrédulo.

En febrero de 1960 —treinta años antes de que aparezcan impresas estas palabras—, el distinguido productor de cine William MacQuitty me pidió que escribiese un guión titulado El mar y las estrellas. Esto fue a los dos años de que el Sputnik I inaugurase la era espacial (octubre de 1957); ningún ser humano había viajado entonces más allá de la atmósfera y, a pesar de Laika y otros astronautas animales, en algunos círculos todavía se dudaba de que fuese posible una supervivencia prolongada en estado de ingravidez. 

Aunque desde luego entonces, no lo sabíamos, Yuri Gagarin ya se estaba preparando para el primer vuelo orbital (12 de abril de 1961), y Bill y yo estábamos totalmente seguros de que la primera persona en el espacio sería un ruso. Pensamos que seria una película fantástica si la cápsula se hundía en el Great Barrier Reef y era descubierta con el ocupante atrapado y vivo por un buceador que... no, no quiero aguarles la historia...

Nada salió del guión de película, que es lo que les ocurre al 99 por ciento de ellos. Sin embargo, pensé que la idea era demasiado buena para desperdiciarla y, al mes siguiente, escribí un cuento con ella. La revista Iflo publicó en noviembre de 1961 titulándolo At the End of the Orbit («Al final de la órbita»). Yo prefiero el título original, tiene más garra. 

Casi al mismo tiempo conocí al primer hombre que entraría en órbita; una de las cosas que poseo y que más aprecio es la autobiografía de Gagarin, con esta dedicatoria: «En recuerdo de nuestro encuentro en Ceilán, 11 de diciembre del 61.» Años más tarde, en Star City, estuve en el despacho de Gagarin, tal como lo había dejado antes de aquel vuelo fatal de adiestramiento, con el reloj de la pared parado en el momento de su muerte.

Cuando nos conocimos, Bill MacQuitty acababa de producir la película definitiva sobre la catástrofe del Titanio: A Night to Remember; el tema le interesaba sobre todo porque de muchacho había presenciado en Belfast la botadura del barco. Más tarde hizo un decidido pero vano esfuerzo por llevar a la pantalla Naufragio en el mar selenita. Al no poder filmar operaciones submarinas en la Luna, volvió a la Tierra con Above Us the Waves, historia del ataque de la Armada británica contra el acorazado Turpitz. También empleó Ceilán, — donde había trabajado en un banco en los años treinta—, como escenario de The Beachcomber, un cuento de Somerset Maugham de la época colonial, protagonizado por Robert Newton. («La última película —me dijo Bill—, en la que Bob estuvo sereno casi todo el tiempo.»)

Todas estas cuestiones pueden parecer un poco irrelevantes, pero no lo son. Porque el hombre que había observado la botadura del Titanio en 1910, y podía haberme pescado antes que Stanley Kubrick, acababa de entrar en mi despacho con el primer volumen de su autobiografía. Y estoy quebrantando una de mis normas más severas al escribir una introducción...

Pero aún no he terminado. Una semana después de que Bill MacQuitty abandone Colombo, vendrá el hombre que filmará por fin (toquen madera) Naufragio en el mar selenita, para discutir operaciones de salvamento en la Luna.

Y para hacer las cosas aún más complicadas, estoy trabajando en una novela sobre el centenario del Titanio; se acerca rápidamente el año 2012. Hablé de él una vez en Regreso a Titán, pero ahora Robert Ballard y su equipo lo han redescubierto, es hora de volver a los Grand Banks.


1

Tibor no lo vio. Estaba durmiendo e inmerso en su inevitable y doloroso sueño. Sólo Joey se encontraba despierto sobre cubierta, en la fresca quietud que precede a la aurora, cuando apareció el llameante meteoro encima de Nueva Guinea. Observó cómo ascendía en el cielo hasta pasar directamente por encima de su cabeza, apagando las estrellas y proyectando sombras que se movían rápidamente sobre la atestada cubierta.

La fuerte luz perfiló el aparejo desnudo, las cuerdas enrolladas y los tubos de aire, las escafandras hábilmente colocadas para la noche, incluso la isla baja y cubierta de palmeras a media milla de distancia. Al pasar hacia el sudoeste, sobre el vacío del Pacífico, empezó a desintegrarse.

Desprendió glóbulos incandescentes, dejando una estela de fuego a lo largo de un cuarto de su trayectoria en el cielo. Empezaba ya a extinguirse cuando Joey lo perdió de vista. Todavía resplandeciendo, se hundió en el horizonte, como si tratase de arrojarse contra la cara del sol oculto.

Si la vista era espectacular, el silencio absoluto resultaba enervante. Joey se quedó esperando, pero ningún sonido llegaba del cielo hendido. Cuando unos minutos más tarde se oyó un súbito chasquido en el mar, a poca distancia, la sorpresa le produjo un involuntario sobresalto; después se maldijo por haberse dejado asustar por una manta, aunque tenía que ser muy grande para haber hecho aquel ruido al saltar. No oyó nada más, y entonces volvió a dormirse.

En su estrecha litera, a popa del compresor de aire, Tibor no oyó nada. Dormía tan profundamente después del trabajo del día que le quedaba poca energía, incluso para los sueños. Y cuando los tenía, no eran los que hubiese querido. En las horas de oscuridad, cuando su mente rondaba por el pasado, nunca se detenía en recuerdos de deseo. Había tenido mujeres en Sydney, en Brisbane, en Darwin y en Thursday Island, pero ninguna en sus sueños. Lo único que siempre recordaba al despertar, en la fétida quietud del camarote, era el polvo, el fuego y la sangre cuando los tanques rusos entraron en Budapest. Sus sueños no eran de amor sino sólo de odio.

Cuando Nick lo sacudió para despertarlo, estaba esquivando a los guardias en la frontera austriaca. Tardó unos segundos en hacer el viaje de quince mil kilómetros hasta el Great Barrier Reef. Entonces bostezó, echó a patadas a las cucarachas que le hacían cosquillas en los dedos de los pies, y bajó de la litera. 

El desayuno era el mismo de siempre, desde luego: arroz, huevos de tortuga y carne en conserva, regado todo ello con té fuerte y dulce. Lo mejor de la comida de Joey era la abundancia. Tibor estaba acostumbrado a la monótona dieta. Lo compensaba, al igual que de otras privaciones, cuando volvía al continente.

El sol apenas había asomado en el horizonte cuando amontonaron los platos en la pequeña cocina y el lugre emprendió su ruta.

Nick parecía animado al ponerse al timón y apartarse de la isla. El viejo pescador de perlas tenía motivos para estarlo, ya que el banco de conchas en el que trabajaban era el más rico que Tibor había visto jamás. Con un poco de suerte llenarían la bodega en un día o dos y volverían a Thursday Island con media tonelada de conchas a bordo. Y entonces, con un poco más de suerte, podría dejar este peligroso trabajo y volver a la civilización.

Y no es que lamentase nada. El griego lo había tratado bien, y él había encontrado algunas perlas muy buenas al abrir las conchas. Pero ahora, después de nueve meses en el Reef, comprendía por qué el número de submarinistas blancos podía contarse con los dedos de una mano. Los japoneses, los canacas y los isleños podían soportarlo; pero muy pocos europeos.

El diesel enmudeció y el Arafura se detuvo.

Estaban a unos tres kilómetros de la isla, baja y verde sobre el agua, pero separada de ésta por una estrecha franja de playa deslumbrante. No era más que un banco de arena sin nombre, del que había logrado apoderarse un pequeño bosque. Sus únicos moradores eran las innumerables y estúpidas pardelas que anidaban en el blando suelo y hacían la noche odiosa con sus gritos agoreros.

Los tres buceadores apenas hablaron mientras se vestían. Cada uno sabía lo que tenía que hacer y no perdía tiempo en llevarlo a cabo. Al abrocharse Tibor la gruesa chaqueta de twill, Blanco, su ayudante, lavó el cristal del casco con vinagre, para que no se empañase. Entonces Tibor bajó por la escalera de cuerda, mientras le ponían el pesado casco y el coselete de plomo.

Aparte de la chaqueta, cuyo relleno repartía el peso por igual sobre sus hombros, llevaba su ropa corriente.

En aquellas aguas cálidas no había necesidad de trajes de caucho. El casco actuaba simplemente como una pequeña campana de buzo mantenida en posición por su propio peso. En caso de emergencia, el que lo llevaba (si tenía suerte) podía desprenderse de él y subir nadando sin estorbos a la superficie. Tibor lo había visto hacer, pero no tenía el menor deseo de experimentarlo.

Cada vez que se plantaba en el último escalón, agarrando el saco para las conchas con una mano y el cable de seguridad con la otra, acudía a su mente la misma idea. 

Estaba dejando el mundo que conocía; pero ¿era para una hora... o para siempre? Abajo, en el fondo del mar, estaban las riquezas y la muerte, y uno no podía estar seguro de cuál de las dos cosas le esperaba allí. Lo más probable es que fuera un día más de trabajo pesado y sin incidentes, como lo eran la mayoría de los días de la vida monótona del pescador de perlas. Pero Tibor había visto morir a uno de sus compañeros al enredarse el tubo del aire en la hélice del Arafura. Y había sido testigo de la agonía de otro, víctima de la enfermedad de los buzos. En el mar, nada era nunca seguro o cierto. 

Uno se arriesgaba con los ojos abiertos.

Y si perdía, de nada servían las lamentaciones.

Se apartó de la escalera, y el mundo del sol y el cielo dejó de existir. Debido al peso del casco, tuvo que agitar frenéticamente los pies para mantener el cuerpo vertical. Sólo podía distinguir una niebla azul y amorfa al hundirse hacia el fondo. Esperó que Blanco no tirase demasiado pronto del cable de seguridad. Tragando saliva y bufando, trató de despejar los oídos al aumentar la presión. El derecho se «destapó» con bastante rapidez, pero un dolor punzante, insoportable, aumentó rápidamente en el izquierdo, que lo
molestaba desde hacía varios días. Metió la mano debajo del casco, se tapó la nariz y sopló con toda su fuerza.

Hubo una brusca y silenciosa explosión dentro de su cabeza y el dolor cesó al instante. Ya no tendría más dificultades en esta inmersión.

Tibor tocó el fondo antes de verlo.

Su visión hacia abajo era muy limitada pues no podía inclinarse sin correr el riesgo de que se inundase el casco. Podía ver a su alrededor, pero no inmediatamente debajo de él. Lo que contempló era tranquilizador en su monotonía: un llano cenagoso y ligeramente ondulado que se difuminaba a unos tres metros de distancia. A un metro a su izquierda, un pececillo mordisqueaba un trozo de coral del tamaño y la forma de un abanico. Esto era todo. Aquí no había belleza ni era un lugar de ensueño submarino. Pero había dinero.

Y eso era lo que importaba.

El cable de seguridad dio un ligero tirón al empezar a derivar en la dirección del viento, moviéndose de lado sobre el sector, y Tibor empezó a avanzar con el paso saltarín y lento que le imponía la ingravidez y la resistencia del agua. Como buzo número dos, trabajaba desde la proa. En medio estaba Stephen, todavía algo inexperto, y a popa Billy, el primer buzo. Los tres hombres raras veces se veían cuando estaban trabajando; cada uno tenía su propio territorio que explorar, mientras el Arafura se deslizaba en silencio a favor del viento. Sólo en los extremos de los zigzags que trazaban, a veces se veían de refilón como vagas sombras entre niebla.

Se necesitaba práctica para distinguir las conchas debajo del camuflaje de algas y hierbas, pero con frecuencia los moluscos se delataban ellos mismos. Cuando sentían las vibraciones del hombre que se acercaba, se cerraban de golpe, y entonces se producía un fugaz destello nacarado en la penumbra. Sin embargo, incluso éstas escapaban a veces pues el barco en movimiento podía arrastrar al pescador antes de que pudiese agarrar su presa. En los primeros días de aprendizaje, a Tibor se le habían escapado bastantes ostras grandes, cualquiera de las cuales podía haber contenido una perla fabulosa. O así se lo había imaginado, antes de que se extinguiese para él el atractivo de la profesión y se percatase de que aquellas perlas resultaban tan raras que era mejor olvidarse de ellas.

La perla más valiosa que había pescado se había vendido por veinte libras, y las conchas que recogía en una buena mañana valían más. Si la industria hubiese dependido de las perlas y no del nácar, habría quebrado hacía años.

No había sentido del tiempo en este mundo de niebla. Uno caminaba debajo de la embarcación móvil e invisible, con el zumbido del compresor de aire golpeándole los oídos, y la verde neblina moviéndose delante de los ojos. A largos intervalos se descubría una concha, se la arrancaba del fondo del mar y se metía en la bolsa. Si uno tenía suerte,podía recoger un par de docenas en una sola inmersión. Pero también era posible que no encontrase ninguna.

Uno estaba alerta ante el peligro, pero éste no le preocupaba. Los verdaderos riesgos eran accidentes sencillos y nada espectaculares, como que se enredasen el tubo del aire o el cable de seguridad, no los tiburones, los grandes peces ni los pulpos. Los tiburones huían al descubrir burbujas de aire, y en todas las horas de inmersión, Tibor sólo había visto un pulpo de medio metro de diámetro. En cuanto a los peces gigantescos, bueno, había que tomarlos en serio porque se podían tragar de golpe a un buzo si estaban hambrientos. Pero no era probable encontrarlos en esta llanura desolada. No había cuevas de coral donde pudiesen establecer sus hogares. 

Por consiguiente, la impresión no habría sido tan fuerte si este ambiente gris y uniforme no le hubiese dado una sensación de seguridad. 

Estaba caminando con regularidad hacia una pared de niebla inalcanzable que se retiraba tan de prisa como se acercaba él. Y entonces, sin previo aviso, una particular pesadilla tomó cuerpo encima de él.


II

Tibor odiaba las arañas, y había cierta criatura en el mar que parecía deliberadamente resuelta a aprovecharse de aquella fobia. Él no había visto ninguna y su mente había eludido siempre la idea de semejante encuentro, pero sabía que el cangrejo araña japonés puede medir tres metros y medio desde las patas de un lado a las del otro. El hecho de que fuese inofensivo no le importaba en absoluto. Un cangrejo araña grande como un hombre no tenía derecho a la existencia.

En cuanto vio aparecer aquella jaula de miembros flacos en la masa gris de las aguas, Tibor empezó a chillar con terror incontrolable. No recordaba haber tirado del cable de seguridad, pero Blanco reaccionó con la percepción instantánea del ayudante ideal. Resonando todavía sus gritos en el casco, Tibor sintió que lo arrancaban del fondo del mar y lo subían hacia la luz, el aire... y la cordura.

Mientras ascendía, comprendió lo absurdo de su miedo y recuperó algo de su dominio. Pero cuando Blanco le quitó el casco, aún temblaba violentamente y tardó algún tiempo en poder hablar.

—¿Qué diablos pasa aquí? —preguntó Nick—. ¿Es que todos queréis terminar el trabajo antes de la hora?

Entonces Tibor se dio cuenta de que no había sido el primero en subir. Stephen estaba sentado en mitad del barco, fumando un cigarrillo, y al parecer totalmente despreocupado.

Un ayudante izaba al buzo de popa, que se preguntaría sin duda qué había sucedido, ya que el Arafura se había detenido y todas las operaciones se habían suspendido hasta que se resolviese la cuestión.

—Hay una especie de embarcación hundida ahí abajo —dijo Tibor—. Tropecé con ella. Lo único que pude ver fue un montón de cuerdas y de palos.

Para su gran contrariedad, el recuerdo hizo que empezase a temblar de nuevo.

—No veo por qué eso te provocó el tembleque —gruñó Nick.

Tampoco podía comprenderlo Tibor, sobre la cubierta bañada por el sol.

Era imposible explicar cómo podía una forma inofensiva, vista a través de una niebla, llenar completamente la mente de terror. 

—Casi me enredé con aquello —mintió—. Blanco tiró de mí con el tiempo justo.
—¡Hum! —murmuró Nick, no muy convencido—. En todo caso, no es un barco. — Señaló hacia el buzo que estaba en mitad de la embarcación—. Steve tropezó con un montón de cuerdas y de tela, dice que como un nailon grueso. Parece una especie de paracaídas. —El viejo griego miró disgustado la mojada colilla de su puro y la arrojó por encima de la borda—. En cuanto haya subido Billy, iremos a echar un vistazo. Puede que valga algo; recordad lo que le ocurrió a Jo Chambers.

Tibor lo recordaba; la historia era famosa a lo largo del Great Barrier Reef. Jo había sido un pescador solitario que, en los últimos meses de la guerra, había descubierto un BC-3 en aguas poco profundas a pocos kilómetros de la costa de Queensland. Después de prodigios de recuperación sin ayuda de nadie, se había abierto paso en el fuselaje y empezado a descargar cajas de herramientas perfectamente protegidas con envolturas impermeables.

Durante un tiempo había realizado un fructífero negocio de importaciones, pero cuando la policía dio con él, reveló de mala gana la identidad de su proveedor. Los «polis» australianos pueden ser muy persuasivos.

Y fue entonces, después de semanas y semanas de fatigoso trabajo debajo del agua, cuando Jo descubrió lo que había estado transportando el DC-3 además de las herramientas que, por valor de unos pocos miles de dólares, había estado vendiendo a los garajes y talleres del continente.

Las grandes cajas de madera que no se había decidido a abrir contenían la paga de una semana de las fuerzas del Pacífico. 

Aquí no habría tanta suerte, pensó Tibor al saltar de nuevo al agua. Pero el avión (o lo que fuese) podía contener instrumentos valiosos y tal vez habría una recompensa para quien los descubriese. Además, estaba en deuda consigo mismo. Quería ver exactamente qué era lo que le había causado semejante susto.

Diez minutos más tarde supo que no era ningún avión. Tenía otra forma y era mucho más pequeño; sólo unos seis metros de largo y la mitad de ancho. El estrecho objeto tenía escotillas de acceso y pequeñas portillas a través de las cuales atisbaban el mundo unos instrumentos desconocidos. Daba la impresión de estar desarmado, aunque un extremo parecía haber sido fundido por un terrible calor. Del otro brotaba una maraña de antenas, todas ellas rotas o torcidas por el choque contra el agua. Incluso ahora tenían un increíble parecido con las patas de un insecto gigante. 

Tibor no era tonto. Enseguida sospechó lo que era aquello.

Sólo subsistía un problema, y lo resolvió con facilidad. Aunque borradas en parte por el calor, aún había palabras legibles grabadas en algunas escotillas. Los caracteres eran cirílicos, y Tibor conocía el ruso lo bastante como para captar referencias a materiales electrónicos y sistemas de presurización.

«Así que han perdido un Sputnik», se dijo, satisfecho. Podía imaginar lo sucedido. Aquella cosa había descendido demasiado aprisa y a un lugar equivocado. En uno de los extremos había restos de flotadores; se habían reventado con el impacto y el vehículo se había hundido como una piedra.

La tripulación del Arafura tendría que disculparse con Joey. No había estado bebiendo. Lo que había visto arder en el cielo seguramente sería el cohete portador, que se había separado de su carga y caído sin control en la atmósfera de la Tierra.

Tibor permaneció durante mucho rato en el fondo del mar, con las rodillas dobladas a la manera típica del buzo, mientras observaba aquella criatura del espacio atrapada ahora en el elemento extraño. Su mente estaba llena de planes a medio elaborar, pero ninguno de ellos estaba todavía claro.

Ya no le importaba el dinero del salvamento. La perspectiva de la venganza era mucho más importante.

Aquí estaba una de las creaciones de las que más se enorgullecía la tecnología soviética, y Szabo Tibor, oriundo de Budapest, era el único hombre del mundo que lo sabía.

Tenía que haber alguna manera de aprovechar la situación, de producir daño al país y a la causa que ahora odiaba con tan ardiente intensidad. Aún no se había entretenido en analizar el verdadero motivo de este odio. Aquí, en este mundo solitario de mar y cielo, de vaporosos manglares y deslumbrantes bancos de coral, no había nada que le recordase
el pasado. Sin embargo, no podía librarse de él. Algunas veces despertaban los demonios de su mente y tenía accesos de rabia o un deseo cruel y desenfrenado de destrucción.

Hasta ahora había tenido suerte; no había matado a nadie. Pero algún día...

Un inquieto tirón de Blanco interrumpió sus sueños de venganza.

Dio una señal tranquilizadora a su ayudante e inició un examen más atento de la cápsula. ¿Cuánto pesaba? ¿Podía ser izada fácilmente? Debía descubrir muchas cosas, antes de trazar algún plan definitivo.

Se apoyó en la pared de metal ondulado y empujó cautelosamente. Percibió un claro movimiento, al oscilar la cápsula sobre el fondo marino. Tal vez podría ser levantada, incluso con las pocas poleas de que disponía el Arafura. Probablemente era más ligera de lo que parecía.

Tibor apretó el casco contra la sección plana de la cápsula y escuchó con atención. Había tenido cierta esperanza de oír algún ruido mecánico, como el zumbido de motores eléctricos. Pero el silencio era absoluto. Golpeó el metal con el mango de su cuchillo, tratando de calcular su grosor y de localizar cualquier punto débil. Su tercer intento dio resultado, pero no fue lo que esperaba.

La cápsula le respondió con un furioso y desesperado repiqueteo.

Hasta este momento a Tibor no se le había ocurrido pensar que pudiese haber alguien en el interior. La cápsula le había parecido demasiado pequeña.

Entonces se dio cuenta de que había estado pensando en términos de aviación convencional. Allí había espacio suficiente para un pequeño camarote a presión en el que un abnegado astronauta podría pasar unas pocas horas encogido.

Así como un calidoscopio puede cambiar completamente su dibujo en un solo movimiento, así los planes medio elaborados en la mente de Tibor se disolvieron y cristalizaron después en una nueva forma. Se humedeció los labios con la lengua detrás del grueso cristal del casco. Si Nick hubiese podido verlo, ahora se habría preguntado, como había hecho ya algunas veces, si su buzo número dos estaba completamente cuerdo. Todas sus ideas de una venganza remota e impersonal contra algo tan abstracto como una nación o una máquina se alejaron de su mente.

Ahora sería una cuestión de hombre a hombre.


III

—Te has tomado tiempo, ¿no? —dijo Nick—. ¿Qué has descubierto?
—Es ruso —dijo Tibor—. Algún tipo de Sputnik. Si lo atamos con una cuerda creo que podremos levantarlo del fondo. Pero es demasiado pesado para subirlo a bordo.

Nick dio una chupada a su eterno puro, con expresión reflexiva. El jefe estaba preocupado por una cuestión que no se le había ocurrido a Tibor. Si se realizaba alguna operación de salvamento allí, todos sabrían el sitio donde había estado el Arafura.

Cuando llegase la noticia a Thursday Island, su banco de ostras particular sería limpiado en un santiamén.

Tendrían que mantener en secreto todo el asunto o remolcar ellos mismos aquella maldita cosa y no decir dónde la habían encontrado. En todo caso, más parecía un engorro que algo valioso. Nick, que compartía casi todos los prejuicios de los australianos contra la autoridad, estaba convencido de que lo único que sacarían de su trabajo sería una bonita carta de agradecimiento.

—Los muchachos no quieren bajar —anunció—. Creen que es una bomba. Quieren dejarla donde está.
—Diles que no se preocupen —replicó Tibor—. Yo me encargaré de esto.

Trató de mantener su voz fría y normal, pero aquello era demasiado bonito para ser verdad. Si los otros oían los golpes desde dentro de la cápsula, sus planes se derrumbarían.

Señaló hacia la isla verde y adorable en el horizonte.

—Sólo podemos hacer una cosa. Si conseguimos levantarla medio metro del fondo, podremos llevarla hacia la costa. Una vez en aguas poco profundas, no será muy difícil arrastrarla hasta la playa. Utilizaremos los botes y tal vez enganchemos una polea en uno de aquellos árboles.

Nick consideró la idea sin mucho entusiasmo. Dudaba de que el Sputnik pudiese pasar a través del arrecife, incluso a sotavento de la isla. Pero era partidario de alejarlo de su banco de conchas. Siempre podrían dejarlo en otra parte, señalar el lugar con una boya y reclamar el mérito del hallazgo.

—Está bien —dijo—. Baja. Esa cuerda de dos centímetros es la más fuerte que tenemos; será mejor que te la lleves. Pero no te pases todo el día en esto; ya hemos perdido bastante tiempo.

Tibor no tenía intención de pasar todo el día. allí. Seis horas serían más que suficientes. Ésta era una de las primeras cosas que había aprendido de las señales a través de la pared.

Era una lástima que no pudiese oír la voz del ruso; pero el ruso podía oírle y esto era lo que realmente importaba. Cuando apoyó el casco en el metal y gritó, la mayoría de sus palabras fueron comprendidas. Hasta ahora había sido una conversación amistosa; Tibor no tenía intención de mostrar sus cartas hasta el momento psicológico adecuado.

La primera operación había sido establecer una clave: un golpe para decir «Sí» y dos para decir «No». Después se trataba sólo de hacer las preguntas más convenientes. Con tiempo, no había un hecho ni una idea que no se pudiese comunicar por medio de estas dos señales. Habría sido mucho más difícil si Tibor se hubiese visto obligado a emplear su rudimentario ruso. Se había alegrado, aunque no sorprendido, al descubrir que el piloto atrapado comprendía perfectamente el inglés. Había aire en la cápsula para otras cinco horas; su ocupante estaba ileso; sí, los rusos sabían el lugar donde había caído.

La última respuesta dio que pensar a Tibor. Tal vez el piloto estaba mintiendo, pero podía ser verdad lo que decía. Aunque algo había funcionado evidentemente mal en el regreso proyectado a la Tierra, los buques de rastreo del Pacífico tenían que haber localizado el lugar del impacto, aunque no podía saber con qué exactitud. Pero ¿qué importaba eso? Podían tardar días en llegar aquí, aunque viniesen a toda velocidad a las aguas territoriales australianas sin molestarse en pedir permiso a Canberra. Era dueño de la situación. Toda la fuerza de la URSS no podría hacer nada para frustrar sus planes antes de que fuese demasiado tarde. La pesada cuerda cayó en rollos sobre el fondo marino, levantando una nube de limo que se alejó como humo, impulsado por la lenta corriente. Ahora que el sol estaba más alto en el cielo, el mundo submarino ya no se encontraba envuelto en una penumbra gris. El fondo del mar era incoloro pero brillante, y el límite de la visión estaba ahora casi a cinco metros de distancia.

Tibor pudo observar toda la cápsula espacial por primera vez. Era un objeto tan peculiar, diseñado para condiciones más allá de toda experiencia normal, que engañaba a la vista. Uno buscaba en vano la parte de delante y la de atrás. No había manera de saber en qué dirección apuntaba al volar a toda velocidad en su órbita. 

Tibor apretó el casco contra el metal y gritó:

—¡He vuelto! —anunció—. ¿Puede oírme? Pam.
—He traído una cuerda y voy a atarla a los cables del paracaídas. Estamos a unos tres kilómetros de una isla. En cuanto la hayamos atado, pondremos rumbo hacia ella. No podemos sacarle del agua con la polea que llevamos a bordo, así que trataremos de llevarle a la playa. ¿Comprende? 

Pam.

Sólo tardó unos momentos en atar la cuerda; ahora era mejor que se apartase antes de que el Arafura empezase a levantar la cápsula.

Pero primero tenía que hacer algo.

—¡Eh! —gritó—. He atado la cuerda. Levantaremos esto dentro de un minuto. ¿Me oye? 

Pam.

—Entonces también podrá oír esto: nunca saldrá vivo de ahí. También esto lo he atado bien.

Pam, Pam.

—Tardará cinco horas en morir. Mi hermano tardó más, cuando pasó por un campo de minas. ¿Comprende? ¡Soy de Budapest! Le odio a usted, a su país y a todo lo que éste defiende. Me han arrebatado mi casa, mi familia; han convertido a mis compatriotas en
esclavos. ¡Ahora me gustaría ver su cara! Me gustaría verle morir. También a Theo le vi morir. Cuando estemos a medio camino de la isla, esta cuerda se romperá por donde yo la corte. Bajaré y ataré otra, y ésta también se romperá. Puede quedarse sentado y esperar las sacudidas.

Tibor se detuvo bruscamente, agotado por la violencia de sus emociones. No había lugar para la lógica o la razón en este orgasmo de odio. No se detuvo para pensar, porque no se atrevía a hacerlo. Pero en lo más recóndito de su mente, la verdad se estaba abriendo paso hacia la luz de la conciencia. No era a los rusos a quienes odiaba por todo lo que habían hecho. Se odiaba a sí mismo, porque había hecho más.

La sangre de Theo y de diez mil compatriotas había manchado sus propias manos. Nadie había sido más comunista que él ni nadie había creído más estúpidamente la propaganda de Moscú. En el instituto y en la universidad había sido el primero en buscar y denunciar a los «traidores» (¿a cuántos de ellos había enviado a los campos de trabajo o a las cámaras de tortura de la AVO?) Cuando descubrió la verdad, ya era demasiado tarde. Y ni siquiera entonces había luchado. Había echado a correr. 

Había corrido por todo el mundo, tratando de escapar a su culpa, y las drogas del peligro y la disipación lo habían ayudado a olvidar el pasado. Los únicos placeres que ahora le ofrecía la vida eran los abrazos sin amor que buscaba febrilmente cuando estaba en tierra firme, y su actual modo de existencia era prueba de que aquello no era suficiente.

Si ahora podía hacer tratos con la muerte, era sólo porque había venido aquí en busca de ella.

No hubo ningún sonido en la cápsula. Su silencio parecía despectivo, burlón. Tibor la golpeó con furia con el mango del cuchillo.

—¿Me has oído? —gritó—. ¿Me has oído?

Ninguna respuesta.

—¡Maldito seas! ¡Sé que estás escuchando! ¡Si no contestas, haré un agujero en la cápsula para que entre el agua!

Estaba seguro de que podía conseguirlo con la afilada punta del cuchillo. Pero esto era lo último que quería hacer; sería demasiado rápido, un fin demasiado fácil. Seguía sin oír nada; tal vez el ruso se había desmayado. Tibor esperó que no fuese así, pero era inútil demorarse aún más. Propinó un fuerte golpe de despedida a la cápsula e hizo señal a su ayudante.

Nick tenía noticias para él cuando salió a la superficie.

—La radio de Thursday Island no ha parado un momento. Los rusos están pidiendo a todo el mundo que busquen uno de sus cohetes. Dicen que debe estar flotando en alguna parte, frente a la costa de Queensland. Parece que están muy interesados en recuperarlo. 
—¿Han dicho algo más sobre él? —preguntó ansiosamente Tibor.
—Sí, que ha dado un par de vueltas alrededor de la Luna.
—¿Eso es todo?
—Nada más, que yo recuerde. Usaban muchos términos científicos que no comprendía.

Era de suponer; cuando fallaba alguno de sus experimentos, los rusos lo mantenían en secreto tanto como les era posible.

—¿Has dicho a Thursday Island que lo hemos encontrado?
—¿Estás loco? Además, el transmisor no funciona; no podría hacerlo aunque quisiera. ¿Has fijado bien la cuerda?
—Sí; mira si puedes levantarla del fondo.

El extremo de la cuerda había sido atado alrededor del palo mayor, y en pocos segundos quedó tirante. Aunque el mar estaba en calma, había un ligero oleaje y el lugre oscilaba en ángulos de diez o quince grados. A cada balanceo, las bordas se elevaban medio metro y descendían de nuevo. Había un montacargas con capacidad para varias toneladas, pero era necesario tener mucho cuidado al emplearlo.

La cuerda vibró, la madera crujió y, por un momento, Tibor temió que la debilitada cuerda se rompiese demasiado pronto. Pero resistió y se elevó la carga.

La izaron más a la segunda oscilación, y más a la tercera. Entonces se desprendió la cápsula del fondo marino y el Arafura escoró ligeramente hacia babor. —Vamos —dijo Nick, empuñando la rueda del timón—. Tendríamos que llevarla a medio kilómetro antes de que choque de nuevo.

El lugre empezó a moverse despacio en dirección a la isla, transportando su carga escondida debajo de él.

Apoyándose en la borda y dejando que el sol evaporase el agua de su ropa mojada, Tibor se sintió en paz por primera vez en... ¿cuántos meses? Incluso el odio había cesado de arder en su cerebro. Tal vez, como el amor, era una pasión que nunca podía satisfacerse. Pero al menos había sido saciada de momento.

No flaqueaba en su resolución. Estaba implacablemente empeñado en la venganza de manera tan extraña, tan milagrosa, se había puesto a su alcance. La sangre pedía sangre, y al fin podrían descansar lo; fantasmas que lo acosaban.


IV

Empezó a preocuparse cuando estaban a dos tercios del camino hacia la isla y la cuerda no se había roto. Todavía faltaban cuatro horas. Demasiado tiempo. Por primera vez se le ocurrió pensar que su plan podría fracasar. ¿Y si a pesar de todo Nick conseguía llevar la cápsula a la playa antes de la hora límite?

Con un fuerte chasquido que hizo vibrar toda la embarcación, la cuerda saltó en el agua, rociando en todas direcciones.

—Debí pensarlo —dijo Nick—. Estaba empezando a dar saltos. ¿Quieres bajar de nuevo o prefieres que envíe a uno de los muchachos?
—Ya me encargo yo —respondió apresuradamente Tibor—. Puedo hacerlo más de prisa que ellos.

Era cierto, pero tardó veinte minutos en localizar la cápsula. El Arafura se había apartado mucho de ella antes de que Nick pudiera parar el motor, y Tibor llegó a preguntarse si la hallaría.

Describió grandes arcos en el fondo del mar, y sólo terminó la búsqueda cuando se enredó accidentalmente en el paracaídas. La tela oscilaba con lentitud en la corriente, como un extraño y horrible monstruo marino; pero Tibor ya no temía nada, salvo el fracaso, y su pulso no se aceleró al ver aquella masa blanquecina delante de él. 

La cápsula estaba arañada y manchada de limo, pero parecía indemne. Ahora yacía de costado y parecía una gigantesca cántara de leche que se hubiese volcado. El pasajero tenía que haber saltado mucho en el interior. Pero si había caído de la Luna tenía que estar muy protegido, y probablemente seguiría en buen estado. Tibor confió en que así fuese. Sería una lástima perder las tres horas restantes.

Una vez más apoyó el casco oxidado en el ya no tan brillante metal de la cápsula.

—¡Eh! —gritó—. ¿Puedes oírme?

Tal vez el ruso tratara de engañarle guardando silencio, pero esto sería pedir demasiado a su sangre fría. Tibor tenía razón. Casi inmediatamente sonó el fuerte golpe de respuesta.

—Me alegro de que estés ahí —gritó—. Todo está saliendo como te dije, aunque me parece que tendré que cortar un poco más la cuerda.

La cápsula no respondió. Nunca volvió a responder, a pesar de que Tibor la golpeó una y otra vez en la siguiente inmersión... y en la siguiente.

Pero ahora ya no lo esperaba porque habían tenido que detenerse un par de horas para capear una turbonada, y el tiempo límite había pasado antes de que hiciese su último descenso.

Esto lo contrariaba un poco pues había proyectado un mensaje de despedida. Pero gritó de todos modos, aunque sabía que gastaba energías en vano.

Por la tarde, temprano, el Arafura se había acercado lo más posible a tierra. Había sólo unos pocos metros de agua debajo de él y la marea estaba descendiendo. La cápsula asomaba a la superficie en el seno de cada ola y al fin quedó firmemente varada en un banco de arena. Era inútil tratar de arrastrarla más. Estaría pegada allí hasta que la marea alta la desalojase.

Nick observó la situación con ojos de experto.

—Esta noche hay una marea de un par de metros —dijo—. Tal como ahora está situada, la cápsula sólo estará a medio metro del agua en la bajamar. Podremos ir hasta ella con los botes.

Esperaron frente al banco de arena mientras bajaba la marea y el sol. Las intermitentes emisiones de radio informaban de que la búsqueda se acercaba pero estaba todavía lejos de ellos. Avanzada la tarde, la cápsula estaba casi enteramente fuera del agua. La tripulación condujo el pequeño bote hacia ella con una renuencia que el propio Tibor compartía, a su pesar.

—Tiene que haber una puerta en el costado —in-. dicó de pronto Nick—. ¿Crees que habrá alguien dentro?
—Podría ser —respondió Tibor con voz no tan firme como hubiera deseado.

Nick lo miró con curiosidad. El buzo se había portado de una manera extraña durante todo el día, pero se abstuvo de preguntarle qué le sucedía. En esta parte del mundo, uno aprendía pronto a cuidar de sus propios asuntos.

El bote, meciéndose ligeramente en la mar rizada, había llegado ahora junto a la cápsula. Nick alargó una mano y agarró uno de los trozos retorcidos de antena. Después, con la agilidad de un gato, subió a la superficie curva de metal. Tibor no intentó seguirlo; desde el bote observó en silencio, cómo examinaba la escotilla de entrada.

—A menos que esté atrancada —dijo Nick—, tiene que haber alguna manera de abrirla desde fuera. Sería mala suerte que se necesitara alguna herramienta especial.

Su temor era infundado. La palabra «abrir» había sido grabada en diez idiomas alrededor de la cerradura y sólo se necesitaban unos segundos para comprender su funcionamiento. Al salir silbando el aire, Nick lanzó un «¡Uf!» y palideció de pronto. Miró a Tibor como buscando apoyo, pero Tibor eludió su mirada.

Nick se metió entonces de mala gana en la cápsula.

Estuvo allí mucho rato. Al principio pudieron oír golpes sordos en el interior, seguidos de una retahíla de palabrotas bilingües.

Y entonces siguió un silencio que se fue prolongando cada vez más.

Cuando al fin apareció la cabeza de Nick en la escotilla, su cara correosa, curtida por el viento, estaba gris y surcada de lágrimas. Cuando Tibor vio su increíble aspecto, sintió una súbita y terrible premonición. Algo había ido horriblemente mal, pero su mente estaba demasiado confusa para prever la verdad. Ésta se le manifestó bien pronto, cuando Nick le tendió su carga, no mucho más grande que una muñeca de gran tamaño.

Blanco la cogió, mientras Tibor se retiraba a la popa del bote.

Al mirar aquella cara tranquila y como de cera, unos dedos de hielo parecieron atenazar no sólo su corazón sino también su bajo vientre. En ese mismo instante, al comprender el precio de su venganza, el odio y el deseo murieron para siempre dentro de él.

La astronauta era tal vez más bella en la muerte de lo que había sido en vida. Aunque menuda, tenía que haber sido fuerte y muy capacitada para que le confiasen aquella misión. Yaciendo a los pies de Tibor, no era una rusa ni la primera mujer que había visto la cara oculta de la Luna. Era simplemente una muchacha a la que él había matado.

—Tenía esto apretado en la mano —dijo Nick con voz vacilante—. Tardé mucho rato en sacarlo de su puño.

Tibor apenas le oía, y ni siquiera miró el pequeño rollo de cinta magnetofónica que Nick tenía en la palma de la mano. No podía adivinar, en aquel momento de insensibilidad, que las Furias aún tenían que ensañarse con su alma... y que pronto todo el mundo estaría escuchando una voz acusadora de ultratumba, marcándole más irrevocablemente que a cualquier hombre desde Caín.



Continúa leyendo este libro en

Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - Campaña de Publicidad