Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

sábado, 13 de agosto de 2016

Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - El muro de oscuridad

Viene de Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - El hombre que cribaba el mar


EL MURO DE OSCURIDAD

La primera frase de El Muro de Oscuridad ha sido citada recientemente en documentos de Cosmología, porque algunos físicos teóricos creen ahora que es literalmente cierto. El cuento (reimpreso ahora en mi colección The Other Side of the Sky) refleja mi antigua curiosidad sobre dimensiones más altas y la naturaleza del espacio y del tiempo, aunque hace mucho que perdí la esperanza de seguir las teorías modernas en este campo.
El Muro de Oscuridad se funda realmente en dos ideas. Primera: la cinta de Moebius, por simple que parezca, contiene más de lo que se ve a simple vista. Segunda: el Universo es todavía más extraño de lo que podemos imaginar (hipótesis de Haldane).
Pocas horas después de escribir esto, tropecé con este pasaje en Sky & Telescope:
«Las leyes de la física de baja energía e incluso la dimensionalidad de espacio-tiempo, pueden ser diferentes en cada uno de estos miniuniversos el campo quantum que da origen al Universo no es uniforme a escala microscópica, sino que se parece a una espuma no homogénea y "caótica" de espacio-tiempo.» (The Self Reproducing Universe, por Eugene F. Mallove, septiembre 1988, págs. 253-56.)
¿Comprenden lo que quiero decir?

Muchos y extraños son los universos arrastrados como burbujas en la espuma del Río del Tiempo. Algunos, muy pocos, se mueven contra o a través de su corriente, y menos aún son los que se mantienen eternamente fuera de su alcance, sin saber nada del futuro ni del pasado. El cosmos diminuto de Shervane no era de ninguna de estas clases: su rareza era de un orden diferente. Contenía sólo un mundo, el planeta de la raza de Shervane, y una sola estrella, el gran sol Trilorne, que le daba vida y luz.

Shervane no conocía la noche porque Trilorne se hallaba siempre alto sobre el horizonte, acercándose sólo a él en los largos meses de invierno. Cierto que, más allá de las fronteras de la Tierra de la Sombra, había una estación en que Trilorne desaparecía debajo del borde del mundo y se hacía una oscuridad en la que nada podía vivir. Pero ni siquiera entonces la oscuridad era absoluta, aunque no había estrellas para mitigarla. 

Solo en un pequeño cosmos, presentando siempre la misma cara hacia su sol solitario, el mundo de Shervane era la última y más extraña broma del Hacedor de las Estrellas. Sin embargo, mientras contemplaba las tierras de su padre, las ideas que llenaban la mente de Shervane eran las mismas que habría podido concebir cualquier criatura humana. Sentía respeto, curiosidad y un poco de miedo, y por encima de todo, un gran deseo de salir al gran mundo que se extendía ante él. Todavía era demasiado joven para esto, pero la antigua casa se hallaba en el terreno más elevado en muchos kilómetros a la redonda, por lo que podía mirar hasta muy lejos la tierra que un día sería suya. Cuando se volvió hacia el norte, con Trilorne brillando sobre su cara, pudo ver a muchos kilómetros de distancia la larga cadena de montañas que torcía hacia la derecha, elevándose cada vez más hasta desaparecer detrás de él en dirección a la Tierra de la Sombra. Un día, cuando fuese mayor, cruzaría aquellas montañas por el puerto que conducía a las grandes tierras del este.

A su izquierda estaba el océano, a sólo unos pocos kilómetros, y a veces Shervane podía oír el estampido de las olas al romper sobre las playas suavemente inclinadas. Nadie sabía hasta dónde llegaba el océano. Algunos barcos habían intentado cruzarlo, navegando hacia el norte mientras Trilorne se elevaba cada vez más en el cielo y el calor de sus rayos se hacía más intenso. Mucho antes de que el gran sol alcanzase el cénit, se habían visto obligados a regresar. En el caso de que existieran las míticas Tierras del Fuego, no había esperanza de llegar a sus ardientes costas, a menos que las leyendas fueran realmente ciertas. Se decía que hubo un tiempo en que rápidas embarcaciones metálicas podían cruzar el océano, a pesar del calor de Trilorne, para llegar a las tierras del otro lado del mundo. Aquellos países ahora sólo podían alcanzarse con un tedioso viaje por tierra y mar, que únicamente podía acortarse un poco yendo lo más posible hacia el norte.

Todos los países habitados del mundo de Shervane se hallaban en un estrecho cinturón entre el calor ardiente y el frío insoportable. En cada uno de ellos, el lejano norte era una región inaccesible, azotada por la furia de Trilorne. Y al sur de todos los países se extendía la vasta y tenebrosa Tierra de la Sombra, donde Trilorne no era más que un pálido disco en el horizonte, a menudo completamente invisible.

Estas cosas las aprendió Shervane en los años de su infancia, durante los cuales nunca tuvo deseos de abandonar las vastas tierras entre las montañas y el mar. Desde los albores del tiempo, sus antepasados y las razas que los precedieron se habían afanado por hacer de sus tierras las mejores del mundo; si no lo habían conseguido, había sido por muy poco. Había jardines resplandecientes de extrañas flores; había arroyos que fluían suavemente entre rocas cubiertas de musgo para perderse en las aguas puras de un mar sin mareas; había campos de cereales que susurraban continuamente bajo el viento, como si generaciones de semillas aún no germinadas se hablasen unas a otras. En los extensos prados y entre los árboles, el manso ganado se movía a su antojo. Y allí estaba la casa grande, con sus vastas habitaciones y sus interminables pasillos; bastante grande en realidad, pero más aún en la mente de un niño.

Éste era el mundo que conocía y que amaba. Hasta ahora, lo que había detrás de sus fronteras no le había preocupado. 

Pero el universo de Shervane no era de los que están libres del dominio del tiempo. La cosecha maduraba y se recogía en los graneros. Trilorne se mecía lentamente en su pequeño arco de cielo, y con el paso de las estaciones fueron creciendo la mente y el cuerpo de Shervane. Su tierra parecía ahora más pequeña: las montañas estaban más cerca y bastaba un corto paseo desde la casa para llegar al mar. Empezó a aprender cosas sobre el mundo en el que vivía y a prepararse para el papel que tendría que representar en su desarrollo.

Algunas de estas cosas las aprendió de su padre, Sherval, pero la mayoría se las enseñó Grayle, que había venido del otro lado de las montañas en tiempos del padre de su padre, y que había sido preceptor de tres generaciones de la familia de Shervane. Éste apreciaba a Grayle, aunque el viejo le enseñaba muchas cosas que no deseaba aprender, y los años de su infancia pasaron agradablemente, hasta que le llegó el momento de cruzar las montañas e ir a las tierras de más allá. Hacía muchísimo tiempo que su familia había venido de los grandes países del este y, desde entonces y en cada generación, el hijo mayor había hecho aquella peregrinación para pasar un año de su juventud entre sus primos. Era una sabia costumbre pues allende las montañas se conservaban muchos conocimientos del pasado, y uno podía conocer hombres de otras tierras y estudiar sus costumbres.

En la última primavera, antes de la partida de su hijo, Sherval tomó tres criados y unos animales a los que llamaremos caballos, y llevó a Shervane a visitar aquellas partes del país en las que nunca había estado. Cabalgaron hacia el oeste, hasta el mar, y siguieron por su orilla durante muchos días, hasta que Trilorne fue visible más cerca del horizonte.

Luego siguieron hacia el sur, alargándose sus sombras ante ellos, y sólo volvieron hacia el este cuando los rayos del sol parecieron haber perdido toda su fuerza. Ahora estaban dentro de los límites de la Tierra de la Sombra, y no sería prudente ir más hacia el sur hasta que fuese pleno verano.

Shervane cabalgaba al lado de su padre, observando el paisaje cambiante con la ávida curiosidad del muchacho que ve un nuevo país por vez primera. Su padre hablaba del campo, de los cultivos que podrían prosperar allí y de los que podrían fracasar. Pero la atención de Shervane estaba en otra parte: contemplaba la desolada Tierra de la Sombra, preguntándose hasta dónde se extendía y qué misterios ocultaba.

—Padre —dijo ahora—, si fueses hacia el sur en línea recta, cruzando la Tierra de la Sombra, ¿llegarías al otro lado del mundo?

Su padre sonrió.

—Los hombres se han hecho esta pregunta desde hace siglos —explicó—, pero hay dos razones por las que nunca sabrán la respuesta.
—¿Cuáles son?
—La primera es la oscuridad y el frío, desde luego. Incluso aquí, nada puede vivir durante los meses de invierno. Pero hay otra razón más poderosa. Quizás ya, te haya hablado Grayle de ella.
—Me parece que no; al menos no lo recuerdo.

Sherval se puso en pie sobre los estribos y observó la tierra, hacia el sur.

—Tiempo atrás conocía muy bien este lugar —dijo a Shervane—. Ven, voy a enseñarte algo.

Se desviaron del camino que habían estado siguiendo, y durante varias horas cabalgaron nuevamente de espaldas al sol. La tierra se elevaba ahora con suavidad, y Shervane, se dio cuenta de que estaban subiendo a una cadena de montañas rocosas que apuntaba como una daga al corazón de la Tierra de la Sombra. Por fin llegaron a un monte demasiado empinado para que pudiesen subir los caballos; desmontaron y dejaron los animales al cuidado de los servidores.

—Se puede dar un rodeo —indicó Sherval—, pero es más rápido subir a pie que llevar los caballos al otro lado.

El monte, aunque escarpado era pequeño, y llegaron a la cima en pocos minutos. Al principio, Shervane no pudo ver nada que no hubiese visto antes; era el mismo desierto ondulado, que parecía hacerse más oscuro y amenazador a cada paso que daban alejándose de Trilorne.

Se volvió a su padre, un poco desconcertado, pero Sherval señaló hacia el lejano sur y trazó una cuidadosa línea a lo largo del horizonte.

—No es fácil de distinguir —dijo pausadamente—. Mi padre me lo mostró desde este mismo lugar, muchos años antes de que tú nacieras.

Shervane miró hacia la sombra. El cielo meridional era tan oscuro que resultaba casi negro, y descendía para encontrarse con el borde del mundo. Pero no del todo, porque a lo largo del horizonte, en una gran curva que se separaba la tierra del cielo, y que parecería no pertenecer a ninguno de los dos, se veía una franja de oscuridad más profunda, negra como la noche que Shervane no había conocido jamás.

Miró fijamente aquello durante mucho rato, y tal vez algún atisbo del futuro se deslizó en su alma pues aquella tierra oscura pareció de pronto viva y como si lo estuviese esperando. Cuando al fin apartó la mirada, supo que nada volvería a ser lo mismo, aunque era todavía demasiado joven para reconocer el desafío.

Y así fue como Shervane vio el Muro por primera vez en su vida.

A principios de la primavera se despidió de los suyos y cruzó con un criado las montañas para ir a las grandes tierras del mundo oriental. Allí conoció a hombres que tenían antepasados comunes con él, y allí estudió la historia de su raza, las artes nacidas en tiempos antiguos, y las ciencias que habían regido las vidas de los hombres. En los lugares de enseñanza se hizo amigo de muchachos que habían venido al este desde más lejos aún; a pocos de ellos volvería a ver de nuevo, pero había uno que representaría en su vida un papel más importante de lo que ninguno de los dos podía imaginar. El padre de Brayldon era un famoso arquitecto, pero su hijo pretendía superarlo. Viajaba de un país a otro, siempre aprendiendo, observando, preguntando. Aunque sólo tenía unos pocos años más que Shervane, su conocimiento del mundo era infinitamente mayor, o al menos eso le parecía a su compañero más joven. 

Entre los dos despedazaban el mundo y lo reconstruían según sus deseos. Brayldon soñaba ciudades cuyas grandes avenidas e importantes torres eclipsarían incluso a las maravillas del pasado. El interés de Shervane recaía más bien en la gente que viviría en aquellas ciudades y en la manera en que organizarían sus vidas.

Con frecuencia hablaban del Muro, que Brayldon conocía por los relatos de su familia, pero que no había visto nunca con sus ojos. Muy hacia el sur de cada país, como Shervane había podido comprobar, se extendía como una gran barrera a través de la Tierra de la Sombra. Viajeros que habían estado en aquellas playas solitarias, apenas calentadas por los últimos y débiles rayos de Trilorne, habían observado cómo marchaba la oscura sombra del Muro mar adentro, despreciando las olas bajo sus pies. Y en las costas lejanas, otros viajeros lo habían visto avanzar a través del océano y adelantarles en su viaje alrededor del mundo.

—Un tío mío, cuando era joven, fue una vez hasta el Muro —dijo Brayldon—. Lo hizo por una apuesta, y cabalgó durante diez días para llegar a él. Creo que lo aterrorizó, de enorme y frío como era. No pudo saber si era de metal o de piedra, y cuando lanzó unos gritos no se oyó ningún eco sino que la voz se fue extinguiendo rápidamente, como si el Muro se hubiese tragado el sonido. Mi familia cree que es el fin del mundo, y que más allá no hay nada.
—Si esto fuese verdad —replicó Shervane con lógica irrefutable—, el océano se habría vertido por el borde antes de que se construyese el Muro.
—No, si lo construyó Kyrone al crear el mundo.

Shervane no estuvo de acuerdo.

—Los míos creen que es obra del hombre, tal vez de los ingenieros de la Primera Dinastía que hicieron tantas maravillas. Si realmente disponían de naves que podían llegar a las Tierras del Fuego, e incluso naves que podían volar, debían tener conocimientos suficientes para construir el Muro.

Brayldon se encogió de hombros.

—Debieron tener buenas razones —dijo—. Nunca sabremos la respuesta, así que no merece la pena preocuparnos. 

Este consejo eminentemente práctico era, según pudo descubrir, todo lo que le daría el hombre corriente. Sólo los filósofos se interesaban por preguntas sin respuesta: para la mayoría de la gente, el enigma del Muro, como el problema de la existencia, era algo que apenas pasaba por su mente. Y todos los filósofos que había conocido le habían dado respuestas diferentes.

Primero fue Grayle, al que preguntó a su regreso de la Tierra de la Sombra. El viejo lo miró serenamente y dijo: 

—Sólo hay una cosa detrás del Muro, según he oído decir. Y es la locura.

Después fue Artex, que era tan viejo que apenas si podía oír las tímidas preguntas de Shervane. Había mirado al muchacho entre unos párpados que parecían demasiado cansados para abrirse del todo, y le había respondido, después de mucho rato: 

—Kyrone construyó el Muro en el tercer día de la creación del mundo. Lo que hay más allá lo sabremos cuando muramos, porque es allí donde van las almas de los muertos. 

En cambio, Irgan, que vivía en la misma ciudad, le había dado una respuesta totalmente distinta:

—Sólo la memoria puede contestar tu pregunta, hijo mío. Porque detrás del Muro está la tierra donde vivimos antes de nacer.

¿A quién tenía que creer? Lo cierto era que nadie lo sabía: si alguna vez se había tenido este conocimiento, se había perdido desde tiempo inmemorial.

Aunque esta indagación no había tenido éxito, Shervane había aprendido muchas cosas en aquel año de estudio. Cuando llegó la primavera se despidió de Brayldon y de los demás amigos a quienes había tratado durante tan poco tiempo, y se lanzó a la antigua carretera que lo conduciría de nuevo a su país. Hizo de nuevo el peligroso viaje, atravesando el gran puerto de montaña donde las paredes de hielo se alzaban amenazadoras hacia el cielo. Llegó al lugar donde la carretera se torcía hacia abajo, de nuevo hacia el mundo de los hombres, donde había calor y corrientes de agua y la respiración no resultaba penosa por el aire helado. Desde allí, en la última cuesta del camino, antes de descender al valle, se podía ver una gran extensión de tierra y el resplandor lejano del océano. Y desde allí, casi perdida en la niebla, en el borde del mundo, Shervane pudo ver la línea de sombra que era su propio país.

Descendió por la ancha cinta de piedra hasta que llegó al puente que los hombres habían construido sobre la catarata, hacía mucho tiempo, cuando el único camino fue destruido por un terremoto. Pero el puente ya no estaba: las tormentas y los aludes de principios de la primavera se habían llevado uno de los macizos pilares, y el bello arco iris de metal yacía trescientos metros más abajo, como una ruina retorcida, sobre el agua y la espuma. Hasta después del verano no podría abrirse de nuevo la carretera. Y Shervane se volvió tristemente, sabiendo que tendría que pasar otro año antes de que pudiese regresar a su casa.

Se detuvo durante un buen rato en la última curva de la carretera, mirando atrás, hacia la tierra inalcanzable que guardaba todo lo que él amaba. Pero la niebla se había cerrado sobre ella y no pudo verla. Desanduvo resueltamente el camino hasta que desaparecieron las tierras despejadas y lo envolvieron de nuevo las montañas.

Cuando regresó Shervane, Brayldon aún estaba en la ciudad. Se quedó sorprendido pero al mismo tiempo se alegró de ver a su amigo, y juntos discutieron lo que tendrían que hacer al año siguiente. Los primos de Shervane, que apreciaban a su huésped, no lamentaron verlo de nuevo, pero sugirieron amablemente que no estaría bien considerado que dedicase otro año a sus estudios.

El plan de Shervane fue madurando lentamente, frente a una considerable oposición. Ni siquiera Brayldon se mostró muy entusiasta al principio, y sólo después de muchas discusiones se avino a colaborar. A partir de entonces, la conformidad de los demás fue sólo cuestión de tiempo.

Se acercaba el verano cuando los dos muchachos emprendieron el viaje hacia el país de Brayldon. Cabalgaban velozmente, porque el trayecto era largo y debían terminarlo antes de que Trilorne iniciase su descenso de invierno. Cuando llegaron a las tierras que Brayldon conocía, hicieron ciertas preguntas que fueron recibidas con sacudidas de cabeza. Pero las respuestas que les dieron fueron exactas. Pronto se encontraron en la Tierra de la Sombra, y Shervane vio el Muro por segunda vez en su vida.

No parecía muy lejos cuando lo divisaron, elevándose en una llanura desolada y solitaria. Pero tuvieron que cabalgar durante mucho tiempo sobre aquella llanura antes de acercarse al Muro. Casi habían llegado a sus pies cuando se dieron cuenta de lo cerca que estaban de él, pues no había manera de calcular la distancia hasta que podía tocarse alargando el brazo.

Cuando Shervane contempló aquella monstruosa pared de ébano que tanto había turbado su mente, tuvo la impresión de que se cernía sobre él y que estaba a punto de derrumbarse y aplastarlo. Apartó con dificultad los ojos de la visión hipnótica y se acercó todavía más para examinar el material de que estaba construido. 

Tal como le había explicado Brayldon, era frío al tacto, más frío de lo normal incluso en aquella tierra privada de sol. No era duro ni blando, pues su textura eludía la mano de una manera difícil de comprender. Shervane notó que algo le impedía establecer contacto con la superficie, pero no vio ningún espacio entre el Muro y sus dedos cuando los apoyó en él.

Más extraño era aún el misterioso silencio de que había hablado el tío de Brayldon: las palabras eran amortiguadas, y todos los sonidos se extinguían con una rapidez anormal.  

Brayldon descargó algunos instrumentos y herramientas de los caballos y empezó a examinar la superficie del Muro. Pronto descubrió que ningún taladro ni instrumento cortante podría mellarlo, y llegó a la misma conclusión que Shervane. El Muro no sólo era inexpugnable sino que resultaba imposible establecer contacto con él.

Contrariado, cogió una regla de metal totalmente recta y aplicó su borde contra la pared. Mientras Shervane sostenía un espejo para reflejar la débil luz de Trilorne a lo largo de la línea de contacto, Brayldon observó la regla desde el otro lado. Tal como había imaginado, entre las dos superficies había una estrechísima raya de luz.

Brayldon miró pensativo a su amigo.

—Shervane —dijo—, no creo que el Muro esté hecho de materia según el concepto que tenemos de ella.
—Entonces tal vez eran ciertas las leyendas que señalaban que no había sido construido sino creado tal como lo vemos ahora.
—También yo pienso lo mismo —convino Brayldon—.Guardó sus herramientas inservibles y empezó a montar un sencillo teodolito portátil.
—Ya que no puedo hacer nada más —dijo con una sonrisa forzada—, al menos podré saber exactamente su altura.

Cuando miraron atrás para echar un último vistazo al Muro, Shervane se preguntó si volvería a verlo. Nada más podía averiguar: debía olvidar para siempre al absurdo sueño de que un día podría descubrir su secreto. Tal vez no había ningún secreto; tal vez la Tierra de la Sombra se extendía más allá del Muro y seguía la curva del mundo hasta volver a encontrar la misma barrera. Esto parecía lo más probable. Pero si era así, ¿porqué había sido construido el Muro, y qué raza lo había hecho?

Hizo un esfuerzo extraordinario por apartar estas cuestiones de su mente y cabalgó hacia la luz de Trilorne, pensando en un futuro en que el Muro no jugaría más papel que el que tenía en las vidas de otros hombres. 

Pasaron por tanto dos años antes de que Shervane pudiese regresar a su casa. En dos años pueden olvidarse muchas cosas, sobre todo cuando se es joven; incluso la más próximas al corazón pierden su diafanidad y no es posible recordarlas con claridad. Cuando Shervane pasó por las últimas estribaciones de las montañas y se halló de nuevo en la tierra de su infancia, el gozo del regreso a casa estuvo mezclado con una extraña tristeza. ¡Había olvidado tantas cosas que pensaba que siempre recordaría!

Se tenía noticia de su regreso y pronto vio un grupo de caballos que galopaban hacia él por la carretera. Espoleó ansiosamente su montura, preguntándose si Sherval habría salido a recibirle, y se sintió un poco desilusionado al ver que era Grayle quien iba al frente de la comitiva.

Shervane se detuvo cuando el viejo llegó junto a él. Entonces Grayle apoyó una mano en su hombro, pero volvió la cabeza y estuvo un rato sin poder hablar.

Shervane se enteró entonces de que las tormentas del año anterior habían destruido algo más que el viejo puente: un rayo había arruinado completamente su casa. Años antes de lo previsto, todas las tierras que poseía Sherval habían pasado a manos de su hijo. E incluso mucho más, pues toda la familia se hallaba reunida en la casa grande, siguiendo la costumbre anual, cuando el fuego descendió sobre ella. Todo lo que había entre las montañas y el mar había pasado a su poder en un instante. Era el hombre más rico que había conocido su país durante generaciones, pero lo habría dado todo por poder mirar de nuevo los ojos grises y tranquilos del padre, a quien nunca volvería a ver.

Trilorne había salido y se había puesto muchas veces en el cielo desde que Shervane se había despedido de su infancia en la carretera que bordeaba las montañas. La tierra había prosperado en los años transcurridos, y las propiedades que Shervane poseía de pronto habían aumentado continuamente de valor. El las había administrado bien, y ahora volvía a tener tiempo para soñar. Más aún, tenía riquezas suficientes para hacer que sus sueños se convirtiesen en realidad.

Con frecuencia habían llegado noticias, desde el otro lado de las montañas, del trabajo que estaba haciendo Brayldon en el este, y aunque los dos amigos no habían vuelto a encontrarse desde su juventud, habían intercambiado mensajes con regularidad. Brayldon había realizado sus ambiciones: no sólo había diseñado los dos edificios más grandes levantados desde los antiguos tiempos, sino que había proyectado toda una nueva ciudad, aunque no podría verla terminada en vida. Al conocer estas cosas, Shervane recordaba las aspiraciones de su propia juventud, y su pensamiento volaba a través de los años al día en que los dos habían llegado al pie del majestuoso Muro. Durante mucho tiempo luchó contra sus ideas, temiendo revivir viejos afanes que no podrían ser saciados.

Pero al fin tomó su decisión y escribió a Brayldon, porque ¿de qué servían la riqueza y el poder si no podían emplearse para llevar a cabo sus sueños? 

Mientras esperaba la respuesta se preguntó si Brayldon habría olvidado el pasado en los años que le habían dado fama. No tuvo que esperar mucho: Brayldon no podía venir enseguida, pues tenía que terminar obras importantes, pero cuando estuviesen concluidas se reuniría con su viejo amigo. Shervane le había lanzado un desafío digno de él, un desafío que, si salía triunfante le daría más satisfacción que todo lo que había hecho hasta entonces.

Vino a principios del verano siguiente, y Shervane fue a recibirlo a la carretera, al pie del puente. Eran unos muchachos cuando se habían despedido, y ahora se acercaban a la edad madura; sin embargo, al saludarse, los años parecieron desvanecerse y uno y otro se alegraron interiormente al ver lo bien que había tratado el Tiempo al amigo que recordaba.

Pasaron muchos días hablando de los planes que había diseñado Brayldon. La obra era enorme y tardaría muchos años en realizarse, pero para un hombre tan rico como Shervane era factible llevarla a cabo. Antes de prestar su conformidad definitiva, llevó a su amigo a ver a Grayle.

El viejo llevaba viviendo algunos años en la casita que Shervane había construido para él. Durante mucho tiempo no había desempeñado un papel activo en el cuidado de las grandes fincas, pero siempre estaba a punto para dar un consejo, que era invariablemente acertado.

Grayle sabía por qué había venido Brayldon a esta tierra, y no mostró sorpresa cuando el arquitecto le mostró sus planos. El dibujo más grande representaba el Muro, con una gran escalera subiendo a su lado desde el llano. A seis intervalos iguales, la rampa que ascendía lentamente se detenía en amplias plataformas, la última de las cuales estaba a poca distancia de lo alto, del Muro. Sobresaliendo de la escalera, en una veintena de puntos a lo largo de ella, había unos contrafuertes volantes que Grayle consideró al principio muy frágiles y delicados para el trabajo que tenían que hacer. Pero entonces se
percató de que la gran rampa se sostendría en gran parte por sí sola y que, en un lado, todo el impulso lateral sería soportado por el propio Muro.

Miró en silencio el plano durante un rato, y después observó pausadamente:

—Siempre has conseguido salirte con la tuya, Shervane. Tenía que haber sospechado que esto ocurriría algún día. 
—Entonces, ¿crees que es una buena idea? —preguntó Shervane.

Nunca había obrado contra los consejos del viejo y estaba ansioso por conocerlos ahora. Como de costumbre, Grayle fue directamente al grano.

—¿Cuánto costará? —preguntó.

Cuando Brayldon dio la cifra, se produjo un impresionante silencio.

—Esto incluye —añadió apresuradamente el arquitecto—. La construcción de una buena carretera a través de la Tierra de la Sombra y la de una pequeña población para los trabajadores. La escalera propiamente dicha se hará con un millón de bloques idénticos que serán ensamblados para formar una estructura rígida. Espero que podamos hacerlos con los minerales que encontraremos en la Tierra de la sombra. —Suspiró suavemente—. Me habría gustado construirla con varillas de metal soldadas, pero esto aún habría costado más porque habrían tenido que traerse del otro lado de las montañas.

Grayle examinó más atentamente el plano.

—¿Por qué te has detenido antes de lo alto del Muro? —preguntó.

Brayldon miró a Shervane, que contestó la pregunta un poco confuso.

—Quiero ser el único que haga la ascensión final —declaró—. La última fase será una máquina elevadora sobre la plataforma más alta. Puede ser peligroso, y por eso iré solo.

No era la única razón, pero sí buena. Grayle había dicho que detrás del Muro estaba la locura. Si esto era verdad, no hacía falta que nadie más lo viese.

Grayle prosiguió en su tono pausado y soñador:

—En este caso, lo que hagas no será bueno ni malo ya que sólo te afectará a ti. Si el Muro fue construido para impedir que algo pase a nuestro mundo, seguirá siendo infranqueable desde el otro lado.

Brayldon asintió con la cabeza.

—Ya había pensado en eso —dijo con un poco de orgullo—. En caso necesario la rampa podrá ser destruida al instante por explosivos colocados en sitios adecuados. 
—Está muy bien —comentó el viejo—. Aunque yo no creo en esas historias, conviene estar preparados. Espero que cuando quede terminada la obra aún esté aquí. Y ahora intentaré recordar lo que oí sobre el Muro cuando era tan joven como eras tú. Shervane, cuando me preguntaste por vez primera sobre esto.

Antes de que llegase el invierno, se había trazado la carretera del Muro y se había comenzado los cimientos de la población provisional. La mayoría de los materiales que necesitaba Brayldon no eran difíciles de encontrar, porque la Tierra de la Sombra era rica en minerales. Brayldon también había observado el Muro y elegido el lugar para levantar la escalera. Cuando Trilorne empezó a hundirse en el horizonte, Brayldon estaba muy satisfecho del trabajo realizado.

El verano siguiente se habían tallado a satisfacción de Brayldon los primeros de los innumerables bloques, y antes de que llegase el invierno ya tenían varios miles y habían puesto parte de los cimientos. Brayldon dejó a un ayudante de confianza al cuidado de la producción para él poder reanudar su trabajo interrumpido. Cuando se hubiesen elevado los bloques suficientes, volvería para supervisar la construcción, pero hasta entonces no sería necesaria su presencia.

Shervane cabalgaba dos o tres veces al año hasta el Muro para ver cómo se apilaba el material en grandes pirámides, y cuatro años más tarde Brayldon volvió con él. Las hileras de piedra empezaron a trepar junto al flanco del Muro, y los delicados contrafuertes comenzaron a arquearse en el espacio. Al principio la escalera crecía lentamente, pero al acercarse a lo alto del Muro lo hacía cada vez con más rapidez. Durante una tercera parte de cada año había que suspender el trabajo. Durante el largo invierno, Shervane se acercaba al límite de la Tierra de la Sombra, y escuchaba las tormentas que retumbaban al sumirse en la resonante oscuridad. Pero Brayldon había construido bien y su obra aparecía ilesa cada primavera, como si tuviese que sobrevivir al propio Muro.

A los siete años del comienzo de la obra se colocaron los últimos bloques. Desde un kilómetro de distancia, para poder ver enteramente la estructura, Shervane recordó con admiración cómo todo esto había surgido de los primeros planos que Brayldon le había mostrado hacía años, y comprendió la emoción que debe sentir el artista cuando sus sueños se hacen realidad. Y recordó también el día en que, siendo un muchacho y al lado de su padre, había contemplado por primera vez el Muro en la lejanía, contra el cielo oscuro de la Tierra de la Sombra.

Había una barandilla alrededor de la plataforma superior, pero a Shervane no le importó acercarse al borde. El suelo estaba a una distancia vertiginosa, por lo que trató de olvidar la altura en que se hallaba para ayudar a Brayldon y a los trabajadores a montar la pequeña grúa que lo elevaría los cinco metros que restaban. Cuando estuvo preparada, entró en la máquina y se volvió a su amigo con todo el aplomo que le fue posible. 

—Sólo estaré ausente unos pocos minutos —informó con forzada naturalidad—. Encuentre lo que encuentre, volveré enseguida.

No podía imaginar entonces lo inexacta que era su presunción.

Grayle estaba ahora casi ciego y no conocería otra primavera. Pero reconoció las pisadas que se acercaban y saludó a Brayldon por su nombre antes de que el visitante tuviese tiempo de hablar.

—Me alegro de que hayas venido —dijo—. He estado pensando en todo lo que me dijiste y creo que al fin sé la verdad. Tal vez también tú la hayas adivinado.
—No —declaró Brayldon—. He tenido miedo de pensar en ello.

El viejo sonrió ligeramente.

—¿Por qué hay que tener miedo de algo, sólo porque es extraño? El Muro es maravilloso, sí, pero no hay nada terrible en él para quienes se enfrenten sin vacilar con su secreto.

»Cuando yo era un muchacho, mi viejo maestro me dijo una vez que el tiempo nunca podía destruir la verdad, que sólo podía ocultarla entre leyendas. Tenía razón. De todas las historias que se han urdido sobre el Muro, ahora puedo elegir las que son parte de la Historia.

»Hace mucho tiempo, cuando la Primera Dinastía estaba en su apogeo, Trilorne era más cálido que ahora y la Tierra de la Sombra era fértil y estaba habitada, como tal vez lo estarán las Tierras de Fuego cuando Trilorne sea viejo y débil. Los hombres podían ir libremente hacia el sur porque no había un Muro que les cerrase el camino. Muchos debieron de hacerlo, buscando nuevas tierras en las que se asentarse. Lo que le ha ocurrido a Shervane les ocurrió también a ellos y debió trastornar muchas mentes; tantas, que los científicos de la Primera Dinastía construyeron el Muro para impedir que la locura se extendiese por toda la tierra. No puedo creer que esto sea verdad, pero la leyenda afirma que se construyó en un solo día, sin trabajo, de una nube que cercaba el mundo.

Se quedó ensimismado, y Brayldon permaneció en silencio. Su mente estaba lejos, en el pasado, imaginando su mundo como un globo perfecto flotando en el espacio mientras sus antiguos pobladores levantaban la franja de oscuridad alrededor del ecuador. Por falsa que pudiese ser esta imagen en su detalle más importante, nunca pudo borrarla por entero de su mente.

Al pasar lentamente los últimos metros del Muro por delante de sus ojos, Shervane necesitó hacer acopio de todo su valor para no pedir a gritos que la bajasen. Recordó algunas terribles historias de las que se había reído, pues procedía de una raza que estaba singularmente libre de supersticiones. Pero ¿y si aquellas historias fuesen verdad y el Muro se hubiese construido para salvar al mundo de algún horror?

Intentó olvidar aquellas ideas y descubrió que no era muy difícil en cuanto hubo superado el nivel más alto del Muro. Al principio no pudo interpretar el cuadro que le ofrecían sus ojos; después vio que estaba mirando a través de una continua sábana negra cuya anchura no podía calcular.

La pequeña plataforma se detuvo, y Shervane advirtió, con una admiración apenas consciente, lo exactos que habían sido los cálculos de Brayldon. Entonces, con una última palabra para tranquilizar a los de abajo, saltó sobre el Muro y echó a andar resueltamente hacia delante.

Al principio le pareció que la llanura que se extendía delante de él era infinita, pues no podía ver dónde se encontraba en el cielo. Pero siguió caminando sin vacilar, dando la espalda a Trilorne. Le hubiera gustado utilizar su propia sombra como guía, pero ésta se perdía en la oscuridad más intensa de debajo de sus pies.

Había algo que marchaba mal: a cada paso que daba, aumentaba la oscuridad. Se volvió en redondo, sobresaltado, y vio que el disco de Trilorne era ahora pálido y mate, como si lo estuviese mirando a través de un cristal ahumado. Y con creciente temor, se dio cuenta de que no era sólo esto lo que había sucedido: Trilorne era más pequeño que el sol que había conocido durante toda su vida.

Sacudió la cabeza en un ademán de desafío. Todo esto eran fantasías; se lo estaba imaginando. Realmente era tan contrario a todas sus experiencias, que por alguna razón dejó de sentir miedo y avanzó resueltamente, después de echar una mirada al sol que tenía, a sus espaldas.

Cuando Trilorne quedó reducido a un punto y la oscuridad envolvió completamente a Shervane, pareció llegado el momento de abandonar la empresa. Un hombre más prudente habría vuelto atrás en aquel mismo instante. Tuvo la súbita sensación angustiosa de encontrarse perdido en aquel eterno crepúsculo, entre la tierra y el cielo, incapaz de encontrar el camino salvador. Entonces pensó que mientras pudiese ver Trilorne no se encontraría en verdadero peligro.

Siguió caminando, algo indeciso, mirando continuamente atrás hacia la débil luz que lo guiaba. Trilorne se había desvanecido, pero aún había un resplandor en el cielo, donde había estado. Y ahora ya no necesitaba su ayuda porque a lo lejos y delante de él estaba apareciendo una segunda luz en el cielo.

Al principio fue sólo un resplandor muy tenue, y cuando estuvo seguro de su existencia advirtió que Trilorne había desaparecido ya del todo. Pero se sentía más confiado, y aquella luz contribuyó a mitigar su miedo mientras seguía avanzando.

Cuando se dio cuenta de que realmente se estaba acercando a otro sol, cuando estuvo seguro de que éste se dilataba, como había visto contraerse Trilorne hacía unos momentos encerró todo su asombro en lo más profundo de la mente. Sólo tenía que observar y recordar: más tarde ya habría tiempo de comprender estas cosas. A fin de cuentas, que su mundo pudiese tener dos soles, uno brillando a cada lado, no era nada inverosímil.

Al fin pudo distinguir, débilmente, a través de la oscuridad, la línea negra que marcaba el otro borde del Muro. Pronto sería el primer hombre, en miles de años, tal vez en toda la eternidad, que vería las tierras que habían sido separadas de su mundo? ¿Serían tan bellas como la suya? ¿Habría gente a la que se alegraría de saludar? Pero que estuviesen esperando, y de qué manera, era más de lo que nunca hubiera podido soñar.

Grayle alargó una mano hacia el bargueño que tenía detrás y buscó a tientas una hoja grande de papel que había encima. Brayldon lo observó en silencio, y el hombre prosiguió:

—¡Cuántas veces hemos oído discutir sobre las dimensiones del universo y sobre si es limitado! Podemos imaginarnos que el espacio no tiene fin, pero nuestra mente se rebela ante la idea del infinito. Algunos filósofos han imaginado que el espacio es limitado por una curvatura en una dimensión más elevada; supongo que conoces la teoría. Puede ser cierto en otros universos, si es que existen, pero en el nuestro la respuesta es más sutil.

»A lo largo de la línea del Muro, Brayldon, nuestro universo llega a un fin... y sin embargo no llega. Antes de que se construyera el Muro no había fronteras, nada que impidiese seguir adelante. El Muro en sí no es más que una barrera levantada por el hombre y que tiene las propiedades del espacio en que se encuentra. Estas propiedades estuvieron siempre allí, y el Muro no les añadió nada.

Sostuvo la hoja de papel delante de Brayldon y la hizo girar lentamente. 

—Aquí tenemos una hoja normal. Naturalmente, tiene dos caras. ¿Puedes imaginarte una que no las tenga?

Brayldon le miró, asombrado.

—¡Es imposible..., absurdo!
—¿Seguro? —preguntó Grayle con suavidad.

Volvió a estirar el brazo hacia el bargueño y hurgó con los dedos en sus compartimientos. Entonces saco una tira larga de papel flexible y miró a Brayldon, que lo observaba en silencio.

—No podemos compararnos con los sabios de la Primera Dinastía, pero lo que sus mentes pudieron captar directamente nosotros podemos considerarlo por analogía. Este sencillo truco, que parece tan trivial, puede ayudarte a percibir la verdad.

Pasó los dedos a lo largo de la cinta del papel y después juntó los dos extremos para hacer un lazo circular.

—Aquí tenemos una forma que conoces perfectamente: la sección de un cilindro. Paso un dedo por la parte interior, así y ahora por la exterior. Las dos superficies son completamente distintas: sólo se puede pasar de una a otra a través del grueso de la cinta. ¿Estás de acuerdo?
—Desde luego —dijo Brayldon, todavía confuso—. Pero eso, ¿qué demuestra?
—Nada —respondió Grayle—. Pero mira...

Shervane pensó que aquel sol era gemelo de Trilorne.

Ahora la oscuridad se había levantado completamente, y ya no tenía la impresión, que no quería tratar de comprender, de estar caminando por una llanura infinita.

Se movía despacio porque no deseaba llegar de pronto a aquel vertiginoso precipicio. Al poco rato pudo ver un horizonte lejano de pequeños montes, tan árido y sin vida como el que había dejado atrás. Esto no lo contrarió demasiado, pues la primera visión de su propia tierra no sería más atractiva que ésta.

Siguió andando, y cuando sintió que una mano helada le apretaba el corazón no se detuvo como habría hecho un hombre menos valeroso. Observó sin inmutarse el paisaje extrañamente familiar que se alzaba a su alrededor, hasta que pudo ver el llano donde había empezado su viaje, la gran escalera y, al fin, la cara ansiosa y expectante de Brayldon.

Grayle juntó de nuevo los dos extremos de la cinta, pero ahora le había dado medio giro, de manera que aparecía torcida.

Se la tendió a Brayldon.

—Pasa ahora el dedo a su alrededor —indicó pausadamente.

Brayldon no lo hizo: porque sabía a qué se refería el viejo.

—Comprendo —dijo—. Ya no tienes dos superficies separadas. Ahora forma una sola cinta continua, una superficie unilateral, algo que a primera vista parece completamente imposible.
—Sí —repuso Grayle, con mucha suavidad—. Pensé que lo comprenderías. Una superficie unilateral. Tal vez ahora caigas en la cuenta de por qué el símbolo del lazo retorcido es tan común en las antiguas religiones, aunque su significado se ha olvidado por completo. Desde luego, no es más que una tosca y simple analogía, un ejemplo en dos dimensiones de lo que puede ocurrir en tres. Pero en nuestras mentes está lo más cerca posible de la verdad.

Hubo un largo y reflexivo silencio. Entonces Grayle suspiró profundamente y se volvió a Brayldon como si aún pudiese verle la cara.

—¿Por qué has venido antes que Shervane? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.
—Teníamos que hacerlo —respondió tristemente Brayldon—, pero no quería ver destruida mi obra.

Grayle asintió con la cabeza.

—Lo comprendo —dijo.

Shervane resiguió con la mirada los largos tramos de escalera que no volverían a ser pisados jamás. No sentía remordimiento: había luchado y nadie habría podido hacerlo mejor. Había triunfado, en la medida de lo posible.

Poco a poco levantó la mano y dio la señal. El Muro ahogó el ruido de la explosión como había hecho con los demás sonidos, pero Shervane recordaría toda la vida la pausada elegancia con que se habían inclinado y caído las largas hileras de bloques. 

Durante un instante tuvo la súbita, inexpresable e intensa visión de otra escalera, observada por otro Shervane, derrumbándose de manera idéntica al otro lado del Muro. Pero comprendió que era una idea tonta, porque nadie sabía mejor que él que el Muro no tenía otro lado.



Continúa leyendo este libro en 

Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - El león de comarre

No hay comentarios:

Publicar un comentario