Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

sábado, 17 de septiembre de 2016

El alma de Laploshka - Saki

Hoy, un poco de humor negro de la mano de Saki. Así, sigo cumpliendo el pedido de uno de mis lectores. Espero que sea de su agrado.
"El alma de Laploshka" fue publicado por primera vez en 1910 en The Westminster Gazette. Esta vez, no he hecho yo la traducción sino que lo tomé de internet. Tengo el original en inglés que pego abajo por si les interesa



El alma de Laploshka


Laploshka fue uno de los tipos más mezquinos que yo haya conocido, y uno de los más divertidos. Decía cosas horribles de la otra gente, con tal encanto que uno le perdonaba las cosas igualmente horribles que decía de uno por detrás. Puesto que odiamos caer en nada que huela a maledicencia, agradecemos siempre a quienes lo hacen por nosotros y lo hacen bien. Y Laploshka lo hacía de veras bien.

Naturalmente, Laploshka tenía un vasto círculo de amistades; y como ponía cierto esmero en seleccionarlas, resultaba que gran parte de ellas eran personas cuyos balances bancarios les permitían aceptar con indulgencia sus criterios, bastante unilaterales, sobre la hospitalidad. Así, aunque era hombre de escasos recursos, se las arreglaba para vivir cómodamente de acuerdo a sus ingresos, y aún más cómodamente de acuerdo a los de diversos compañeros de carácter tolerante.

Pero con los pobres o los de estrechos fondos como él, su actitud era de ansiosa vigilancia. Parecía acosarlo el constante temor de que la más mínima fracción de un chelín o un franco, o cualquiera que fuera la moneda de turno, extraviara el camino de su bolso o provecho y cayera en el de algún compañero de apuros. De buen grado ofrecía un cigarro de dos francos a un rico protector, bajo el precepto de obrar mal para lograr el bien; pero me consta que prefería entregarse al paroxismo del perjurio antes que declararse en culpable posesión de un céntimo cuando hacía falta dinero suelto para dar propina a un camarero. La moneda le habría sido debidamente restituida a la primera oportunidad -él habría tomado medidas preventivas contra el olvido de parte del prestatario-, pero a veces ocurrían accidentes, e incluso una separación temporal de su penique o sou era una calamidad que debía evitarse.

El conocimiento de esta amable debilidad daba pie a la perpetua tentación de jugar con el miedo que Laploshka tenía de cometer un acto de largueza involuntaria. Ofrecerse a llevarlo en un coche de alquiler y fingir no tener dinero suficiente para pagar la tarifa, o confundirlo pidiéndole prestados seis peniques cuando tenía la mano llena de monedas de vuelta, eran algunos de los menudos tormentos que sugería el ingenio cuando se presentaba la ocasión. Para hacer justicia a la habilidad de Laploshka, hay que admitir que, de una forma u otra, solucionaba los dilemas más embarazosos sin comprometer en absoluto su reputación de decir siempre "No". Pero, tarde o temprano, los dioses brindan una ocasión a la mayoría de los hombres, y la mía me llegó una noche en que Laploshka y yo cenábamos juntos en un barato restaurante de bulevar. (A no ser que estuviera expresamente convidado por alguien de renta intachable, Laploshka acostumbraba refrenar su apetito por la vida lujosa; y sólo en tan felices ocasiones le daba rienda suelta). Al final de la cena recibí aviso de que se requería mi presencia con cierta premura y, sin hacer caso a las agitadas protestas de mi compañero, alcancé a gritarle, con sevicia: "¡Paga lo mío; mañana arreglaremos!" Temprano en la mañana, Laploshka me atrapó por instinto mientras yo caminaba por una callejuela que casi nunca frecuentaba. Tenía cara de no haber dormido.

-Me debes los dos francos de anoche -fue su saludo jadeante.

Le hablé evasivamente de la situación en Portugal, donde al parecer se fermentaban más conflictos. Pero Laploshka me escuchó con la abstracción de una víbora sorda y pronto volvió al tema de los dos francos.

-Me temo que quedaré debiéndotelos -le dije, con tanta ligereza como brutalidad-. No tengo ni un centavo.

Y añadí, falsamente:

-Me marcho por seis meses, si no más.

Laploshka no dijo nada, pero sus ojos se abultaron un poco y sus mejillas adquirieron los abigarrados colores de un mapa etnográfico de la península balcánica. Ese mismo día, al ocaso, falleció. "Ataque al corazón", dictaminó el doctor. Pero yo, que estaba más al tanto, supe que había muerto de aflicción.

Surgió el problema de qué hacer con sus dos francos. Una cosa era haber matado a Laploshka; pero haberme quedado con su dinero habría sido muestra de una dureza de sentimiento de la que soy incapaz. La solución usual de dárselo a los pobres de ningún modo se habría acomodado a la presente situación, ya que nada habría afligido más al difunto que semejante malbaratamiento de sus posesiones. Por otra parte, la donación de dos francos a los ricos era una operación que requería cierto tacto. No obstante, una manera fácil para salir de apuros pareció presentarse al domingo siguiente, estando yo apiñado entre la multitud cosmopolita que atestaba la nave lateral de una de las más populares iglesias parisinas. Un bolso de limosnas, para "los pobres de Monsieur le Curé", bregaba por cumplir su tortuoso derrotero a través de la aparentemente impenetrable marejada humana; y un alemán que había frente a mí y que evidentemente no deseaba que el pedido de una contribución le estropeara el disfrute de la sublime música, expresaba en voz alta a un compañero sus críticas sobre la validez de dicha caridad.

-No necesitan el dinero -dijo-; ya tienen demasiado. Y no tienen pobres. Están ahítos.

Si en realidad eso era cierto, mi camino se hallaba despejado. Dejé caer los dos francos de Laploshka en el bolso y musité una bendición para los ricos de Monsieur le Curé.

Al cabo de unas tres semanas el azar me había llevado a Viena, en donde me deleitaba yo una noche en una modesta pero excelente Gasthaus en el barrio de Wäringer. El decorado era algo primitivo, pero las chuletas de ternera, la cerveza y el queso eran inmejorables. La buena mesa traía buena clientela y, a excepción de una mesita junto a la puerta, todos los puestos estaban ocupados. A mitad de la cena miré por casualidad en dirección de la mesa vacía y descubrí que ya no lo estaba. La ocupaba Laploshka, que estudiaba el menú con el absorto escrutinio del que busca lo más barato de lo más barato. Reparó en mí una sola vez, abarcó de un vistazo mi convite como si quisiera decir: "Te estás comiendo mis dos francos", y desvió rápidamente la mirada. Evidentemente, los pobres de Monsieur le Curé eran pobres auténticos. Las chuletas se me volvieron de cuero en la boca, la cerveza se me hizo insulsa; no toqué el Emmenthaler. Sólo se me ocurrió alejarme del recinto, alejarme de la mesa donde eso estaba sentado; y al huir sentí la mirada de reproche que Laploshka dirigió a la suma que le di al piccolo... sacada de sus dos francos. Al día siguiente almorcé en un costoso restaurante, en donde estaba seguro de que el Laploshka vivo jamás habría entrado por cuenta propia. Tenía la esperanza de que el Laploshka muerto observara las mismas restricciones. No me equivoqué; pero al salir lo encontré leyendo con rostro miserable el menú pegado en el portón. Y luego echó a andar lentamente hacia una lechería. Por vez primera fui incapaz de experimentar la alegría y encanto de la vida vienesa.

De allí en adelante, en París, en Londres o dondequiera que estuviese, seguí viendo con frecuencia a Laploshka. Si estaba sentado en el palco de un teatro, tenía la permanente sensación de que me echaba vistazos furtivos desde un oscuro rincón de la galería. Al entrar a mi club en una tarde de lluvia, lo alcanzaba a ver precariamente guarecido en un portal de enfrente. Incluso si me daba el modesto lujo de alquilar una silla en el parque, él por lo general me confrontaba desde uno de los bancos públicos, sin fijar nunca en mí la vista pero en actitud de estar siempre al tanto de mi presencia. Mis amigos empezaron a comentar lo desmejorado de mi aspecto y me aconsejaron olvidarme de montones de cosas. A mí me hubiera gustado olvidar a Laploshka.

Cierto domingo -probablemente de Resurrección, pues el hacinamiento era peor que nunca- me encontraba otra vez apiñado entre la multitud que escuchaba la música en la iglesia parisina de moda, y otra vez el bolso de limosnas se abría paso a través de la marejada humana. Detrás de mí había una dama inglesa que en vano trataba de hacer llegar una moneda al apartado bolso, de modo que tomé la moneda a petición suya y le ayudé a alcanzar su destino. Era una pieza de dos francos. Se me ocurrió de pronto una idea brillante: dejé caer sólo mi sou en el bolso y deslicé la moneda de plata en mi bolsillo. Les quité así los dos francos de Laploshka a los pobres, que nunca debieron haber recibido ese legado. Mientras retrocedía para alejarme de la multitud, oí una voz femenina que decía: "No creo que haya puesto mi dinero en el bolso. ¡París está repleto de gente así!". Pero salí con la conciencia más liviana que había tenido en mucho tiempo. Todavía quedaba por delante la delicada misión de donar la suma recuperada a los ricos que la merecían. Otra vez puse mi confianza en la inspiración del momento y otra vez el destino me sonrió.

Un aguacero me obligó, dos días después, a refugiarme en una de las iglesias históricas de la orilla izquierda del Sena, en donde me encontré, dedicado a escudriñar las viejas tallas de madera, al barón R., uno de los hombres más ricos y más zarrapastrosos de París. O era ahora, o nunca. Dándole un fuerte acento americano al francés que yo solía hablar con inconfundible acento británico, interrogué al barón sobre la fecha de construcción de la iglesia, las dimensiones y demás pormenores que con seguridad desearía conocer un turista americano. Tras recibir la información que el barón estuvo en condiciones de suministrar sin previo aviso, con toda seriedad le puse la moneda de dos francos en la mano y, afirmándole cordialmente que era pour vous, di media vuelta y me marché. El barón se quedó un poco desconcertado, pero aceptó la situación de buen talante. Caminó hasta una cajita adosada a la pared y echó por la ranura los dos francos de Laploshka. Encima de la caja había un letrero: Pour les pauvres de M. le Curé. Aquella noche, en el hervidero de la esquina del Café de la Paix, avisté fugazmente a Laploshka. Me sonrió, alzó un poco el sombrero y se esfumó. No volví a verlo nunca. Después de todo, el dinero había sido donado a los ricos que lo merecían, y el alma de Laploshka descansaba en paz.





The Soul of Laploshka

Laploshka was one of the meanest men I have ever met, and quite one of the most entertaining. He said horrid things about other people in such a charming way that one forgave him for the equally horrid things he said about oneself behind one's back. Hating anything in the way of ill-natured gossip ourselves, we are always grateful to those who do it for us and do it well. And Laploshka did it really well.

Naturally Laploshka had a large circle of acquaintances, and as he exercised some care in their selection it followed that an appreciable proportion were men whose bank balances enabled them to acquiesce indulgently in his rather one-sided views on hospitality. Thus, although possessed of only moderate means, he was able to live comfortably within his income, and still more comfortably within those of various tolerantly disposed associates.

But towards the poor or to those of the same limited resources as himself his attitude was one of watchful anxiety; he seemed to be haunted by a besetting fear lest some fraction of a shilling or franc, or whatever the prevailing coinage might be, should be diverted from his pocket or service into that of a hard-up companion. A two-franc cigar would be cheerfully offered to a wealthy patron, on the principle of doing evil that good may come, but I have known him indulge in agonies of perjury rather than admit the incriminating possession of a copper coin when change was needed to tip a waiter. The coin would have been duly returned at the earliest opportunity--he would have taken means to insure against forgetfulness on the part of the borrower--but accidents might happen, and even the temporary estrangement from his penny or sou was a calamity to be avoided.

The knowledge of this amiable weakness offered a perpetual temptation to play upon Laploshka's fears of involuntary generosity. To offer him a lift in a cab and pretend not to have enough money to pay the fair, to fluster him with a request for a sixpence when his hand was full of silver just received in change, these were a few of the petty torments that ingenuity prompted as occasion afforded. To do justice to Laploshka's resourcefulness it must be admitted that he always emerged somehow or other from the most embarrassing dilemma without in any way compromising his reputation for saying "No." But the gods send opportunities at some time to most men, and mine came one evening when Laploshka and I were supping together in a cheap boulevard restaurant. (Except when he was the bidden guest of some one with an irreproachable income, Laploshka was wont to curb his appetite for high living; on such fortunate occasions he let it go on an easy snaffle.) At the conclusion of the meal a somewhat urgent message called me away, and without heeding my companion's agitated protest, I called back cruelly, "Pay my share; I'll settle with you to-morrow." Early on the morrow Laploshka hunted me down by instinct as I walked along a side street that I hardly ever frequented. He had the air of a man who had not slept.

"You owe me two francs from last night," was his breathless greeting.

I spoke evasively of the situation in Portugal, where more trouble seemed brewing. But Laploshka listened with the abstraction of the deaf adder, and quickly returned to the subject of the two francs.

"I'm afraid I must owe it to you," I said lightly and brutally. "I haven't a sou in the world," and I added mendaciously, "I'm going away for six months or perhaps longer."

Laploshka said nothing, but his eyes bulged a little and his cheeks took on the mottled hues of an ethnographical map of the Balkan Peninsula. That same day, at sundown, he died. "Failure of the heart's action," was the doctor's verdict; but I, who knew better, knew that he died of grief.

There arose the problem of what to do with his two francs. To have killed Laploshka was one thing; to have kept his beloved money would have argued a callousness of feeling of which I am not capable. The ordinary solution, of giving it to the poor, would by no means fit the present situation, for nothing would have distressed the dead man more than such a misuse of his property. On the other hand, the bestowal of two francs on the rich was an operation which called for some tact. An easy way out of the difficulty seemed, however, to present itself the following Sunday, as I was wedged into the cosmopolitan crowd which filled the side-aisle of one of the most popular Paris churches. A collecting-bag, for "the poor of Monsieur le Cure," was buffeting its tortuous way across the seemingly impenetrable human sea, and a German in front of me, who evidently did not wish his appreciation of the magnificent music to be marred by a suggestion of payment, made audible criticisms to his companion on the claims of the said charity.

"They do not want money," he said; "they have too much money. They have no poor. They are all pampered."

If that were really the case my way seemed clear. I dropped Laploshka's two francs into the bag with a murmured blessing on the rich of Monsieur le Cure.

Some three weeks later chance had taken me to Vienna, and I sat one evening regaling myself in a humble but excellent little Gasthaus up in the Wahringer quarter. The appointments were primitive, but the Schnitzel, the beer, and the cheese could not have been improved on. Good cheer brought good custom, and with the exception of one small table near the door every place was occupied. Half-way through my meal I happened to glance in the direction of that empty seat, and saw that it was no longer empty. Poring over the bill of fare with the absorbed scrutiny of one who seeks the cheapest among the cheap was Laploshka. Once he looked across at me, with a comprehensive glance at my repast, as though to say, "It is my two francs you are eating," and then looked swiftly away. Evidently the poor of Monsieur le Cure had been genuine poor. The Schnitzel turned to leather in my mouth, the beer seemed tepid; I left the Emmenthaler untasted. My one idea was to get away from the room, away from the table where THAT was seated; and as I fled I felt Laploshka's reproachful eyes watching the amount that I gave to the piccolo--out of his two francs. I lunched next day at an expensive restaurant which I felt sure that the living Laploshka would never have entered on his own account, and I hoped that the dead Laploshka would observe the same barriers. I was not mistaken, but as I came out I found him miserably studying the bill of fare stuck up on the portals. Then he slowly made his way over to a milk-hall. For the first time in my experience I missed the charm and gaiety of Vienna life.

After that, in Paris or London or wherever I happened to be, I continued to see a good deal of Laploshka. If I had a seat in a box at a theatre I was always conscious of his eyes furtively watching me from the dim recesses of the gallery. As I turned into my club on a rainy afternoon I would see him taking inadequate shelter in a doorway opposite. Even if I indulged in the modest luxury of a penny chair in the Park he generally confronted me from one of the free benches, never staring at me, but always elaborately conscious of my presence. My friends began to comment on my changed looks, and advised me to leave off heaps of things. I should have liked to have left off Laploshka.

On a certain Sunday--it was probably Easter, for the crush was worse than ever--I was again wedged into the crowd listening to the music in the fashionable Paris church, and again the collection-bag was buffeting its way across the human sea. An English lady behind me was making ineffectual efforts to convey a coin into the still distant bag, so I took the money at her request and helped it forward to its destination. It was a two-franc piece. A swift inspiration came to me, and I merely dropped my own sou into the bag and slid the silver coin into my pocket. I had withdrawn Laploshka's two francs from the poor, who should never have had the legacy. As I backed away from the crowd I heard a woman's voice say, "I don't believe he put my money in the bag. There are swarms of people in Paris like that!" But my mind was lighter that it had been for a long time.

The delicate mission of bestowing the retrieved sum on the deserving rich still confronted me. Again I trusted to the inspiration of accident, and again fortune favoured me. A shower drove me, two days later, into one of the historic churches on the left bank of the Seine, and there I found, peering at the old wood-carvings, the Baron R., one of the wealthiest and most shabbily dressed men in Paris. It was now or never. Putting a strong American inflection into the French which I usually talked with an unmistakable British accent, I catechised the Baron as to the date of the church's building, its dimensions, and other details which an American tourist would be certain to want to know. Having acquired such information as the Baron was able to impart on short notice, I solemnly placed the two-franc piece in his hand, with the hearty assurance that it was "pour vous," and turned to go. The Baron was slightly taken aback, but accepted the situation with a good grace. Walking over to a small box fixed in the wall, he dropped Laploshka's two francs into the slot. Over the box was the inscription, "Pour les pauvres de M. le Cure."

That evening, at the crowded corner by the Cafe de la Paix, I caught a fleeting glimpse of Laploshka. He smiled, slightly raised his hat, and vanished. I never saw him again. After all, the money had been GIVEN to the deserving rich, and the soul of Laploshka was at peace.

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